frente, acompanaba al mariscal de campo Paulus al cuartel general del 64° Ejercito.
Paulus habia salido del sotano sin prestar atencion a los oficiales y soldados sovieticos, que le observaban con avida curiosidad y valoraban la calidad de su gorro de piel gris de conejo y su abrigo de mariscal de campo adornado con una franja de piel verde que iba del hombro a la cintura. Paulus, con paso decidido y la cabeza alta, miro por encima de las ruinas de Stalingrado y avanzo hacia el jeep que le aguardaba.
Antes de la guerra Mijailov habia tenido ocasion de asistir a recepciones diplomaticas, y se sentia seguro a la hora de tratar a Paulus: conocia bien la diferencia que existe entre un desvelo excesivo y un respeto frio.
Sentado al lado de Paulus y escrutando la expresion de su cara, Mijailov esperaba a que el mariscal de campo rompiera el silencio. Su modo de comportarse no se parecia al de otros generales en cuyos interrogatorios preliminares habia participado.
El jefe del Estado Mayor del 6° Ejercito declaro con voz lenta, indolente, que eran los rumanos y los italianos los culpables de la catastrofe. El teniente general Sixt von Arnim, con la nariz ganchuda, haciendo tintinear de modo lugubre las medallas, anadio:
– No ha sido solo culpa de Garibaldi y su 8° Ejercito sino del frio ruso, de la escasez de viveres y municiones. Schlemmer, un comandante canoso de un cuerpo de tanques, condecorado con la Cruz de Caballero y una medalla por haber sido herido en cinco ocasiones, interrumpio la conversacion para preguntar si podian guardarle la maleta. En ese momento se pusieron a hablar todos a la vez: el jefe del servicio sanitario, el general Rinaldo, de sonrisa dulce; el sombrio coronel Ludwig, comandante de una division acorazada, con la cara desfigurada por un sablazo. El mas intranquilo de todos era el ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, que habia perdido el neceser; alargaba los brazos y sacudia la cabeza, agitando las orejeras de su gorro de piel de leopardo como un perro de pedigri saliendo del agua.
Se habian humanizado, pero de manera desagradable. El conductor del coche, que llevaba una chaqueta elegante de piel blanca, respondio en voz baja cuando Mijailov le pidio que fuera mas despacio:
– A sus ordenes, camarada coronel.
Se moria de ganas de contar a sus colegas choferes que habia transportado a Paulus; se imaginaba ya de regreso en casa despues de la guerra, jactandose: «Cuando transporte al mariscal de campo Paulus…».
Ponia todo su empeno en conducir el coche de manera que Paulus pensara: «He aqui un chofer sovietico, un profesional de primera clase».
A ojos de un soldado del frente parecia inverosimil la estrecha mezcla entre rusos y alemanes.- Escuadras de exultantes fusileros registraban los sotanos, descendian por las bocas de las alcantarillas expulsando a los alemanes a la superficie helada.
Por descampados y calles, a fuerza de empujones y gritos, los soldados de infanteria reagrupaban los rangos del ejercito aleman a su manera, metiendo en el mismo saco a soldados de diferentes especialidades, que marchaban en una sola columna.
Los alemanes avanzaban, esforzandose por no tropezar, mirando de reojo a los soldados rusos que abrazaban sus fusiles. Su sumision no obedecia solo al miedo a que los rusos pudieran apretar el gatillo en cualquier momento. Una aureola de poder rodeaba a los vencedores, y se sometian con una especie de pasion hipnotica y melancolica.
El coche conducia al mariscal de campo hacia el sur, y las columnas de prisioneros marchaban en sentido contrario. Un potente altavoz rugia:
Dos hombres transportaban a un herido cuyos brazos, sucios y palidos, rodeaban sus cuellos. Las cabezas de los hombres que le sostenian estaban muy proximas y formaban un marco que encuadraba su cara mortalmente palida, de ojos ardientes.
Cuatro soldados arrastraban fuera de un bunker a un herido extendido sobre una manta.
Sobre la nieve habian comenzado a formarse cuatro montones de armas de un negro azulado. Como si fueran almiares de paja de acero que acabara de ser trillada.
Con una salva de honor depositaban en la tumba el feretro de un soldado del Ejercito Rojo, y a pocos pasos de distancia yacian amontonados los cuerpos de alemanes muertos que habian sacado del sotano del hospital.
Los soldados rumanos, con gorros de boyardos blancos y negros, marchaban, riendose a carcajadas, agitando los brazos y burlandose de los alemanes, vivos o muertos.
Afluian prisioneros de Tsaritsa, de la Casa de los Especialistas. Tenian un modo de andar muy particular, el que adoptan los seres humanos y los animales que han perdido la libertad. Los heridos leves y los que habian sufrido la congelacion de alguno de sus miembros se apoyaban en bastones, en trozos de tablas quemadas. Caminaban sin detenerse. Parecia que todos tuvieran la misma tez gris azulada, unos unicos ojos, la misma expresion de sufrimiento y angustia.
Era sorprendente constatar cuantos hombres habia de pequena estatura, narigudos, de frente baja, labios leporinos, cabecita de gorrion. ?Que cantidad de arios habia alli, con la piel oscura cubierta de granos, abscesos y pecas!
Eran feos y debiles; asi los habian traido al mundo sus madres y asi los amaban. Era como si hubieran desaparecido, no ya los hombres, sino la nacion, que marchaba con el menton rigido, la boca arrogante, el pelo rubio, blancos de piel, con el pecho de granito.
Que extraordinario parecido guardaban con aquella muchedumbre triste e infeliz de hombres feos, nacidos de madres rusas, que los alemanes empujaban a golpes de varillas y bastones en los campos de prisioneros de guerra occidentales, en otono de 1941. De vez en cuando, de los bunkeres y los sotanos llegaba el sonido de un disparo, y la multitud que iba hacia el Volga helado, como un solo hombre, comprendia el significado de aquellos disparos.
El teniente coronel Mijailov seguia observando al mariscal de campo que estaba sentado a su lado. El conductor, en cambio, le miraba de reojo por el retrovisor. Mijailov veia la mejilla larga y hundida de Paulus, el conductor le veia la frente, los ojos, los labios fruncidos en su mutismo.
Pasaban por delante de armas con canones apuntando al cielo, de tanques en cuyas corazas lucian cruces, camiones cuyos toldos chasqueaban, al viento, carros blindados y piezas autopropulsadas.
El cuerpo de hierro del 6° Ejercito, sus musculos, estaban atrapados en el hielo de la tierra. Delante de el desfilaban lentamente los hombres, y daba la impresion de que tambien ellos estuvieran a punto de inmovilizarse, congelarse, abandonarse al hielo.
Mijailov, el conductor y el soldado de escolta estaban a la espera de que Paulus dijera algo, llamara a alguien, mirara alrededor. Pero el mariscal de campo seguia callado y nada permitia entender adonde miraban sus ojos, ni lo que estos comunicaban a las profundidades donde vive el corazon del hombre.
?Temia Paulus que le vieran sus soldados o, por el contrario, era lo que deseaba?
De repente Paulus se volvio hacia Mijailov y pregunto:
– Sagen Sie bitte, was ist es, «majorka»? [119]
Pero aquella inesperada pregunta no ayudo a Mijailov a comprender cuales eran los pensamientos de Paulus. Al mariscal de campo le preocupaba si comeria sopa cada dia, si dormiria en una habitacion caldeada y si tendria que fumar.
49
Del sotano de una casa de dos plantas, donde otrora estuvo ubicado el cuartel general de la Gestapo, los prisioneros de guerra alemanes sacaban a la calle cuerpos inertes de rusos.
Algunas mujeres, viejos y ninos estaban quietos, a pesar del frio, al lado del centinela y observaban a los alemanes depositar los cadaveres sobre la tierra helada.
La mayoria de los alemanes realizaba su trabajo con opresion de total indiferencia, arrastrando los pies al caminar y respirando, resignados a su suerte, el hedor de los muertos.
Solo uno de ellos, un joven con capote de oficial, se habia cubierto nariz y boca con un panuelo sucio y sacudia