Por su parte, Sally descubrio de repente que nada en su vida parecia en orden. Era como si se hubiera soltado de todos los anclajes de su existencia, salvo de Ashley, e incluso este era tenue. Llego a comprender que con sus llamadas diarias a su hija intentaba recuperar parte de su asidero, ademas de comprobar que Ashley se encontraba bien. Despues de todo, se dijo, el incidente con O'Connell pertenecia a la clase de incordio que todos los jovenes experimentan en un momento u otro.
Mas preocupante resultaba su bajo rendimiento en el bufete, y la tension creciente entre ella y Hope. Estaba claro que algo iba mal, pero no podia concentrarse en ello. En cambio, se lanzaba a sus diversos casos de modo erratico y distraido, dedicando demasiado tiempo a detalles nimios de algun caso, ignorando problemas gordos que demandaban su atencion en otros.
Hope siguio soportando cada dia, sin saber que estaba pasando. Sally no la informaba realmente, no podia llamar a Scott, y por primera vez en todos aquellos anos le parecia inadecuado llamar a Ashley. Se volco en el equipo, que se disputaba las eliminatorias, y en su trabajo de tutoria con los estudiantes. Pero le parecia andar sobre anicos de cristales.
Cuando Hope recibio un mensaje urgente del decano del colegio, la pillo por sorpresa. La orden era criptica: «En mi oficina a las dos en punto.»
Jirones de finas nubes cruzaban un cielo pizarra cuando Hope cruzo el campo a toda prisa para llegar a tiempo a la reunion. Sintio un subito aviso del frio del inminente invierno en el aire. El despacho del decano estaba situado en el edificio de administracion, una blanca casa victoriana remodelada, con amplias puertas de madera y una chimenea con un tronco ardiendo en la zona de recepcion. Ninguno de los estudiantes entraba nunca alli, a menos que tuvieran problemas graves.
Saludo a algunos empleados y subio a la primera planta, donde el decano tenia su despacho. Era un veterano del colegio y seguia dando clases de latin y griego, aferrandose a unos clasicos que cada vez eran menos populares.
– ?Decano Mitchell? -llamo Hope, asomando la cabeza por la puerta-. ?Queria verme?
En el tiempo que llevaba en el colegio, habia hablado con Stephen Mitchell una docena de veces, tal vez menos. En anos anteriores habian trabajado juntos en una o dos comisiones, y Hope sabia que el habia asistido a un partido del equipo femenino que ella entrenaba, aunque sus preferencias se decantaban por el equipo de futbol masculino. Siempre lo habia considerado simpatico, una especie de Mr. Chips algo grunon, y no le consideraba demasiado prejuicioso. Si la gente podia aceptar quien era ella, entonces ella estaba dispuesta a aceptarlos. Su relacion con Sally era considerada «un estilo de vida alternativo», la odiosa expresion con que se designaban las relaciones fuera de lo corriente, y que ella despreciaba porque sonaba como algo frio y carente de amor.
– Ah, Hope, si, por favor, pase.
Mitchell hablaba con un precioso sentido de las palabras, casi de anticuario. No usaba giros modernos ni atajos verbales. Se sabia que escribia comentarios como «a menudo desespero ante el futuro intelectual de la raza humana» en los trabajos de los estudiantes. Indico el sillon de cuero rojo que habia delante de su escritorio. Era el tipo de asiento que te tragaba, por lo que Hope se sintio ridiculamente pequena.
– Recibi su mensaje -dijo-. ?En que puedo ayudarle, Stephen?
El decano se entretuvo un momento, se dio la vuelta y miro por la ventana, como preparandose para decir algo embarazoso. Ella no tuvo que esperar mucho.
– Hope, creo que tenemos un problema.
– ?Un problema?
– Asi es. Alguien ha presentado una denuncia extremadamente seria contra usted.
– ?Una denuncia? ?Que tipo de denuncia?
Mitchell vacilo, como si le incomodara mucho lo que tenia que decir. Se atuso el pelo escaso y gris y se ajusto las gafas. Luego hablo con tono sentido, como cuando se comunica a alguien una muerte en la familia.
– Encajaria en el desagradable apartado del acoso sexual.
Casi al mismo tiempo que Hope se sentaba frente al decano Mitchell y escuchaba las palabras que habia temido casi toda su vida adulta, Scott estaba terminando una sesion con un estudiante de ultimo curso de su seminario sobre «Lecturas de la guerra de la Independencia». El estudiante se esforzaba.
– ?No ves cautela en las palabras del general Washington? -pregunto-. ?Y al mismo tiempo una sensacion de ferrea determinacion?
El estudiante asintio.
– Aun asi me sigue pareciendo demasiado abstracto -dijo.
Scott sonrio.
– ?Sabes? Esta noche la temperatura va a bajar. Se espera helada, y tal vez incluso una leve nevada. ?Por que no te llevas al patio algunas cartas de Washington y las lees a la luz de una linterna o una vela a eso de medianoche? Tal vez asi te resulten menos abstractas…
El estudiante sonrio.
– ?En serio? -pregunto-. ?Ahi fuera en la oscuridad?
– Por supuesto. Y suponiendo que no pilles una neumonia, porque solo has de llevar una manta para mantenerte en calor y zapatos con las suelas agujereadas, podemos continuar esta discusion, digamos, a mediados de semana. ?De acuerdo?
El telefono de su mesa sono y lo atendio cuando el estudiante desaparecia por la puerta.
– ?Si? -dijo-. Al habla Scott Freeman.
– Scott, soy William Burris, de Yale.
– Hola, profesor. Que sorpresa.
Scott se envaro en su asiento. En el ambito docente de la historia norteamericana, recibir una llamada de William Burris era algo parecido a recibir una llamada del cielo. Ganador del premio Pulitzer, autor superventas, catedratico de una de las principales instituciones del pais y consejero, en ocasiones, de presidentes y otros jefes de Estado, Burris era un hombre de credenciales impecables que solia vestir trajes de dos mil dolares de Harley Street que encargaba a medida cuando dictaba conferencias en Oxford o Cambridge, o en cualquier sitio que pudiera permitirse sus honorarios de seis cifras.
– Si, Scott, ha pasado mucho tiempo. ?Cuando nos vimos por ultima vez? ?En una reunion de la Sociedad Historica o algo por el estilo?
Burris se referia a una de las muchas sociedades historicas de las que Scott era miembro, todas las cuales matarian por tener el nombre de Burris en sus filas.
– Hace un par de anos, supongo. ?Como esta, profesor?
– Bien, bien -respondio el. Scott se lo imagino canoso e imperioso, sentado en un despacho similar al suyo, aunque bastante mas grande, con una secretaria que recibia los mensajes de agentes, productores, editores, politicos, reyes y primeros ministros, y espantaba a los estudiantes-. Aunque al borde de la desesperacion por los resultados del equipo de futbol ante los imperios del mal de Princeton y Harvard y el horrible horizonte que se presenta este ano.
– ?Tal vez el departamento de admisiones pueda encontrar un buen defensa para el ano que viene?
– Es de esperar. Bien, Scott, ese no es el motivo de mi llamada.
– Ya lo imaginaba. ?Que puedo hacer por usted, profesor?
– ?Recuerda un articulo que nos escribio para la
– Por supuesto, profesor -Scott no publicaba mucho, y este ensayo habia sido particularmente valioso a la hora de influir a su propio departamento para que no recortara los cursos de historia norteamericana.
– Un buen trabajo, Scott -comento Burris-. Evocador y provocador.
– Gracias. Pero no comprendo que…
– ?Tuvo usted alguna ayuda externa al redactar el texto y sacar sus conclusiones?
– No estoy seguro de comprenderlo, profesor.
– ?La redaccion fue toda suya? ?Y la investigacion tambien?
– Si. Un par de estudiantes del ultimo curso me ayudaron a recopilar las citas. Pero la redaccion y las conclusiones fueron mias propias…
– Ha habido una desafortunada denuncia referida a ese articulo.