– Reconoceran ustedes en esta santa -explico don Ramon- los rasgos de mi hija, que esta aqui al lado, sentada a la mesa, preparando un emparedado con carne fria y queso. Al senor coronel le gusta la buena cocina, y es generoso. No demasiado queso, hija mia, ya sabes que mata el sabor del asado, que es mas fino. A todas las santas, y tambien a la Virgen, las pinto con la cara de mi hija. -Don Ramon puso en el suelo a la martir Leocadia, junto al resto de los cuadros, y continuo-: Si van ustedes a la iglesia de Nuestra Senora del Pilar, veran en el muro de la derecha, detras de la segunda columna, un retrato de la hermana serafica Teresa pintado por mi. Tambien esa santa tiene los rasgos de la cara de mi hija; es mas, el parecido es muy grande. Y como la santa lleva en ese retrato el habito de las carmelitas reformadas, la gente de la ciudad llama a mi hija «la Monjita», aunque en el bautismo recibio el nombre de Paulita.
Brockendorf contemplaba los retratos de los santos con una atencion y detenimiento que me asombraron.
– ?Tiene usted tambien -pregunto por fin- algun cuadro de santa Susana?
– Es esta, si se refiere usted a la santa que fue decapitada en tiempos del emperador romano Diocleciano por haber rehusado tomar por esposo al hijo de dicho emperador.
– De eso no se nada -afirmo Brockendorf-. Me parece que no estamos hablando de la misma santa Susana.
– No conozco a ninguna otra santa que lleve ese nombre -exclamo el pintor, irritado-. Ni Laurentius Surius, ni Petrus Ribadeira, ni tampoco Simeon Metaphrastes, Johannes Trithenius y Sylvanus de Lapide la mencionan. ?Quien es esa Susana, donde vivio, donde sufrio la muerte y que papa la beatifico?
– ?Como? -pregunto Brockendorf indignado-. ?Es posible que no conozca usted a santa Susana? Me deja pasmado. Es aquella santa que fue sorprendida por dos judios mientras se banaba. La historia la conoce todo el mundo.
– Aun no he pintado esa escena. Y, por lo demas, esa Susana no es una santa, sino una judia de Babilonia.
– Judia o no -decidio Brockendorf, lanzando una elocuente mirada a la Monjita -, ya podria usted haber pintado tambien a la senorita como Susana durante el bano.
– ?Don Ramon! -grito de repente el individuo de los brazos levantados en tono lastimero-. ?Cuanto rato me vais a tener asi de planton por un real y medio? Ya se me han dormido los brazos.
El jorobado tomo enseguida el pincel y desaparecio presuroso detras de su caballete. Y por unos instantes no vimos de el mas que sus piernas de color rojo ladrillo.
– Estas dos personas -le oimos contar- me ayudan en mi trabajo. Estoy pintando un Descendimiento. Este joven representa a Jose de Arimatea, y esta dama a una de las mujeres piadosas de Jerusalen. Y ambos, como ven los senores, lloran la muerte del Redentor.
Jose de Arimatea y la mujer piadosa de Jerusalen nos hicieron una reverencia, sin abandonar por ello su actitud de apasionada denuncia y muda desesperacion.
– La senora -explico don Ramon desde detras del caballete- es una actriz de categoria. En el auto sacramental que pusimos en escena aqui en La Bisbal el ano pasado, represento la figura alegorica de la Santa Confesion. Cosecho muchos aplausos, y se sabia su papel de memoria tan bien como el Padrenuestro.
– En Madrid he hecho tambien papeles de reinas y doncellas -se hizo oir la dama.
Brockendorf, despues de mirarla con ojos escrutadores durante un rato, le dijo:
– Ando buscando a alguien que me lave un par de medias de lana que se me han puesto perdidas con la nieve.
– ?Dadmelas a mi! -dijo la especialista en encarnar reinas y doncellas, cuyos rasgos perdieron por un instante la expresion de dolorosa abnegacion-. El caballero quedara satisfecho de mis servicios.
Entretanto, Eglofstein, Donop y yo habiamos pasado a la otra habitacion; Brockendorf nos siguio. La Monjita seguia ocupada en poner la mesa y colocar en sus correspondientes lugares las fuentes y los platos. La rodeamos por todas partes, igual que la caballeria ligera acosa una posicion enemiga. Y mientras don Ramon seguia trabajando diligente en su Descendimiento, Eglofstein inicio el asalto a la amante de nuestro coronel.
Ninguno de nosotros sabia hablar a las mujeres tan bien como Eglofstein. Sabia hacer uso de su voz como un violinista de su instrumento. Cuando la hacia elevarse temblando, parecia convertirla en portavoz de una apasionada emocion que en realidad su corazon no sentia, y no eran pocas las mujeres con las que tenian exito aquellas malas artes.
Era la primera vez que podiamos hablar a solas con la Monjita, pues hasta entonces nunca la habiamos visto sin el coronel. Eglofstein empezo con toda clase de gentilezas y pequenas zalamerias, que la Monjita parecia escuchar con gusto. Los demas le dejamos hacer y, en silencio, nos limitamos a escuchar como promovia su causa y la nuestra.
Le dijo lo feliz que se sentia de haberla conocido, pues solo la idea de poder verla de vez en cuando le hacia soportable la vida en aquella pequena ciudad.
La Monjita sonrio gozosa. Y su sonrisa, sumada al modo en que sus manos jugaban con una de las flores artificiales de su pelo, hicieron que otra vez, como tantas otras ya, Francoise-Marie surgiera ante mis ojos en su lugar. De repente se me figuro absurdo y peregrino el hecho de que hubieramos de pugnar tanto con nuestras palabras para conquistar a quien ya era nuestra desde hacia tanto tiempo.
– ?Tan pobre ciudad es La Bisbal -pregunto ella- que usted lamenta vivir en ella?
– No es peor que el resto de las ciudades de su pais, pero es que aqui echo a faltar tantas cosas… Por ejemplo, el disfrute de una opera italiana, la compania de gentes de mi igual, los bailes, el casino, paseos en trineo en compania de mujeres hermosas…
Eglofstein se interrumpio, como si quisiera darle a la Monjita el tiempo necesario para representarse con la imaginacion los placeres del gran mundo: bailes, paseos en trineo y la opera italiana. Al cabo de unos instantes prosiguio:
– Pero en su compania no echo a faltar nada de todo eso, y me contento con poder verla.
En aquel momento la Monjita no supo que replicar y se ruborizo de gozo y confusion. Pero don Ramon de Alacho exclamo desde la otra habitacion:
– ?Por que no agradeces debidamente al caballero sus amables palabras?
El descubrimiento de que el padre de la Monjita habia oido cada una de las palabras que acababan de pronunciarse parecio turbar a Eglofstein y arrebatarle la seguridad. Adopto, sin motivo alguno para ello, una actitud vehemente. Y, puesto que la Monjita seguia callada, le dijo, lleno de irritacion, pero en voz mucho mas baja:
– ?No es usted capaz de decir nada? ?No tiene ni una palabra para mi? Esta bien, ya veo que me mira por encima del hombro. No me considera digno de una respuesta.
La Monjita nego con un intenso movimiento de cabeza. Parecia asustada, tal vez porque creyera haberse creado un enemigo en el capitan Eglofstein, a quien habia visto muchas veces en trato de confianza con su amante.
– ?Sigue usted callada? -continuo Eglofstein en voz baja-. Entiendo, se burla usted en su fuero interno del fuego que usted misma ha encendido en mi. Con una mirada de sus ojos ardientes, con un altivo gesto de su cabecita, con ese bucle rebelde que una y otra vez se cierne sobre su frente.
– ?No me mire los cabellos! -dijo la Monjita rapidamente, pasandose la mano por ellos para arreglarlos, contenta de que Eglofstein ya no estuviese enfadado-. Una necia rafaga de viento me los ha puesto en desorden hace un rato, cuando iba por la calle.
Eglofstein, no sabiendo muy bien como proseguir la charla, echo mano a la palabra viento como un malabarista de feria atrapa cuchillos en el aire.
– ?El viento! Tengo celos de ese viento, al que, al contrario que a mi, le esta permitido revolverle el pelo, acariciarle las mejillas, besar sus labios…
– ?Don Ramon! -Volvio a gritar en aquel instante, en tono lastimero, el que representaba a Jose de Arimatea-. ?Tendre que estar aun mucho rato aqui de pie? Quiero irme a mi casa.
– ?Paciencia! Media hora mas. Tengo que aprovechar mientras dure la luz del dia.
– ?Que? ?Media hora aun? Vaya por Dios, que perspectiva. Y mi madre esperandome en casa con un plato de callos de cordero que se ha traido de Zaragoza.
– ?Callos de cordero de Zaragoza! -dijo la piadosa mujer de Jerusalen, echando una mirada de reojo a la mesa puesta-. Cosa rara en estos tiempos que corren.
– Guisados en aceite y con su pimienta y su cebolla.
– ?Por todos los diablos, deja de pensar en los callos de cordero y en la pimienta y la cebolla! -exclamo don