el hombro y senalo el lugar que acababamos de dejar.

– ?Miradlo, al muy fanfarron, bravucon y cobarde! -exclamo, dejando desbordar su ira largo rato contenida-. Hace un momento se moria de miedo y ahora quiere demostrarnos las agallas que tiene.

Vimos a Gunther yendo de un lado a otro, con aire fanfarron, por encima del parapeto, como si quisiera ofrecer un blanco a las balas de los guerrilleros. Pero sabia tan bien como nosotros que las balas de los mosquetes espanoles no llegaban tan lejos, y que los guerrilleros no utilizarian la artilleria antes de recibir la senal del marques.

– ?Ojala -exclamo Eglofstein agitando indignado el puno-, ojala al marques de Bolibar se le ocurriera dar la senal justo en este momento!

Eglofstein, divirtiendose con esa idea, se rio solo.

– ?Diablos! ?Eso si que seria divertido! Ver a Gunther bajando de un salto del parapeto a la zanja, mas ligero que una rana tirandose a la charca.

Seguimos andando.

– A proposito, ?donde esta el organo del marques? -pregunto Donop incidentalmente.

– En el convento de San Daniel -respondio Brockendorf-. En la misma sala en la que hemos instalado un taller para fabricar polvora y llenar bombas. Esta noche estoy yo de guardia en el taller. Si quieres, puedes pasarte por alli y probar si tiene buenas octavas.

La asamblea de los santos

Acalorados por el vino, salimos del meson a la calle, y apenas nos habiamos puesto los capotes cuando nos enredamos en una discusion acerca de como ibamos a pasar la tarde. Donop dijo que estaba cansado y que se iba a casa a leer y a dormir un poco. Brockendorf propuso que Eglofstein, quien algunas semanas antes habia cobrado por mediacion del banco Durand de Perpinan una parte de su herencia, hiciera de banca para jugar al faraon. Pero Eglofstein se excuso aduciendo que no tenia tiempo, que tenia que ir a su despacho, por lo menos una hora, para ventilar los asuntos ordinarios del dia.

Brockendorf se enfado y no nos oculto que tenia una opinion muy baja de las tareas de un oficial adjunto, empezando por las que tenian que ver con la escritura.

– No existe en el mundo -dijo- nadie capaz de sacar punta en un dia a todas las plumas que tu estropeas en una hora. Rellenar un pliego tras otro, y todo para que al final el tendero haga con ellos cucuruchos para la canela, el jenjibre o la pimienta.

– Si no escribo hoy vuestras asignaciones -explico Eglofstein-, manana no cobrareis, pues el tesorero no paga nada sin mi autorizacion.

Proseguimos nuestra marcha, andando por el centro de la calle para mantenernos alejados de las casas, pues la nieve fundida chorreaba de los tejados. Un gato jugaba al sol del mediodia con un troncho de col, haciendolo rodar de un lado para otro. Dos gorriones se peleaban, chillando y con el plumaje erizado, por un grano de maiz. A cada paso la nieve fundida nos salpicaba las botas.

Al llegar a la esquina del callejon nos cerro el paso una mula que, con todos los arreos llenos de campanillas y las crines adornadas y trenzadas con cintas de colores, se revolcaba en un charco de nieve para librarse de su albarda. A su lado, el arriero, ora cubriendola de maldiciones, ora colmandola de halagos, intentaba convencerla de que se levantase; tan pronto se despachaba a garrotazos con la bestia como le arrimaba al hocico un punado de hojas secas de maiz; la llamaba ahora tesoro de su vida y al cabo de un momento engendro de Satanas; en fin, hacia todo lo posible, por las buenas y por las malas, para conseguir que el animal siguiera andando. Nosotros contemplamos la escena divertidos, mientras la mula hacia tan poco caso de los esfuerzos de su amo como si se tratase de la tos de una pulga o de las protestas de un piojo.

De improviso Donop lanzo una exclamacion de sorpresa, y vimos a la Monjita pasar veloz por la calle transversal sin advertir nuestra presencia.

En una mano llevaba un cesto, y en la otra el abanico con el que jugaba sin cesar. Sobre los hombros llevaba la mantilla, y en el cabello una fina redecilla de seda. Viendola arremangarse las faldas y andar de puntillas para esquivar los charcos, me parecio por un instante ver pasar furtivamente a mi lado a la difunta Francoise-Marie, enfadada porque ya hacia tanto tiempo -?ay!, mas de un ano- que yo no iba a verla.

– Ahora se va a su casa -dijo Eglofstein-, y le lleva a su padre los restos de la mesa del coronel. Creo que lo hace todos los dias.

Abandonamos al maldiciente propietario de la terca mula y empezamos a seguir a paso lento a la Monjita.

Nos felicitamos de que el azar hubiera puesto en nuestro camino a la hermosa amante del coronel, y resolvimos subir al taller de pintura de su padre y, bajo pretexto de contemplar los cuadros y quiza comprar algun arcangel o apostol, dar un impulso a nuestros propositos con la Monjita.

Unicamente Brockendorf desconfiaba de aquel plan, y durante todo el camino no hizo mas que soltar reproches y amenazas.

– Os lo digo de antemano -gruno-. No pienso comprar ningun san Epifanio ni Porciunculo, aunque me lo dejen por dos cuartos. No doy mas por el retrato de un santo que por un punado de hojas de calabaza. Esta vez no me pasara como en Barcelona, cuando por causa de una cara bonita tuve que acompanaros a aquella misera taberna y beberme luego yo solo las cuatro botellas de vino barato del Cabo porque a vosotros se os antojo hacerle la corte a la sobrina del tabernero.

Entramos en el taller de don Ramon de Alacho, mientras Brockendorf seguia grunendo y calificandose a si mismo de necio redomado por haber venido con nosotros.

A traves de la puerta abierta echamos una mirada a la otra estancia. Alli estaba la que buscabamos. Habia echado la mantilla sobre el respaldo de una silla y estaba poniendo a la mesa fuentes con asado frio, pan, mantequilla y queso. Don Ramon de Alacho surgio de detras de uno de sus cuadros, se inclino del modo ridiculo que ya conociamos y parecio asombrado de vernos en su casa.

Le explicamos que habiamos venido para adquirir algunos de sus cuadros, y el nos dio la bienvenida muy complacido y con palabras corteses.

– Estan en su casa. Quedense cuanto les plazca y acomodense a su gusto.

Habia dos personas mas en la estancia, dos figuras realmente singulares. Un joven de rasgos simplones se hallaba en pie, rigido, con los flacos brazos alzados en gesto suplicante hacia el techo de la estancia, como un serafin de piedra. Era evidente que las mangas del sayal le venian muy cortas y no le llegaban mas alla de los afilados codos. Una vieja que estaba sentada a su lado en un escabel se retorcia las manos como en plena desesperacion; su rostro mostraba una expresion de dolor petrificado; la mujer movia incesantemente la cabeza de un lado a otro, como un somormujo.

Don Ramon acerco a rastras dos de sus cuadros:

– Aqui ven ustedes -nos explico- a san Antonio, y a su alrededor mas de una docena de diablos, algunos de los cuales han tomado la forma de gatos y otros la de murcielagos. -Dejo el cuadro en el suelo y nos mostro el segundo-: Este cuadro representa a san Clemente en el momento de hacer un milagro: cura a un enfermo del bazo tocandolo con un pie.

Brockendorf contemplo con toda atencion a san Clemente, que estaba representado con los simbolos de la dignidad papal.

– Si eso es un milagro -afirmo al cabo de un momento-, entonces yo tambien soy un santo, y no lo he sabido hasta ahora. He hecho muchas veces milagros como ese. A veces no hay nada mejor que un buen puntapie para devolver la salud a los que estan pachuchos.

– Es un buen trabajo, y sera suyo si me paga los gastos del lienzo y la pintura y un poquito mas.

Don Ramon fue sacando, uno tras otro, el resto de sus cuadros, y pronto estuvimos rodeados por todo un concilio de padres de la Iglesia y martires, de apostoles y penitentes, de papas y patriarcas, de profetas y evangelistas que, sosteniendo en sus manos patenas, calices, misales, incensarios, crucifijos y custodias, nos miraban seria y solemnemente, con gesto severo, como si hubieran adivinado las profanas intenciones que nos habian conducido al seno de su santa asamblea.

El pintor ofrecio al capitan Brockendorf la martir toledana Leocadia. Estaba retratada sobre fondo azul, con una tunica roja sembrada de estrellas, y tenia entre las manos un libro abierto.

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