seguro.
– No, el seguro que no -dijo Eglofstein con una risa cavernosa en la que resonaban el sentimiento de culpabilidad y el arrepentimiento.
Luego nos separamos y cada uno se fue por su lado.
El ranunculo azul
Llegue sin dificultades a la casa donde se alojaba Castel-Borckenstein, pues en esos momentos la rebelion no estaba mas que en sus comienzos. Mucho mas dificil y lleno de peligros fue el regreso, y no tarde en lamentar no haberme hecho escoltar por algunos de los hombres de Castel-Borckenstein. Pues en esos momentos se desbordaba por las calles una multitud exaltada; cientos de voces enfurecidas se desganitaban maldiciendonos, gritando que eramos unos herejes y no teniamos otro empeno que ultrajar la santisima religion y profanar las iglesias, e incluso que nos proponiamos raptar a los ninos y llevarnoslos a Argel para venderlos como esclavos. Es bien sabido lo util que resulta pintar al enemigo lo mas oscuro posible. Y asi, los curas ponian en circulacion las mas negras mentiras sobre nosotros, y la muchedumbre enconada se lo creia todo, hasta las invenciones mas absurdas y descaradas.
El pensamiento de que el coronel se habia quedado a solas con Gunther me impulso a apresurarme, y a pesar del escandalo y el alboroto que reinaban por las calles elegi el camino mas corto. En la calle de las Arcadas me salio al paso un viejo que me advirtio de la presencia de treinta espanoles armados al otro extremo de la calle, y me aconsejo que no siguiera adelante. Aquello no me inquieto, pues, en caso de emergencia, yo tenia mis pistolas, y ellos solamente cachiporras, guadanas y primitivos cuchillos caseros, ya que al dia siguiente a nuestra llegada nos habiamos incautado de todos los fusiles. Pero, asi que prosegui la marcha, una piedra paso zumbando a muy poca distancia de mi cabeza, y, desde una ventana una voz de mujer grito que eramos enemigos de la Santisima Trinidad y escarnecedores de la Virgen Maria, y que Alemania estaba llena de herejes que escupian fuego, a quienes habria que exterminar. Finalmente preferi evitar las calles principales y hacer mi recorrido por callejuelas y huertos. Con algo de retraso, pero sano y salvo, llegue por fin a la Calle de los Carmelitas.
Ante la casa formaba medio escuadron de dragones, a la espera de la orden de intervenir contra los revoltosos. En aquel momento el cura y el alcalde, acompanados de una escolta, bajaban por las escaleras, y me entere de que se les habia ordenado encargarse de que los revoltosos depusieran las armas y volviesen a sus casa en el plazo maximo de media hora, transcurrido el cual todo civil que fuera hallado en la calle con las armas en la mano seria abatido sin piedad por los dragones.
Ambos, el cura y el alcalde, parecian consternados y desmoralizados, y no parecian albergar grandes esperanzas de poder cumplir su mision. Tras ellos aparecio el funesto Brockendorf, el culpable de todo. Y, dado que los tres, con su escolta, ocupaban todo el ancho de la escalera, tuve que escuchar la rina que tenia lugar entre ellos.
– Han saqueado completamente la iglesia -exclamo el cura-, han robado todos los cuadros…
– ?Mentira! ?Eso es una mentira como una casa, es una mentira
– Han atado los caballos a los brazos de los santos -deploro el alcalde-. El estiercol se apila en el suelo hasta las rodillas. Las pilas de agua bendita estan llenas de forraje; usted ha convertido la casa de Dios en un establo.
Brockendorf eludio sin mas aquel reproche.
– Con solo que te ahorcaran a ti -le dijo al alcalde- se acabaria la revuelta en un santiamen. Mientras la ciudad esta llena de pillos, todas las horcas estan vacias.
El alcalde le lanzo una mirada envenenada. Yo queria pasar, pero Brockendorf me detuvo y senalo al alcalde con un gesto que queria decir que lo lamentaba pero no podia remediarlo.
– A este hay que colgarlo -afirmo-. Es lastima, porque es un tonto divertido. Se sabe un monton de historias picantes, y mas de una vez por poco me hace reventar de risa. Vaya usted con Dios, Jochberg, yo me tengo que ir a mi cuarto. El coronel me ha arrestado.
– Demos gracias por ello al Altisimo, a Cristo y a todos los santos -suspiro el cura desde lo mas hondo de su alma.
– ?Deje usted en paz a Cristo y a los santos! -exclamo Brockendorf, irritado por el hecho de que el cura diera gracias a Dios por su castigo-. Esas palabras quedan mal en la boca de un rebelde.
Le hice duros reproches en el sentido de que habia sido el mismo quien habia instigado la revuelta, pero los rechazo.
– Todo este alboroto -explico- es debido a que los espanoles tienen los doblones y las onzas de oro, o como se llamen en este condenado pais los ducados, escondidos debajo de las baldosas de la iglesia. Y tienen miedo de que yo les eche mano. ?Menudos son, estos espanoles!
Al fin me solto el brazo y yo subi corriendo las escaleras. Cuando entre en el despacho, mi primera mirada fue para el coronel.
Estaba tal como lo habia dejado, de pie junto a la cama de Gunther. Su rostro conservaba aun la misma expresion de ansiedad acechante. Todavia no habia salido a la luz nada decisivo. En las calles rugia la revuelta, pero el coronel estaba alli, escuchando la confesion de la fiebre e intentando interpretar las visiones de un confuso sueno.
El estado de Gunther parecia haber empeorado, y posiblemente el fin se aproximaba. Seguia hablando. Hablaba sin parar con frases cortas y abruptas; su respiracion era tan pronto un jadeo como un estertor. Las mejillas y la frente ardian, los labios estaban secos y resquebrajados. A veces murmuraba, a veces gritaba, y cuando entre estaba hablando de una pasada aventura amorosa que yo no conocia:
– Si te asomas a la ventana y silbas una vez, vendra el palafrenero. Para que venga la criada, que es joven y guapa, tienes que silbar dos veces.
– ?De que esta hablando? -le pregunte a Eglofstein en voz baja.
– Ha tardado usted mucho -me susurro atropelladamente-. Ahora haga lo que yo le diga. No pregunte y obedezca.
Y a continuacion dijo en voz alta:
– Teniente Jochberg, echo de menos entre los papeles del regimiento una orden del jefe de nuestra division que hace referencia al pago de las soldadas atrasadas. Repase usted la correspondencia de los ultimos meses y vaya leyendome uno detras de otro todas las cartas e informes.
Comprendi de inmediato sus intenciones. Mi cometido era leer en voz alta, tan alta que el coronel no entendiera nada de las delatoras palabras del delirante. Tome el fajo de papeles que Eglofstein me tendio por encima de la mesa y empece a leer.
Me hallaba en una extrana situacion. Mientras leia, se iba desplegando ante mis ojos la imagen de toda la campana. Trabajos, preocupaciones, luchas, fatigas, aventuras y peligros, y todo, al fin, destinado a ahogar con su ruido las ultimas palabras de un moribundo.
– «Orden del 11 de septiembre. Coronel: Como es voluntad de su majestad el Emperador que las tropas acantonadas no reciban peor trato que las tropas en campamento, ha dispuesto que cada hombre reciba diariamente dieciseis onzas de carne, veinticuatro onzas de pan, seis onzas de pan seco para sopas…»
– ?Los cabrones del regimiento de Hessen! -grito Gunther, incorporandose en el lecho como un caballo encabritado-. ?Viven liados de una manera que hasta el verdugo se compadeceria!
– ?La siguiente carta! -ordeno rapidamente Eglofstein-. Esa no es la que buscamos.
– «Carta del 14 de diciembre. Entregada por el subteniente Durette, del comando de la division. El mariscal Soult desea que redacte usted, mi coronel, una memoria sobre la fortaleza de La Bisbal tan pronto como la haya ocupado. ?Cuantos canones serian necesarios para completar…?»
– ?Bienvenida, amada mia, bienvenida! -empezo de nuevo Gunther con su voz enronquecida. Asustado, me detuve y Eglofstein me susurro:
– ?Mas alto, demonios! ?Por amor de Dios, mas alto!
– «…para completar su armamento?» -casi grite; las palabras bailaban ante mis ojos una loca zarabanda en el papel-. «?Hay alli agua, avenidas anchas, edificios de buen tamano? ?Es posible instalar depositos, hornos,