un hombre anciano de baja estatura que llevaba un traje semimilitar y botas brillantes de charol, un hombre absolutamente desconocido pero que a la vez le recordaba mucho a alguien.
Todos estaban inmoviles, de pie a lo largo de las blancas paredes de marmol con adornos de oro y purpura, cubiertas por estandartes de variados colores… no, de variados colores no, todo era rojo y dorado, y del techo, infinitamente lejano, colgaban unos enormes tapices purpura y oro, como si una increible aurora boreal se hubiera materializado en una franja. Todos permanecian de pie a lo largo de las paredes, donde habia altos nichos semicirculares: en la penumbra de esos nichos se escondian bustos orgullosos y modestos a la vez, bustos de marmol, de yeso, de bronce, de oro, de malaquita, de acero inoxidable… desde aquellos nichos se esparcia un frio sepulcral, todos se congelaban, todos se encogian y se frotaban las manos con sigilo, pero continuaban en posicion de firmes, mirando hacia delante, y solo el hombre anciano de traje semimilitar, el adversario, se paseaba silenciosamente por el espacio vacio del centro de la sala, con su gran cabeza canosa levemente inclinada, las manos cruzadas a la espalda, la mano izquierda en la muneca derecha. Y cuando Andrei entro, cuando todos se pusieron de pie y llevaban algunos momentos inmoviles, cuando en aquel recinto enorme con adornos de purpura y oro se hizo un silencio total tras un suspiro de alivio apenas audible, el hombre siguio dando paseitos. De pronto se detuvo y miro a Andrei con mucha atencion, sin sonreir, y Andrei pudo ver el gran craneo cubierto de cabellos ralos y canosos, la frente estrecha, el bigote, tambien ralo y cuidado, y el rostro indiferente, amarillento, con la piel llena de cicatrices.
No hacia falta presentarse y tampoco habia necesidad de pronunciar discursos de bienvenida. Se sentaron tras una mesa con incrustaciones. Andrei con las piezas negras, y su anciano adversario con las blancas, no tan blancas, mas bien amarillentas, y el hombre con la cara llena de cicatrices alargo una mano pequena, carente de vello, tomo un peon con dos dedos e hizo la primera jugada. Al instante. Andrei le opuso su peon, el callado y fiel Van, que siempre habia anhelado solo una cosa, que lo dejaran en paz, y alli tendria cierta paz, mas bien dudosa y relativa, alli, en el centro mismo de los acontecimientos inevitables que sin duda iban a tener lugar, y Van las pasaria canutas, pero era alli precisamente donde se lo podria proteger, cubrir, defender durante mucho tiempo, y si era eso lo que queria, durante un tiempo infinito.
Los dos peones estaban frente a frente, uno contra el otro, podian tocarse mutuamente, podian intercambiar palabras carentes de sentido, o podian simplemente estar orgullosos de si mismos, orgullosos por el hecho de que siendo nada mas que peones marcaban el eje principal en torno al cual se desarrollaria toda la partida. Pero no podian hacerse nada el uno al otro, eran mutuamente neutrales, se encontraban en diferentes dimensiones de batalla: el pequeno Van, amarillo e informe, con la cabeza siempre metida entre los hombros; y un hombrecito grueso, patizambo como soldado de caballeria, con capa y gorro alto de piel, con unos bigotes asombrosamente poblados, pomulos muy marcados y ojos duros que bizqueaban levemente.
En el tablero habia equilibrio de nuevo, y ese equilibrio deberia durar bastante tiempo, porque Andrei sabia que su oponente era un hombre genialmente precavido que siempre consideraba que las personas eran lo mas importante, lo que significaba que en un futuro inmediato nada amenazaria a Van, y Andrei lo busco con la mirada entre las filas, le sonrio apenas, pero aparto la mirada al instante al tropezar con los ojos atentos y tristes de Donald.
El adversario medito, dio sin prisa unos golpecitos con la boquilla de carton de un largo emboquillado sobre las incrustaciones de nacar de la mesa, y Andrei volvio a mirar de reojo las filas de personas a lo largo de las paredes, pero ahora no miro a los suyos, sino a los que estaban a disposicion de su oponente. Alli apenas encontro caras conocidas: habia personas con ropa de civil, de inesperado aspecto intelectual, con barbas, gafas, chalecos y corbatas pasadas de moda: varios militares de uniforme desconocido, con muchos rombos en el cuello de la guerrera, con cintas de diferentes condecoraciones…
«De donde habra sacado a esa gente», penso Andrei con cierto asombro, y de nuevo contemplo el peon blanco adelantado. Al menos conocia bien a aquel peon, un hombre que habia disfrutado de una fama legendaria, y que como susurraban entre si los adultos, no habia justificado las esperanzas puestas en el y habia salido de la escena. Era obvio que el mismo lo sabia, pero no parecia molestarle mucho: estaba alli de pie, bien afincado sobre sus piernas torcidas encima del parque, enrollaba entre los dedos sus gigantescos bigotes, miraba de reojo a los lados y de el salia un fuerte olor a vodka y a sudor de caballo.
El adversario levanto la mano hacia el tablero y movio un segundo peon. Andrei cerro los ojos. No habia esperado ese movimiento. ?Por que tan de repente? ?Quien era aquel hombre? El rostro hermoso y palido, inspirado y repelente a la vez debido a cierta soberbia, los quevedos de lentes azul palido, la barbita elegante y rizada, el mechon de cabellos negros sobre la frente despejada: Andrei no habia visto nunca antes a aquel hombre y no podia decir de quien se trataba, pero con toda seguridad era un personaje importante, porque hablaba con el patizambo de la capa en tono autoritario y con frases cortas, y este se limitaba a mover los bigotes, tensar los pomulos y apartar a un lado sus ojos algo bizcos, como un enorme gato montes en presencia de un domador confiado.
Pero a Andrei no le interesaban las relaciones entre aquellos dos hombres, se decidia el destino de Van, el destino del pequeno y sufrido Van, que ya habia metido la cabeza entre los hombros, que ya esperaba lo peor con desesperada sumision. Aqui habia que elegir una de dos variantes: o bien Van, o bien dejarlo todo como estaba, suspender la vida de aquellos dos peones indefinidamente. En el lenguaje de la estrategia ajedrecistica; aquello se denominaba gambito forzado de alfil, y Andrei conocia perfectamente la situacion, sabia que los manuales la recomendaban, sabia que era algo elemental, pero no podia soportar la idea de que durante las largas horas de la partida, Van permaneciera alli colgando de un cabello, cubierto de un sudor frio propio del horror de la agonia, mientras la presion sobre el creceria continuamente hasta que, al final, la monstruosa tension sobre ese punto se hiciera del todo insoportable, el gigantesco absceso reventara y no quedara ni huella de Van.
«No soy capaz de soportar eso — penso Andrei —. Y a fin de cuentas, no conozco al tipo de los quevedos, que me importa lo que le ocurra, por que debo tener lastima de el si mi genial adversario lo ha pensado solo unos minutos antes de decidirse a proponer el cambio…» Y Andrei tomo del tablero el peon blanco y en su lugar coloco el suyo, negro, y en ese momento vio como el gato montes de la capa miro por primera vez a los ojos de su domador y enseno en una sonrisa lasciva sus colmillos, amarillentos por el tabaco. Y en ese mismo momento, un hombre de piel olivacea, con un aspecto ni ruso ni europeo, se deslizo entre las filas hasta el hombre de los quevedos, levanto subitamente una enorme pala oxidada y los quevedos salieron volando como un relampago azul, y el hombre con el rostro palido de gran tribuno y dictador fracasado emitio un debil gemido, se le doblaron las piernas y el cuerpo, menudo y elegante, rodo por los vetustos peldanos gastados, caldeados por el sol del tropico, manchandose de polvo blanco y sangre pegajosa de un rojo muy vivo…
Andrei contuvo la respiracion, trago para librarse del nudo que le atenazaba la garganta y miro de nuevo hacia el tablero.
Alli habia ya dos peones blancos lado a lado, y el centro estaba bajo el dominio del genio estrategico: ademas, desde lo profundo, la brillante pupila de la muerte inevitable se clavaba en el pecho de Van, no tenia tiempo para meditar demasiado, el problema no era solo con Van: si perdia un tiempo, la torre blanca saldria al espacio operativo, aquel tipo alto y apuesto, adornado por constelaciones de ordenes y medallas, rombos y galones. Llevaba tiempo intentando hacerlo, aquel hombre de ojos de hielo y labios gruesos como los de un adolescente, orgullo del joven ejercito, orgullo del joven pais, adversario aventajado de otros hombres igualmente soberbios, llenos de ordenes, medallas, rombos y galones, orgullo de la ciencia militar de Occidente. ?Que le importaba Van? Con un movimiento de su mano habia acabado con la vida de decenas, de centenares, de miles de personas como Van, sucios, piojosos hambrientos que lo habian seguido ciegamente, que a una palabra suya se lanzaban sin doblar la cabeza, gritando ferozmente, contra tanques y ametralladoras; y aquellos que por un milagro sobrevivian, una vez banados y alimentados, estaban dispuestos a lanzarse de nuevo al combate, listos a repetirlo todo desde el principio.
No, no podia entregarle a Van, ni tampoco ceder el centro del tablero a aquel hombre: Y Andrei avanzo rapido un peon, dejandolo emboscado, sin mirar de quien se trataba y pensando solo en una cosa: en cubrir a Van, apoyarlo, protegerlo aunque fuera por la retaguardia, mostrarle al gran jefe de tropas blindadas que, por supuesto, Van estaba amenazado por el, pero que no podria ir mas alla. Y el gran jefe de tropas blindadas lo entendio, y sus ojos, brillantes hasta ese momento, volvieron a esconderse sonolientos bajo los bellos parpados gruesos. Pero se olvido (como Andrei por un instante, hasta que una terrible vision interior le hizo darse cuenta), de que alli no eran ellos los que decidian, peones o caballos, ni siquiera alfiles o torres. La pequena mano sin vello se alzo despacio sobre el tablero.
— Perdon, un momento — musito de inmediato Andrei, que habia comprendido que iba a ocurrir. Segun las