el para que la firme.
– Bien -dijo Novikov, firmando la solicitud-. Quiero que cada brigada compruebe sus armas antiaereas. Es posible que se produzcan ataques aereos una vez dejemos Saratov. -He dado ordenes en ese sentido al Estado Mayor. -No es suficiente. Quiero que sea responsabilidad personal de los comandantes de los convoyes, que hagan un informe para las 16 horas. En persona.
– Ha llegado la confirmacion del nombramiento de Sazonov como comandante de brigada del Estado Mayor. - Que rapido -dijo Novikov.
En lugar de apartar la mirada, Neudobnov sonreia. Se percataba del enfado y la incomodidad de Novikov.
Normalmente a Novikov le faltaba coraje para defender con teson a las personas que consideraba particularmente idoneas para ostentar cargos de mando. En cuanto se comenzaba a hablar de la lealtad politica de los comandantes, Novikov se desalentaba y de repente la competencia personal de esos oficiales parecia algo irrelevante.
Pero aquel dia no ocultaba su irritacion. No queria resignarse. Mirando fijamente a Neudobnov dijo:
– Es culpa mia. He dado mas importancia a los datos biograficos que a las capacidades militares. En el frente pondremos las cosas en su sitio. Para luchar contra los alemanes se necesita algo mas que un pasado impoluto. Si pasa cualquier cosa, destituire a Sazonov. ?Que se vaya al diablo!
Neudobnov se encogio de hombros.
– Personalmente no tengo nada en contra de ese calmuco de Basangov -dijo-, pero hay que dar preferencia a un ruso. La amistad entre los pueblos es un asunto sagrado, pero comprendalo, entre la poblacion de las minorias nacionales hay un alto porcentaje de hombres poco fiables o claramente hostiles.
– Tendriamos que haber pensado en eso en 1937 -dijo Novikov-. Conoci a un hombre, Mitka Yevseyev, que siempre gritaba: «Soy ruso, eso ante todo». No le sirvio de nada: lo metieron en la carcel.
– Cada cosa a su tiempo -dijo Neudobnov-. En la carcel acaban los canallas, los enemigos, no meten a nadie asi como asi. En el pasado firmamos el tratado de paz de Brest-Litovsk con los alemanes, y aquello era bolchevismo. Ahora el camarada Stalin nos ha ordenado aniquilar a los invasores alemanes que han atacado nuestra patria sovietica, del primero al ultimo. Y esto tambien es bolchevismo.
Y anadio en un tono de voz aleccionador:
– El bolchevique de nuestros tiempos es ante todo un patriota ruso.
Todo aquello irritaba a Novikov. El se habia trabajado su lealtad a la patria rusa a costa de sufrimientos en los duros dias de guerra, mientras que Neudobnov parecia haberla tomado prestada en alguna oficina a la que el no tenia acceso.
Continuo hablando con Neudobnov, pero se sentia irritado, pensaba en mil cosas diferentes, se inquietaba. Las mejillas le ardian como por efecto del sol y el viento, y el corazon le latia con fuerza, sin querer calmarse. Era como si un batallon marchara sobre su corazon, como si miles de botas golpearan las palabras: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».
En la puerta del compartimento asomo Vershkov que, enfatizando el perdon ya otorgado a Novikov con el tono melifluo de su voz, dijo:
– Camarada coronel, permitame que le diga que el cocinero no me deja en paz; dice que hace mas de dos horas que la comida esta lista.
– Muy bien, pero que sea rapido.
Sin mas dilacion entro el cocinero, empapado en sudor, y con una expresion que era mezcla de sufrimiento, felicidad y ofensa comenzo a disponer los platitos con salazones procedentes de los Urales.
– A mi deme una botella de cerveza -pidio Neudobnov, languido.
– Por supuesto, camarada general -respondio contento el cocinero.
Novikov sentia tantas ganas de comer despues de su largo ayuno que las lagrimas brotaron en sus ojos. «El senor comandante se ha olvidado de lo que es comer», le vino a la cabeza y recordo el reciente lila de Persia gelido.
Novikov y Neudobnov miraron al mismo tiempo por la ventana: a lo largo de la via, un tanquista borracho sostenido por un miliciano que llevaba un fusil en bandolera avanzaba dando bandazos y tropezando, lanzando gritos penetrantes. El tanquista trataba de zafarse y golpear al miliciano, pero este lo tenia firmemente agarrado por los hombros. Entonces el militar, en cuya cabeza debia de reinar una confusion total, olvido sus ansias de pelea y empezo a besar la mejilla del miliciano con una ternura repentina.
– Averigue que es ese escandalo e informeme enseguida -ordeno Novikov a su ayudante de campo.
– Hay que fusilar a ese canalla alborotador -dijo Neudobnov corriendo la cortina.
En la cara sencilla de Vershkov se reflejo un sentimiento complejo. Ante todo lamentaba que el comandante del regimiento perdiera el apetito. Pero al mismo tiempo compadecia al tanquista, una compasion que encerraba diferentes matices: diversion, aprobacion, admiracion de camarada, ternura paternal, tristeza, sincera inquietud.
– ?A sus ordenes! -dijo, pero al instante improviso-: Su madre vive aqui, estaba desconcertado, queria despedirse de la viejita con un poco de calor, tal vez demasiado apasionado… Los rusos no tienen sentido de la medida, y el ha calculado mal la dosis.
Novikov se rasco la nuca, luego se acerco el plato. «?De eso nada! No volvere a abandonar el convoy», penso, mientras su mente se dirigia hacia la mujer que le esperaba.
Guetmanov regreso poco antes de la partida del convoy, acalorado y alegre; rechazo la cena, y se limito a pedir al ordenanza que le abriera una botella de gaseosa de mandarina, su preferida. Se quito las botas con un gemido, se recosto en el divan, y cerro la puerta del compartimento con el pie.
Comenzo a contar a Novikov las novedades que un viejo camarada, secretario de un obkom, le habia explicado; habia vuelto de Moscu el dia antes y habia sido recibido por uno de esos hombres que tienen un lugar asignado en el mausoleo de la Plaza Roja los dias de fiesta, aunque no se situan junto al microfono al lado de Stalin. Aquel hombre obviamente no lo sabia todo y, huelga decirlo, no habia contado todo lo que sabia al secretario del obkom, al que habia conocido en la epoca en que solo era un instructor de raikom en una pequena ciudad a orillas del Volga. El secretario del obkom, no sin antes ponderar en una pesa invisible a su interlocutor, le habia narrado una pequena parte de lo que habia oido. Y a su vez Guetmanov conto a Novikov una pequena parte de lo que le habian contado…
Sin embargo, aquella noche Guetmanov hablo a Novikov en un tono particularmente confidencial, que nunca antes habia utilizado con el. Parecia que daba por hecho que estaba al tanto de los secretos de los grandes: que Malenkov gozaba de un enorme poder ejecutivo, que Beria y Molotov eran las unicas personas que tuteaban al camarada Stalin, y que al camarada Stalin le disgustaban enormemente las iniciativas personales no autorizadas; que al camarada Stalin le gustaba el suluguni, un queso georgiano; que dado el mal estado de la dentadura del camarada Stalin este siempre mojaba su pan en vino; que, entre otras cosas, tenia la cara picada por la viruela que habia tenido de nino; que el camarada Molotov hacia tiempo que habia perdido su posicion de numero dos del Partido, que en los ultimos tiempos Iosif Vissarionovich no tenia en demasiada estima a Jruschov y que incluso hacia poco le habia gritado a voz en cuello por telefono…
El tono confidencial de aquellas observaciones sobre personas que ostentaban una posicion de privilegio de poder supremo dentro del Estado -sobre la manera en que Stalin habia bromeado persignandose durante una conversacion con Churchill, sobre el descontento de Stalin por la confianza desmedida de uno de sus mariscales en si mismo-, parecia mas importante que ciertas palabras veladas del hombre del mausoleo, palabras que Novikov codiciaba y que su alma casi podia adivinar… Si, se estaba acercando el momento de la ofensiva. Con una risa burlona interna de estupida autocomplacencia de la que enseguida se avergonzo, Novikov penso: «Vaya, parece que formo parte de la nomenklatura».
Sin previo aviso, el convoy se puso en marcha.
Novikov salio a la plataforma del vagon, abrio la puerta y fijo la mirada en la oscuridad en que estaba sumergida la ciudad. Y de nuevo oyo botas de infanteria marchando sobre su corazon con el incesante retumbo: «Zhenia, Zhenia, Zhenia». Desde la cabeza del tren le llegaron, a traves del estruendo, fragmentos de la cancion de Yermak.
El estampido de las ruedas de acero sobre los railes, el rechinar de los vagones que transportaban velozmente al frente masas de acero de los tanques, las voces jovenes que cantaban, el viento frio del Volga, el inmenso cielo estrellado, todo afloraba con nuevos matices, distintos a cuantos percibiera un segundo antes, a aquello que habia sentido en el transcurso del primer ano de guerra. En su alma resplandecia una arrogante alegria, una sensacion