en las tinieblas. Pero aun asi me parecio ver las sombrias figuras del coronel y su amante lanzandose, en la fiebre del deseo, la una hacia la otra para enlazarse.

Fue entonces cuando el delirio hizo presa en nosotros. Nos olvidamos de la amenaza que pesaba sobre la ciudad, del Tonel y de los guerrilleros, que solo esperaban la senal para abalanzarse sobre nosotros. Oi a mi lado una maldicion tan blasfema que la sangre se me congelo en las venas, y un alarido que sono como el aullar de un perro rabioso. Y luego vi a Brockendorf y a Donop subiendo atropelladamente por la escalera de madera que llevaba al organo.

Uno piso los pedales y el otro pulso las teclas. Bramando y retumbando, el sonido del organo elevo hasta el techo la cancion de Talavera, llenando con ella todo el recinto. Cantamos los cuatro a un tiempo; vi a Eglofstein marcando el ritmo con ademanes brutales; el organo ahogaba nuestras voces.

«…pues con la bolsa bien llena ya no siente tanta pena. Para sisar sin mesura nunca le falta bravura. ? Ay que Judas, que bergante el pelirrojo tunante!»

De repente recobre la consciencia, la cara se me inundo de sudor frio, las rodillas empezaron a temblarme y me pregunte una y otra vez que acababamos de hacer, mientras el organo bramaba todavia:

«?Ay, que Judas, que bergante…!»

Y me parecio ver alli arriba a la muerte haciendo de organista y al diablo pisando los pedales. Y abajo, en medio del recinto, entre la lluvia de chispas que saltaba de los braseros, se alzaba, grande y terrible, la sombra del difunto marques de Bolibar, marcando, con ademanes brutales y triunfantes, el compas de nuestro canto funebre.

De golpe se hizo un silencio mortal. Callo el organo, y solo el viento gemia y sollozaba en los ventanales rotos. Volviamos a estar los cuatro abajo, atenazados por el frio; oi a mi lado la respiracion ruidosa de Brockendorf.

– ?Que hemos hecho? -gimio Eglofstein-. ?Que hemos hecho?

– ?Que locura se ha apoderado de nosotros? -jadeo Donop.

– ?Brockendorf, has sido tu el que ha gritado: ?Donop, arriba, al organo!

– ?Yo? Yo no he dicho ni una palabra. Pero tu, Donop, tu si que has gritado: ?Pisame los pedales!

– Yo no he dicho nada, te lo juro por mi alma. ?Que fantasma se ha burlado de nosotros?

Al otro lado de la calle rechino una ventana. Pasos de gente corriendo, confuso griterio. A lo lejos, un tambor daba furiosamente la alarma.

– ?Abajo! -chisto Eglofstein-. ?Abajo enseguida! ?Que no nos encuentren aqui a ninguno!

Nos precipitamos a traves de la cripta, por encima de las resonantes baldosas de piedra, volcamos la mesa, nos lanzamos por corredores y escaleras, tropezamos con barriles de polvora, caimos al suelo, nos levantamos de nuevo y corrimos jadeantes para salvar nuestras vidas.

Cuando llegamos a la calle, sono atronador desde las montanas el primer disparo.

Fuego

Durante un rato me quede apoyado en la pared de una casa, haciendo esfuerzos para poder respirar, mortalmente agotado y temblando de frio. Lentamente recobre la conciencia de donde me hallaba y de lo que sucedia a mi alrededor.

?Acaso no habia jurado Brockendorf a gritos: «?El coronel va a oirnos, asi se despierten todos los demonios del infierno!»? ?Si! El coronel nos habia oido, y a fe mia que todos los demonios del infierno se habian despertado.

La artilleria de la guerrilla lanzaba sin cesar, descarga a descarga, sus bombas incendiarias y sus obuses sobre las calles y casas de la ciudad. Una parte de los edificios que rodeaban al ayuntamiento estaba en llamas; el molino cercano al puente del rio Alear habia sido alcanzado por el fuego; por los tragaluces del convento de San Daniel se asomaban espesas nubes de humo negro y venenoso, y desde los tejados puntiagudos de la casa del prelado se alzaban verticalmente hacia el cielo dos haces de fuego.

Las campanas de Nuestra Senora del Pilar y de la Torre de la Gironella aullaban la alarma de incendio. Grupos de granaderos corrian sin rumbo por las calles, pregonando a gritos, en total confusion, que habia que atacar, abrir fuego, cargar, formar cuadros e intentar una salida. Aqui y alla se veia la cara palida de susto de algun aldeano que, cargado con sus enseres, corria por la calle en busca de alguna casa aun respetada por el fuego en cuya bodega pudiera esconderse.

El coronel salio de su casa corriendo y a medio vestirse, llamando sin parar a su asistente y a Eglofstein. Nadie le hacia caso, nadie lo reconocia. A punetazos y empujones se abrio paso por entre la muchedumbre que gritaba.

Entonces aparecio Eglofstein y vi que el coronel le gritaba enfurecido. Eglofstein retrocedio como si hubiera recibido un golpe y se encogio de hombros; otros se interpusieron entre ellos y yo, y los perdi de vista. Un tropel de sombras paso ante mi vertiginoso y sin ruido: Donop conducia a su compania a paso de carga hacia el bastion de San Roque, pues alli, al parecer, se habia trabado combate; el viento me traia descargas de fusileria, un lejano redoblar de tambores y un confuso griterio.

Cuando hubo pasado la compania de Donop, volvi a ver al coronel; estaba delante del portal del convento, dando ordenes a dos granaderos que, equipados con picos y trapos mojados, se disponian a penetrar en el edificio en llamas. Y al ver al coronel esperando alli con los brazos cruzados, senti de repente un escalofrio, un terror indomable se apodero de mi: ?mi sable, mi pistolon, mis guantes de cuero se habian quedado arriba, en la cripta, sobre las baldosas de piedra o el banco de madera, y lo mismo las armas de Eglofstein, Donop y Brockendorf! El corazon dejo de latirme y grite para mi fuero interno: ?Cielo santo! ?Esos dos van a encontrarlo todo, estamos perdidos, se va a saber que la senal la hemos dado nosotros y no el marques de Bolibar!

Pero al cabo de unos instantes volvian a estar los dos afuera, medio inconscientes, tambaleandose, con los bigotes y las ropas chamuscados, y las caras y las manos ennegrecidas. Uno de los granaderos tenia un brazo envuelto en harapos ensangrentados: se le habia metido un trozo de metralla en la muneca. Al cabo de apenas cien pasos habian tenido que volverse, pues todos los corredores y estancias del convento estaban llenos de humo espeso… Y yo agradeci a Dios su ayuda desde el fondo de mi corazon.

Entretanto, el coronel y Eglofstein habian saltado sobre sus caballos y galopaban a la par del viento y de las llamas por la calle de los Jeronimos, que estaba en llamas, en direccion al hospital de Santa Engracia, pues habia llegado la noticia de que tambien aquel edificio corria peligro de incendio.

Los otros tambien se habian dispersado, y la calle estaba desierta. Brockendorf y yo nos quedamos alli, y con nosotros mi cabo Thiele y ocho o nueve de mis nombres que no temian o desconocian el peligro que los amenazaba. El fuego habia hecho pasto en las provisiones de estopa y paja de avena que estaban almacenadas en la planta baja del edificio, y en cualquier momento podia alcanzar los barriles de polvora que se hallaban en el refectorio, en la sala capitular y por los corredores. No habia medio de evitar el desastre, y lo unico que podiamos hacer era intentar que el fuego no se propagara a las casas vecinas al convento.

Brockendorf me ordeno a gritos que retrocediera y cerrara, con mis hombres, el otro extremo de la calle, evitando que nadie pasara el cordon y pudiera acercarse al convento, pues ya habiamos oido dos breves estampidos en rapida sucesion en el interior de la casa: eran dos barriles de polvora que acababan de saltar por los aires.

El viento aullaba, y me lanzaba a la cara grandes copos de nieve humeda. En la calle habia tanta luz como si fuese de dia, y los ventanales del convento en llamas brillaban como si reflejasen el sol del crepusculo.

La artilleria seguia tronando contra las casas de la ciudad, pero aparentemente se habia dominado el incendio en la zona vecina al ayuntamiento.

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