Y en esa nueva y ultima despedida, cuando a traves de la puerta entreabierta el viento humedo y frio de la calle se mezclo con el calor de la casa, cuando la piel aspera y curtida de la pelliza rozo con la seda perfumada de la bata, ambos sintieron que sus vidas, hasta ahora una sola cosa, se escindian en dos y la angustia les abraso los corazones.

23

Yevguenia Nikolayevna Shaposhnikova, la hermana menor de Liudmila, se habia instalado en Kuibishev con una vieja alemana, Jenny Guenrijovna Guenrijson, que hacia mucho tiempo habia trabajado como institutriz en casa de los Shaposhnikov.

A Yevguenia Nikolayevna le resultaba extrano, despues de Stalingrado, compartir una pequena habitacion tranquila con una viejecita que no dejaba de asombrarse de como una nina con dos trenzas se habia convertido en una mujer adulta.

Jenny Guenrijovna vivia en un cuartucho sombrio que en un tiempo habia estado destinado al servicio en aquel enorme piso que habia pertenecido a unos comerciantes. Ahora en cada habitacion vivia una familia, y cada habitacion estaba dividida con ayuda de biombos, cortinas, alfombras, respaldos de sofas en rincones y esquinas, donde se dormia, comia, recibia a invitados, y donde la enfermera ponia inyecciones a un anciano paralitico.

Por la noche la cocina zumbaba con las voces de los inquilinos.

A Yevguenia Nikolayevna le gustaba aquella cocina con las bovedas llenas de hollin y el fuego rojo negro de los hornillos de petroleo.

Entre la lenceria que se secaba en los cordeles se oia el alboroto de los inquilinos en batas, chaquetones guateados, guerreras. Los cuchillos resplandecian. Las mujeres que estaban lavando arrodilladas ante las tinas y los barrenos levantaban nubes de vapor. La amplia cocina nunca se encendia y sus lados recubiertos de azulejos blanquecian frios como laderas nevadas de un volcan hace tiempo extinguido.

En el apartamento vivia la familia de un estibador que habia partido para el frente, un ginecologo, un ingeniero de una fabrica de armamento, una madre soltera que trabajaba como cajera en una tienda, la viuda de un peluquero caido en el frente, el administrador de una oficina de correos y, en la habitacion mas grande, la antigua sala de estar, vivia el director de una policlinica.

El apartamento era espacioso, como una ciudad, e incluso tenia a su loco, un viejecito silencioso con ojos de cachorro manso y amable.

Vivian todos hacinados, pero al mismo tiempo aislados; se enfadaban, luego se reconciliaban; encubrian los detalles de sus vidas para luego compartir con sus vecinos todas y cada una de sus cuestiones intimas.

A Yevguenia Nikolayevna le entraban ganas de retratar no tanto los objetos y los habitantes de la casa, como el sentimiento que suscitaban en ella. Se trataba de un sentimiento tan enrevesado y dificil que ni siquiera un gran artista podria pintarlo. Surgia de la fusion de la potente fuerza militar del pueblo y del Estado con aquella cocina oscura y misera, con sus chismes y mezquindades; de una union donde convivia el acero mortal de las armas con las cacerolas de cocina y las mondas de patatas. La expresion de ese sentimiento romperia toda linea, alteraria los contornos, y tomaria la forma en una relacion aparentemente absurda de imagenes fragmentarias y manchas luminosas.

La viejecita Guenrijson era una criatura timida, docil y servicial. Llevaba un vestido negro con un cuello blanco y tenia las mejillas siempre sonrosadas a pesar de su hambre persistente.

En su mente habitaban recuerdos de las travesuras de Liudmila cuando esta era una colegiala de primer curso, de los balbuceos infantiles de la pequena Marusia, y de como Dmitri con dos anos habia entrado una vez en el comedor vestido con su delantalito y gritando: «Hora de nam-nam, hora de nam-nam».

Ahora Jenny Guenrijovna trabajaba como empleada domestica para la familia de una dentista: cuidaba de la madre enferma de la patrona. A veces la dentista viajaba por la region durante cinco o seis dias por mandato del Departamento de Sanidad; en aquellas ocasiones Jenny Guenrijovna se quedaba a dormir en su casa para ayudar a la vieja invalida que, despues de la ultima apoplejia, apenas lograba mover las piernas.

Jenny no tenia ningun sentido de la propiedad, y no hacia mas que excusarse ante Yevguenia Nikolayevna, a quien pedia permiso para abrir la ventana de ventilacion a fin de que su viejo gato tricolor pudiera dar rienda suelta a su celo. Sus intereses y preocupaciones principales estaban centrados en el gato: temia molestar a los vecinos.

Un vecino de piso, el ingeniero Draguin, que regentaba un taller, miraba con cruel mofa su cara arrugada, su talle esbelto y seco como el de una nina, sus quevedos que le colgaban de un cordon negro. A la naturaleza plebeya de aquel vecino le sublevaba que la vieja permaneciera fiel a sus recuerdos del pasado y que contara con sonrisa idiota y beata como antes de la Revolucion llevaba a pasear en carroza a sus pupilos, asi como sus dias como dama de compania de madame en sus viajes a Venecia, Paris y Viena. Muchos de los «pequenos» que habia educado habian luchado junto a los generales blancos Denikin o Wrangel durante la guerra civil y habian sido asesinados por soldados rojos, pero a la viejecita solo le interesaban los recuerdos sobre la escarlatina, difteria o colitis que habian padecido de pequenos.

Yevguenia Nikolayevna le decia a Draguin:

– Nunca he conocido a nadie tan dulce y sumiso. Creame, es la mejor persona de todos los que vivimos en este piso.

Draguin miraba a los ojos de Yevguenia Nikolayevna con un descaro tipicamente masculino y respondia:

– Canta, pajarito, canta. Camarada Shaposhnikova, usted se ha vendido a los alemanes por unos pocos metros cuadrados.

Jenny Guenrijovna, al parecer, no amaba a los ninos sanos. A menudo hablaba a Yevguenia Nikolayevna de su pupilo mas enclenque, el hijo de un obrero judio. Todavia conservaba sus dibujos y cuadernos y siempre rompia a llorar cuando describia la muerte de este pacifico nino.

Hacia muchos anos desde que habia vivido con los Shaposhnikov, pero se acordaba de todos los nombres y motes de los ninos, y lloro cuando se entero de la muerte de Marusia; habia empezado a escribir una carta para Aleksandra Vladimirovna, que ahora estaba en Kazan, pero nunca habia conseguido terminarla.

A las huevas de lucio les llamaba caviar y contaba a Zhenia que antes de la guerra los ninos desayunaban una taza de caldo fuerte y una loncha de carne de ciervo.

Daba casi toda su racion a su gato, al que llamaba «mi nino plateado». El gato la queria con locura y, aunque era un animal salvaje y desconfiado, al ver a la viejecita se transformaba en una criatura carinosa y alegre.

Draguin a menudo la interrogaba sobre cual era su opinion respecto a Hitler: «Entonces, ahora seguro que estara contenta, ?no es cierto?»; pero la astuta viejecita se habia declarado antifascista y tildaba al Fuhrer de canibal.

Apenas servia para algo: no sabia lavar ni cocinar, y cuando iba a la tienda para comprar cerillas, el vendedor siempre se las ingeniaba para cortar de su cupon las provisiones mensuales de carne y azucar.

Decia que los ninos actuales no se parecian en nada a los ninos de la epoca que ella llamaba «de paz». Todo habia cambiado, incluso los juegos: las ninas del tiempo «de paz» jugaban al aro, al diabolo con palos lacados, o con una pelota colorada medio deshinchada que llevaban en una redecilla blanca de la compra. Los de hoy, sin embargo, jugaban al voleibol, nadaban estilo crol, en invierno se ponian pantalones de esqui para jugar a jockey, gritaban y silbaban.

Sabian mas que la propia Jenny Guenrijovna sobre alimentos, abortos y maneras fraudulentas de adquirir cartillas de racionamiento, sobre tenientes y tenientes coroneles que traian del frente manteca y conservas a otras mujeres que no eran las suyas.

A Yevguenia Nikolayevna le gustaba escuchar los recuerdos de la vieja alemana sobre sus anos de infancia, su padre, su hermano Dmitri, del que Jenny Guenrijovna se acordaba especialmente bien: a menudo enfermaba de tosferina y difteria.

Un dia Jenny Guenrijovna le dijo:

– Me acuerdo de la ultima familia para la que trabaje en 1917. El monsieur era ministro de Hacienda, se paseaba por el comedor y decia: «Estamos acabados, queman las fincas, han parado las fabricas, la moneda se devalua, saquean las cajas de caudales». Y les paso exactamente igual que a ustedes, toda la familia se disperso. Monsieur, madame y mademoiselle huyeron a Suecia, mi pupilo se fue como voluntario con el general Kornilov, y

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