mensualidad que no habia cobrado pero el nuevo responsable me dijo: «Stalin le pagara lo que usted haya ganado bajo el regimen sovietico; escribale, pues, a Moscu». Una enfermera, Marusia, me abrazo lamentandose con voz queda: «Dios mio, Dios mio, que va a ser de usted, que va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrecho la mano. No se lo que resulta mas duro, si la alegria maliciosa de unos o las miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso, moribundo. Nunca imagine que me tocaria vivir algo semejante.
Muchas personas me han dejado estupefacta. Y no solo personas ignorantes, amargadas, analfabetas. He aqui, por ejemplo, un profesor jubilado, de setenta y cinco anos, que siempre preguntaba por ti, me pedia que te diera saludos de su parte, y decia hablando de ti: «Es nuestro orgullo». En estos dias malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me saludo, me dio la espalda. Luego me entere de que en una reunion en la Kommandantur habia declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha dejado de oler a ajo». ?Por que? ?Por que ha hecho eso? Esas palabras le ensucian. Y en la misma reunion cuantas calumnias vertidas contra los judios… Sin embargo, Vitenka, no todos participaron en esa reunion. Muchos rehusaron. Y, ?sabes?, por mi experiencia de la epoca zarista siempre habia pensado que el antisemitismo estaba ligado al patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcangel San Miguel. Pero ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de los judios son los mismos que se humillan ante los alemanes y se comportan como deplorables lacayos, estos hombres estan dispuestos a vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas, los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que mataban a los medicos durante las revueltas del colera. Y hay tambien otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospeche que estan en desacuerdo con las autoridades.
Vienen a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen mirada de loco, deliran. Una extrana expresion se ha puesto de moda: «esconder las cosas». Por alguna razon, el escondite del vecino parece mas seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil.
Pronto se anuncio la creacion de un gueto judio; cada persona tenia derecho a llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las casas fijaron unos pequenos carteles amarillos: «Se ordena a todos los judios que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la pena capital.
Asi que, Vitenka, yo tambien me puse a preparar mis cosas. Cogi una almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un dia me regalaste, una cuchara, un cuchillo, dos platos. ?Acaso necesitabamos mucho mas? Cogi parte del instrumental medico. Cogi tus cartas, las fotografias de mi madre y del tio David, y tambien aquella donde sales tu con papa, un pequeno volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de Maupassant, donde esta Une vie, un pequeno diccionario… Cogi Chejov, el libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es todo: mi cesta estaba llena. Cuantas cartas te he escrito bajo este techo, cuantas noches me he pasado llorando, si, ahora puedo decirtelo, por mi soledad.
Dije adios a la casa, al jardincito; me sente algunos minutos bajo el arbol; dije adios a los vecinos. Hay personas que son realmente extranas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cual se quedaria con las sillas, cual con mi pequeno escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedi a unos vecinos, los Basanko, que si despues de la guerra venias a buscarme te lo contaran todo con detalle. Me prometieron que asi lo harian. Me conmovio Tobik, el perro de la casa, que se mostro especialmente carinoso conmigo la ultima noche. Si vuelves dale de comer por la ternura dispensada a una vieja judia.
Cuando me disponia a emprender el camino y me preguntaba como me las iba a apanar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, aparecio de improviso un antiguo paciente mio llamado Schukin, un hombre sombrio y, creia yo, de corazon duro. Se ofrecio a llevarme la cesta, me dio trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaria pan a la alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habian llamado a filas debido a una enfermedad ocular. Antes de la guerra habia venido a curarse a mi consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas puras y sensibles, habria dado decenas de nombres antes que el suyo. Sabes, Vitenka, despues de su visita volvi a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los unicos que mostraban una actitud humana.
Schukin me conto que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un bando: se prohibe a los judios andar por las aceras; deben llevar una estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a utilizar el transporte colectivo ni los banos publicos, no pueden acudir a los consultorios medicos ni ir al cine; se les prohibe comprar mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan solo despues de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya el mercado). La Ciudad Vieja sera rodeada de alambradas y se prohibira toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados. Cualquier ruso que cobije en su casa a un judio sera fusilado, de la misma manera que si hubiera escondido a un partisano.
El suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl cercano a la ciudad, habia visto con sus propios ojos como los alemanes llevaron en manada hasta el bosque a todos los judios del lugar, provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el dia no dejaron de oirse disparos y gritos terribles. Ni un solo judio regreso. Los alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando hasta la madrugada mientras se repartian broches, anillos, brazaletes delante de las narices del viejo. No se si se trata de un hecho aislado y fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro.
Que triste fue, hijo mio, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la ciudad donde habia trabajado durante veinte anos. Primero pasamos por la calle Svechnaya, completamente desertica. Pero cuando llegamos a la calle Nikolskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiendose al maldito gueto. La calle se torno blanca por los hatillos y las almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompanantes. Al padre del doctor Margulis, paralitico, lo transportaban sobre una manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguian su mujer e hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de ultramarinos, se habia puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le corria por la cara. Me impresiono especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante si un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ?que locas y aterrorizadas parecian las personas que estaban a su lado! Avanzabamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecian de pie en las aceras, mirandonos pasar.
Durante un rato anduve al lado de los Margulis y oi los suspiros de compasion de las mujeres. Pero habia quien se reia de Gordon y de su abrigo de invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era mas espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacian un ligero gesto con la cabeza, despidiendose; otros desviaban la mirada. Me parece que en aquella muchedumbre no habia miradas indiferentes; habia ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de lagrimas.
Yo veia a dos gentios: uno constituido por los judios, hombres enfundados en abrigos, con los gorros calados y mujeres con panuelos en la cabeza, y otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecia incluso que para los judios que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a traves del frio de una noche de diciembre.
En la entrada del gueto me despedi de mi acompanante y el me senalo el lugar de la alambrada donde nos encontrariamos.
?Sabes, Vitenka, lo que senti al hallarme detras de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figuratelo, en realidad me senti aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentia asi porque todo el mundo a mi alrededor compartia mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocian no apartaban los ojos de mi ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razon el sello no me quema tanto en el alma. Aqui ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es mas facil de sobrellevar.
Me instale junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varon de unos doce anos llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese nino, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocacion le llame Vitia y el me corrigio: «No soy Vitia, mi nombre es Yura».