ascendian del mar. A lo lejos, la cola de una tormenta cabalgaba hacia el horizonte. Irene cerro los ojos y escucho el sonido del mar a su alrededor. Cuando los abrio de nuevo, todo seguia alli. Era real.
Una vez encauzado el rumbo, poco mas le quedaba a Ismael que contemplar a Irene, que parecia estar bajo los efectos de un encantamiento marino. Con metodologia cientifica, inicio su observacion por sus palidos tobillos, ascendiendo lenta y concienzudamente hasta detenerse en el punto en que la falda velaba con inusitada impertinencia la mitad superior de los muslos de la muchacha. Procedio entonces a evaluar la afortunada distribucion de su esbelto torso. Este proceso se prolongo por un espacio indefinido de tiempo hasta que, inesperadamente, sus ojos se posaron sobre los de Irene e Ismael advirtio que su inspeccion no habia pasado desapercibida.
– ?En que estas pensando? -pregunto ella.
– En el viento -mintio impecablemente Ismael-. Esta cambiando y se desplaza hacia el sur. Suele ocurrir cuando hay tormenta. He pensado que te gustaria rodear el cabo primero. La vista es espectacular.
– ?Que vista? -pregunto inocentemente Irene. Esta vez no habia duda, penso Ismael; la muchacha le estaba tomando el pelo. Haciendo caso omiso de las ironias de su pasajera, Ismael llevo el velero hasta el vertice de la corriente que bordeaba el arrecife a una milla del cabo. Tan pronto rebasaron la frontera, sus ojos pudieron contemplar la inmensidad de la gran playa desierta y salvaje que se extendia hasta las neblinas que envolvian el monte Saint Michel, un castillo que se alzaba entre la bruma.
– Esa es la Bahia Negra -explico Ismael-. La llaman asi porque sus aguas son mucho mas profundas que en Bahia Azul, que es basicamente un banco de arena de apenas siete u ocho metros de profundidad. Un varadero.
A Irene toda aquella terminologia marina le sonaba a mandarin, pero la rara belleza que desprendia aquel paraje le erizaba el vello de la nuca. Su mirada reparo en lo que parecia una oquedad en la roca, unas fauces abiertas al mar.
– Esa es la laguna -dijo Ismael-. Es corno un ovalo cerrado a la corriente y conectado al mar por una estrecha abertura. Al otro lado esta la Cueva de los Murcielagos. Es ese tunel que se adentra en la roca, ?ves? Al parecer, en 1746 una tormenta empujo un galeon pirata hacia ella. Los restos del barco, y de los piratas, siguen alli.
Irene le dedico una mirada esceptica. Ismael podia ser un buen capitan, pero en lo relativo a mentir era un simple grumete.
– Es la verdad -matizo Ismael-. Yo voy a bucear a veces. La cueva se adentra en la roca y no tiene fin.
– ?Me llevaras alli? -pregunto Irene, fingiendo creer la absurda historia del corsario fantasma.
Ismael se sonrojo levemente. Aquello sonaba a continuidad. A compromiso. En una palabra, a peligro.
– Hay murcielagos. De ahi el nombre… -advirtio el chico, incapaz de encontrar un argumento mas disuasorio.
– Me encantan los murcielagos. Ratitas voladoras -senalo ella, empenada en seguir tomandole el pelo.
– Cuando quieras -dijo Ismael, bajando las defensas.
Irene le sonrio calidamente. Aquella sonrisa desconcertaba totalmente a Ismael. Por unos segundos no recordaba si el viento soplaba del norte o si la quilla era una especialidad de reposteria. Y lo peor era que la muchacha parecia advertirlo. Tiempo para un cambio de rumbo. En un golpe de timon, Ismael viro practicamente en redondo al tiempo que volteaba la vela mayor, escorando el velero hasta que Irene sintio la superficie del mar acariciando su piel. Una lengua de frio. La muchacha grito entre risas. Ismael le sonrio. Todavia no sabia muy bien que era lo que habia visto en ella, pero estaba seguro de una cosa: no podia quitarle los ojos de encima.
– Rumbo al faro -anuncio.
Segundos mas tarde, cabalgando sobre la corriente y con la mano invisible del viento a sus espaldas, el
A media manana de aquel dia, Simone Sauvelle cruzo las puertas de la biblioteca personal de Lazarus Jann, que ocupaba una inmensa sala ovalada en el corazon de Cravenmoore. Un universo infinito de libros ascendia en una espiral babilonica hacia una claraboya de cristal tintado. Miles de mundos desconocidos y misteriosos convergian en aquella infinita catedral de libros. Por unos segundos, Simone contemplo boquiabierta la vision, su mirada atrapada en la neblina evanescente que danzaba en ascenso hacia la boveda. Tardo casi dos minutos en advertir que no estaba sola alli.
Una figura pulcramente trajeada ocupaba un escritorio bajo un rayo de luz que caia en vertical desde la claraboya. Al oir sus pasos, Lazarus se volvio y, cerrando el libro que estaba consultando, un viejo tomo de aspecto centenario encuadernado en piel negra, le sonrio amablemente. Una sonrisa calida y contagiosa.
– Ah, madame Sauvelle. Bienvenida a mi pequeno refugio -dijo, incorporandose.
– No deseaba interrumpido…
– Al contrario, me alegro de que lo haya hecho -dijo Lazarus-. Queria hablar con usted acerca de un pedido de libros que deseo hacer a la firma de Arthur Francher…
– ?Arthur Francher, en Londres? El rostro de Lazarus se ilumino. -?La conoce?
– Mi esposo solia comprar libros alli en sus viajes. Budington Arcade.
– Sabia que no podia haber escogido persona mas idonea para este puesto -dijo Lazarus, sonrojando a Simone.
»?Que tal si discutimos esto en torno a una taza de cafe? -invito.
Simone asintio timidamente. Lazarus sonrio de nuevo y devolvio el grueso tomo que sostenia en las manos a su lugar, entre cientos de otros volumenes semejantes. Simone lo observo mientras lo hacia y sus ojos no pudieron dejar de advertir el titulo que podia leerse labrado a mano sobre el lomo. Una sola palabra, desconocida e inidentificable:
Dopplelganger
Poco antes del mediodia, Irene vislumbro el islote del faro a proa. Ismael decidio rodeado para acometer la maniobra de aproximacion y atracar en una pequena ensenada que albergaba el islote, rocoso y arisco. Para entonces, Irene, gracias a las explicaciones de Ismael, ya estaba mas versada en las artes navegatorias y en la fisica elemental del viento. De este modo, siguiendo sus instrucciones, ambos lograron capear el empuje de la corriente y deslizarse entre el pasillo de acantilados que conducia al viejo embarcadero del faro.
El islote era apenas un pedazo de roca desolada que emergia en la bahia. Una considerable colonia de gaviotas anidaba alli. Algunas de ellas observaban a los intrusos con cierta curiosidad. El resto emprendio el vuelo. A su paso, Irene pudo ver antiguas casetas de madera carcomidas por decadas de temporales y abandono.
El faro en si era una esbelta torre, coronada por una linterna de prismas, que se erguia sobre una pequena casa de apenas una planta, la vieja vivienda del farero.
– Aparte de mi, las gaviotas y algun que otro cangrejo, nadie ha venido aqui en anos -dijo Ismael.
– Sin contar al fantasma del buque pirata -bromeo Irene.
El muchacho condujo el velero hasta el embarcadero y salto a tierra para asegurar el cabo de proa. Irene siguio su ejemplo. Tan pronto el
– Ven. Si te gustan las historias de fantasmas, esto te va a interesar…
Ismael abrio la puerta de la casa del faro e indico a Irene que lo precediese. La muchacha se adentro en la vieja vivienda y sintio como si acabase de dar un paso de dos decadas hacia el pasado. Todo seguia intacto, bajo una capa de niebla formada por la humedad de anos y anos. Decenas de libros, objetos y muebles permanecian intactos, como si un fantasma se hubiese llevado al farero de madrugada. Irene miro a Ismael, fascinada.
– Espera a ver el faro -dijo el.
El muchacho la tomo de la mano y la condujo hacia la escalera que ascendia en espiral hasta la torre del faro. Irene se sentia como una intrusa al invadir aquel lugar suspendido en el tiempo y, a la vez, como una aventurera a punto de desvelar un extrano misterio.
– ?Que paso con el farero?
Ismael se tomo su tiempo para responder. -Una noche cogio su bote y dejo el islote. No se molesto ni en recoger sus cosas.