ante su amenaza. Este era el tercer desalojo en el transcurso de toda su existencia. El primero fue provocado por una peste, mil anos antes. El segundo habia tenido lugar hacia cuatrocientos anos, cuando las tropas imperiales turcas habian cruzado la frontera, bajo el estandarte del Islam, exactamente por el mismo lugar que ahora presenciaba el avance de las tropas alemanas.

La ciudad se vaciaba. Se presentia la intensa soledad de la piedra.

Aquella noche de martes estaba llena de voces, pasos y rechinar de puertas. La gente se preparaba formando grupos, cerraba los portones pesados y emprendia el camino en la oscuridad, hacia la periferia y las aldeas cercanas.

En nuestro corredor se habian reunido Mane Voco y Bido Sherif junto con sus mujeres e hijos, ademas de Nazo y su nuera. Maksut habia desaparecido. Yo estaba triste por la abuela, que se negaba nuevamente a venir, lo mismo que dona Pino. Temia que pudieran celebrarse bodas en su ausencia. Podian necesitarla. Durante sesenta anos habia engalanado a todas las novias de la ciudad. No podia abandonarla ahora. Una novia sin adornar es la cosa mas horrible del mundo. «Es la hecatombe», habia dicho cuando intentaban convencerla de que se fuera, «No y no.»

Partimos. Caminabamos con paso irregular, como ebrios. Aqui y alla, en la oscuridad, se escuchaban otros pasos. Todos se iban. Nos quedamos solos a la salida de la ciudad. Bido Sherif iba en cabeza con un baston en la mano. Papa tropezaba continuamente con las piedras. Los demas murmuraban, maldecian, tosian, se torcian los tobillos en los hoyos. Tan solo la nuera de Nazo, incluso en mitad de aquella noche negra, caminaba con elegancia, contoneandose levemente. Quiza no sabia andar de otro modo.

Atravesamos sembrados desiertos. En el momento en que salio la luna, caminabamos por la carretera. Nunca habia visto algo tan terrorifico como aquella carretera en la noche, con las rodadas interminables de los camiones que, bajo la sombra debida a la luz de la luna, parecian lineas negras de muerte. Nazo cayo y volvio a levantarse.

Cruzamos el puente del rio. Teniamos ante nosotros el campo abandonado del aeropuerto, a traves del cual debiamos pasar. Mas alla se distinguia la colina de la Santisima Trinidad e inmediatamente tras ella, negra y amenazadora, sorprendentemente proxima, como si se hubiese alzado de pronto para ver quien se le acercaba, esperaba la montana.

La luna, como dona Pino, se esforzaba por embellecer o al menos suavizar un poco el aspecto lobrego del paisaje. Pero su luz era tan escasa y tan debil que, absorbida con lujuria insaciable por la niebla y el barro, no hacia mas que afearlo todo en mayor grado.

Finalmente desaparecio tras las nubes.

– No se ve nada -dijo la nuera de Nazo. Todos volvieron la cabeza. La ciudad habia desaparecido.

Alguien se quejo.

Entonces, la llanura, la carretera, la colina de la Santisima Trinidad, la niebla sin nombre, la misma montana (me resultaba dificil creer que caminaramos hacia una montana, pues sus contornos eran ahora tan indeterminados que parecia que alli delante no hubiera otra cosa que un pedazo mas denso de noche): todo aquello, abandonado a la oscuridad, comenzo a crujir y a moverse torpemente, como un monstruo. Poco a poco yo iba perdiendo la nocion de la realidad. Nuestro caminar carecia ya de direccion, era un avance sin objeto, un errar por el vientre de la noche. Ademas, me sentia incapaz de pensar. Estaba acostumbrado a hacerlo entre las paredes, en las calles, las habitaciones, que, al parecer, me ordenaban los pensamientos, mientras que ahora todo era, no solo inabarcable, sino tambien fatal. Ahi estaba la montana: inclinada sobre la colina de la Santisima Trinidad, devoraba su lomo calladamente. Y esta moria.

Alguien estornudo. Fue un sonido providencial, pero desgraciadamente breve.

Volvio a salir la luna. La bruma se arrastro rauda hacia su luz, tinendose las barbas con ella y derramando el resto sobre el barro de la llanura. Cogida por sorpresa, la montana se alejo instantaneamente de la colina, pero no resultaba dificil ahora distinguir los desgarrones profundos que habia dejado en su lomo.

La nuera de Nazo, la unica que no habia emitido un solo quejido ni suspiro durante la marcha (esto se debia quizas a que ella caminaba por el mundo de la magia, con el que estaba vinculada hacia tiempo), volvio nuevamente la cabeza.

– La ciudad -dijo entre dientes.

– ?Donde? -le pregunte en voz baja.

– Alli.

No vi nada.

– Si, alli -repitio.

– ?Aquello como niebla?

– Si.

Alli estaba la abuela.

La luna volvio a ocultarse. Aquel recuerdo fugaz de la abuela fue devorado instantaneamente por las tinieblas. Aprovechando la oscuridad, la montana volvio a inclinarse sobre la colina.

Continuamos largo rato asi. Ahora ascendiamos.

– No os durmais caminando -dijo Bido Sherif.

Ilir estaba junto a mi.

– Me estaba durmiendo -dijo.

– ?Y eso?

– No se.

Subiamos sin cesar.

– Amanece -dijo Mane Voco.

El sol, en efecto, vertia una luz debil, pero parecia que en cualquier instante fuera a retractarse y a dejarnos de nuevo en la negrura.

Paramos a descansar en un pequeno altozano. La llanura, alla abajo, la carretera, los ribazos, la niebla y la montana se liberaban lentamente del yugo de la noche y esperaban la manana, cansados y lividos por la angustia pasada.

– Alli -dijo Ilir-. Mira alli.

A lo lejos, entre la turbiedad que se originaba de la mezcla de la noche y el dia, aparecieron los contornos de la ciudad. Era la primera vez que la veia de lejos. A punto estuve de gritar de alegria, pues durante toda la noche habia estado imaginando que resbalaba y resbalaba irremisiblemente y se hundia en el barro de la llanura como un barco viejo.

El relieve de la tierra se habia sacudido ya definitivamente los duendes de su lomo y se descubria con lentitud bajo la luz del dia. Tan solo en los ojos cenicientos de la nuera de Nazo habia quedado algo de la magia de la noche.

La ciudad estaba alli, completamente sola entre las mandibulas de la niebla, que se abrian torpemente por todas partes. Alli estaban las viejas de la vida. Alli, desde sus ventanas, la abuela y la tia Xemo, con los impertinentes rotos sobre su nariz, vigilaban la carretera, esperando la aparicion de los hombres de cabellos rubios. Llevaba tiempo observando algunos signos. Ahora esos signos eran ya infalibles: la abuela y la tia Xemo se preparaban para ser candidatas a viejas de la vida. La prueba frente a los alemanes era, al parecer, la definitiva para ellas, del mismo modo que lo habian sido para las otras las grandes incursiones de los turcos, las masacres sobre las ruinas de la republica y despues de la monarquia, como tambien el hambre ininterrumpido durante cuarenta anos.

– Caminemos -dijo Bido Sherif-, ya nos queda poco.

Nos levantamos. Yo caminaba dormido. Era un sueno dificil, interrumpido y rasgado por los hoyos del camino. Alguien dijo: «Hemos llegado». Abri los ojos.

– ?Hemos llegado!

– ?Adonde?

– Aqui.

No era consciente.

– ?A la aldea?

– Si, a la aldea.

– ?Donde esta?

– Alli.

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