No pudimos evitar reir a carcajadas al reconocer en nuestro desdichado prisionero a Su Obesidad el senor alcalde de La Bisbal. El barullo y las carcajadas alcanzaron tal volumen que el teniente Gunther se desperto sobresaltado. Se levanto, se restrego los ojos con ambas manos y bostezo. Brockendorf siguio dormido, roncando tan ferozmente como si quisiera hacer saltar la puerta de la habitacion con sus resoplidos.

– ?Que pasa? -pregunto Gunther medio dormido, alisandose los cabellos.

Ante nuestra ruidosa alegria, el alcalde torcio el gesto en una sonrisa agria, estrujo su gorra con las manos, entre irritado y turbado, y puso cara de haber bebido vinagre creyendo que era anis.

– Senores -dijo-, a todos nos gusta ir a labrar alguna noche un huerto que no sea el propio.

Miro nuestros rostros risuenos uno tras otro. Se veia el esfuerzo que le costaba reprimir su enojo.

– Hay en nuestra ciudad mujeres mucho mas hermosas que las damas que por las noches se reclinan contra las columnas de los soportales del Palais Royal -afirmo, tan orgulloso de que en su ciudad hubiese mujeres tan hermosas, como de haber visto mucho mundo y hallarse casi tan familiarizado con Paris como con La Bisbal.

– Pues yo hasta ahora no he visto gran cosa por las calles -dijo Eglofstein desdenoso.

– ?Eso no es mas que salvado! -exclamo prontamente el alcalde-. Lo que habeis visto es para nosotros nada mas. Pero para los senores oficiales yo se donde hay harina fina y blanca.

– Si, si, harina blanca -dijo Donop despreciativo-. Querreis decir el albayalde y el arrebol con el que las mujerzuelas se embadurnan las arrugas, por debajo de las cuales parece aquello una piel de buey sin curtir. Si lo sabre yo.

– ?No deberia usted decir esas cosas, senor! -dijo el alcalde, resentido-. Ya vera cuando conozca a la Monjita: no encontrara en sus carrillos ni albayalde ni cosa alguna. Solo tiene diecisiete anos, pero los hombres andan detras de ella como las moscas detras de la miel.

– ?Pues que venga para aqui! -exclamo de repente Brockendorf desde su rincon, pues al oir hablar de mujeres se habia espabilado al momento-. ?Diecisiete anos! Siento la sangre como la cal viva cuando le echan agua.

– ?Quien es esa Monjita? -pregunto Eglofstein, torciendo los labios-. ?La hija de un sastre? ?La moza de un peluquero?

– Su padre es un hidalgo, senor, uno de esos que quieren que todo el mundo los respete como a ilustres senorias pero que son tan pobres que no tienen ni para comprarse una camisa. Corren tiempos malos, y no hay quien pueda con tantos impuestos y gabelas. Para el sera un gran honor ver que su hija merece las atenciones de los senores oficiales.

– ?Que oficio tiene? ?Por que no lo manda al diablo si no le sirve para ganarse el pan? -quiso saber Donop.

– Pinta cuadros -informo el alcalde-. Cuadros de emperadores, reyes, profetas y apostoles, que pone a la venta a la puerta de la iglesia y por las noches en los mesones. Es muy manoso; pinta de todo, sea hombre o animal: a san Roque lo pinta con un perro, a san Nicasio con un raton y a san Pablo Ermitano con un cuervo.

– ?Y la hija? -pregunto Gunther-. Si no tiene mas que diecisiete anos… Las mujeres de este pais, a esa edad, son como las gaitas en nuestra tierra. Gritan en cuanto se les pone la mano encima.

– La hija -dijo el alcalde- mira con agrado a los senores oficiales.

– Entonces ?allons! ?Adelante! ?Que estamos esperando? -exclamo Brockendorf lleno de entusiasmo-. Si tiene un huertecillo, yo quiero labrarlo.

– Ya se ha hecho muy tarde para ir hoy -objeto el alcalde, echando una mirada preocupada al borracho Brockendorf-. Podemos dejarlo para otra ocasion, senores, quiza para manana despues del almuerzo. A estas horas, el senor don Ramon de Alacho ya se habra acostado. A mi entender, por hoy lo mejor sera que nos vayamos todos a dormir.

– ?Ha terminado usted? -le espeto Eglofstein, imperioso-. ?Si? Entonces no vuelva a hablar hasta que se le pregunte. ?En marcha! ?Tome la linterna y guienos! ?Salignac! -dijo dirigiendose al capitan de la Guardia, que, intranquilo, no paraba de andar de un lado al otro de la habitacion-. ?Nos acompana?

El capitan Salignac se detuvo y sacudio la cabeza.

– Me quedo a esperar a mi sirviente. Aunque le dije que se quedara, se ha marchado. ?Podria decirme, baron, adonde se fue?

– ?Camarada! -dijo Eglofstein, echandose el capote sobre los hombros-. No anduvo usted afortunado en la eleccion de su companero de viaje. Su sirviente era un ladron. Esta manana le robo la bolsa a uno de mis hombres. La llevaba encima, pero los taleros ya no estaban.

Salignac no se sorprendio ni se asombro lo mas minimo.

– ?Lo ha hecho usted ahorcar? -pregunto, sin levantar la cabeza.

– Se equivoca, camarada. Lo hemos hecho fusilar ahi afuera, en el patio. El carpintero no tendra lista la horca hasta la semana que viene.

La respuesta del capitan fue realmente singular. Muchas veces, en dias posteriores, me acorde de ella sin poderlo evitar.

– Lo sabia -dijo-. Hasta ahora, nadie que haya hecho un trozo de camino a mi lado ha vivido mucho tiempo.

Nos volvio la espalda y continuo su recorrido por la habitacion.

Salimos de la estancia detras del alcalde y, envueltos en nuestros capotes, empezamos a caminar, uno sobre las huellas del otro, por las callejas cubiertas de nieve. Subimos por la Calle de las Arcadas, y a continuacion recorrimos la Calle de los Carmelitas y la calle Ancha, lo amplia para que pudieran cruzarse dos carros. Las calles estaban tranquilas y desiertas, pues hacia un buen rato que habia acabado la Misa del gallo. Pasamos por delante de la iglesia de Nuestra Senora del Pilar y de la Torre de la Gironella, y alcanzamos una plaza en la que se alzaban seis estatuas de santos en piedra, de tamano natural.

Anduvimos en silencio, temblando de frio. El alcalde no paraba de hablar; cada cien pasos se paraba y senalaba, con su bastoncillo guarnecido de plata, a esta o la otra casa. Aqui, nos conto, vivio hasta hace un ano un hombre que tenia un primo que habia sido consejero real en el Tribunal. Tambien habia vivido un tiempo en la ciudad un juez del Real Tribunal de Indias, un tal don Antonio Fernandez, asi se llamaba el hombre. En este otro lugar, siguio contandonos, el arzobispo de Zaragoza habia tenido que esperar una vez durante una hora bajo el sol, pues uno de los caballos de su coche habia perdido una herradura. En la pequena vaqueria que habia a la derecha de la iglesia se habia producido el ano pasado un incendio en el que habia perdido la vida la esposa del propietario. Y en aquella otra tienda los caballeros podrian adquirir todo cuanto un oficial necesitaba para su servicio.

Ante la iglesia, el alcalde se detuvo, hizo una inclinacion, se santiguo y nos mostro un papel sujeto a medias a la puerta de la iglesia y que aleteaba al viento.

– Aqui -nos explico- estan escritos, para publica humillacion, los nombres de todos aquellos ciudadanos que han faltado a la vigilia o no se confesaron el domingo pasado. Es que nuestro senor cura…

– ?Ojala se te seque la lengua a ti y a tu senor cura! -le grito Gunther, enfurecido-. ?Para que nos tienes aqui de planton delante de la iglesia, con la nieve que esta cayendo y el frio que hace? ?Venga, en marcha! ?Al trote! ?No hemos venido contigo para que nos des lecciones de catecismo!

De repente enmudecio, porque al reanudar la marcha tropezo con una muia muerta que habia en medio de la calle y fue a dar en el suelo cubierto de nieve. Con las ropas totalmente empapadas, se incorporo y empezo a maldecir ferozmente a Espana, el pais y sus habitantes, a los que culpaba de su tropiezo.

– ?Que pais de porqueria y de holgazanes! ?Las calles llenas de estiercol, el hierro de orin, los panos de polillas, la madera de carcoma, y los campos de malas hierbas!

– Y fijaos en la luna, la muy cretina, ni siquiera ella es capaz de hacer las cosas como esta mandado -le secundo Brockendorf-. Ayer estaba enjuta como un arenque y hoy parece un cerdo cebon.

Entretanto, habiamos llegado por fin a la residencia de don Ramon de Alacho, el padre de la Monjita. La casa era baja y estaba descuidada, y se encontraba justo enfrente de las seis estatuas de santos de la plaza.

Gunther echo mano al picaporte y golpeo la puerta ruidosamente.

– ?Ah de la casa! ?Senor don Ramon! ?Abra! ?Han venido invitados!

En la casa todo permanecio en silencio. Los copos de nieve empezaron a caer mas espesos y a quedarsenos enganchados en los capotes y las gorras.

– ?Animo! ?Hundamos la puerta! -lo azuzo Brockendorf, dando palmadas con las manos a causa del frio-. Venga, vamos a reventarlo, no creo que sea tan recia como las lineas inglesas aquella vez, en Torre Vedras.

– ?Abra, senor de Villamodorra del Ronquido! -grito Gunther, aporreando la puerta con el picaporte-. ?Abra o

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