se vendian manos de ninos.

Mi padre nos repetia estos relatos aterradores en los que, sin duda, creia a medias. Nunca comprobo por si mismo esas pruebas de canibalismo. Pero si debia desplazarse a menudo para hacer la autopsia a victimas de asesinato. Esa violencia se convirtio en una obsesion para el. Lo escuchaba contar que el cuerpo que debia examinar a menudo estaba en tal estado de descomposicion que, para evitar la explosion de gases, tenia que atar el escalpelo a la punta de un palo antes de cortar la piel.

Para el la enfermedad, cuando ya habia dejado de existir el encanto de Africa, tenia un caracter ofensivo. Ese oficio que habia ejercido con entusiasmo, poco a poco le resulto agobiante, en el calor, la humedad del rio y la soledad en la otra punta del mundo. La proximidad del sufrimiento lo fatigaba: todos esos cuerpos ardiendo de fiebre, el vientre distendido de los cancerosos, las piernas roidas por las ulceras, deformadas por la elefantiasis, esos rostros carcomidos por la lepra o la sifilis, las mujeres desgarradas por los partos, los ninos envejecidos por las carencias con la piel gris como un pergamino, los cabellos color herrumbre y los ojos agrandados por la proximidad de la muerte. Mucho tiempo despues me hablaba de esas cosas terribles que debio afrontar, cada dia, como si fuera la misma secuencia que recomenzaba: una mujer vieja a la que la uremia habia vuelto demente y debian atarla a su cama, un hombre al que quito una tenia tan larga que debio enroscarla en un palo, una joven a la que debio amputar por la gangrena, otra que le llevaron moribunda por la viruela con la cara hinchada y cubierta de heridas. La proximidad fisica con ese pais, ese sentimiento que solo lo procura el contacto con la humanidad en toda su realidad sufriente, el olor del miedo, el sudor, la sangre, el dolor, la esperanza, la pequena llama de luz que a veces se enciende en la mirada de un enfermo, cuando la fiebre se aleja, o ese segundo infinito en el que el medico ve como se apaga la vida en la pupila de un agonizante, todo esto que lo habia invadido, electrizado al comienzo, cuando navegaba por los rios de Guyana, cuando caminaba por los senderos de montana en la zona alta de Camerun, se vio cuestionado en Ogoja, a causa del desesperante desgaste de los dias, por un pesimismo no expresado, cuando comprobo la imposibilidad de llegar hasta el final de su trabajo.

Me contaba, con la voz todavia velada por la emocion, sobre ese joven ibo que le llevaron al hospital de Ogoja, atado de pies y manos, con la boca amordazada por una especie de bozal de madera. Lo habia mordido un perro y se le habia declarado la rabia. Estaba lucido y sabia que iba a morir. Por un momento, en el lugar donde lo aislaron, tuvo una crisis, con el cuerpo arqueado sobre la cama a pesar de las ligaduras y los miembros poseidos por tal fuerza que parecia que el cuero iba a romperse. Al mismo tiempo, grunia y aullaba de dolor con espuma en la boca. Luego cayo en una especie de letargo, derrumbado por la morfina. Horas mas tarde, mi padre introdujo en su vena la aguja que le inyectaba el veneno. Antes de morir, el muchacho miro a mi padre, perdio el conocimiento y su pecho se hundio en un ultimo suspiro. ?Que hombre se es cuando se ha vivido algo asi?

El olvido

Ese era el hombre que encontre en 1948, al final de su vida africana. No lo reconoci, no lo comprendi. Era demasiado diferente de todos los que conocia, un extrano, y aun mas que eso, casi un enemigo. Nada tenia en comun con los hombres que veia en Francia en el circulo de mi abuela, esos 'tios', esos amigos de mi abuelo, senores de otra epoca, distinguidos, condecorados, patriotas, revanchistas, charlatanes, que traian regalos, tenian una familia, relaciones, estaban abonados al Journal des voyages, leian a Leon Daudet y a Barres. Siempre impecablemente vestidos con sus trajes grises, sus chalecos, con cuello duro y corbata, con sombreros de fieltro y manejando sus bastones con la contera de hierro. Despues de comer, se instalaban en los sillones de cuero del comedor, recuerdo de epocas prosperas, fumaban y hablaban y yo me dormia con la nariz en mi plato vacio mientras escuchaba el runrun de sus voces.

El hombre que vi al pie del auto, en el muelle de Port Harcourt, era de otro mundo: vestia un pantalon demasiado ancho y demasiado corto, sin forma, una camisa blanca, zapatos de cuero negro polvorientos por el camino. Era duro, taciturno. Cuando hablaba en frances tenia el acento cantarino de Mauricio, o bien hablaba en pidgin, ese dialecto misterioso que sonaba como campanillas. Era inflexible, autoritario, al mismo tiempo dulce y generoso con los africanos que trabajaban en el hospital y en su casa oficial. Estaba lleno de manias y rituales que yo no conocia y de los que no tenia la menor idea: los chicos nunca debian hablar en la mesa sin haber pedido autorizacion, no debian correr, ni jugar ni quedarse en la cama. No podian comer fuera de las comidas y nunca golosinas. Tenian que comer sin apoyar las manos en la mesa, no podian dejar nada en el plato y debian tener cuidado de no comer nunca con la boca abierta. Su obsesion por la higiene lo llevaba a gestos sorprendentes, como lavarse las manos con alcohol y flamearlas con un fosforo. Verificaba a cada momento el carbon del filtro de agua, solo tomaba te, o agua hirviendo (lo que los chinos llaman te blanco), fabricaba el mismo sus velas con cera y mechas mojadas en parafina, lavaba el mismo la vajilla con extractos de saponaria. Fuera de su aparato de radio, conectado con una antena colgada a traves del jardin, no tenia ningun contacto con el resto del mundo y no leia libros ni periodicos. Su unica lectura era un pequeno tomo encuadernado en negro que encontre mucho tiempo despues y que no puedo abrir sin emocion: Imitacion de Cristo. Era un libro de militar, como imagino que los soldados de otra epoca podian leer los Pensamientos de Marco Aurelio en el campo de batalla. Por supuesto, nunca nos hablo de esto.

Desde el primer contacto, mi hermano y yo nos medimos con el vertiendo pimienta en su tetera. No le dio risa, nos saco de la casa y nos golpeo con severidad. Puede ser que otro hombre, quiero decir uno de esos 'tios' que frecuentaban el departamento de mi abuela, se hubiera contentado con reirse. Aprendimos de golpe que un padre podia ser temible, que podia castigar e ir a cortar canas al bosque y usarlas para golpearnos las piernas. Que podia instituir una justicia viril que excluia cualquier dialogo y cualquier excusa. Que basaba esta justicia en el ejemplo, negaba los acuerdos, las delaciones, todo el juego de lagrimas y promesas que nos habiamos acostumbrado a jugar con nuestra abuela. Que no toleraria la menor manifestacion de falta de respeto y que no aceptaria ninguna veleidad de crisis de rabia: la cuestion para mi estaba bien clara, la casa de Ogoja era de una planta y no habia ningun mueble para arrojar por la ventana.

Era el mismo hombre que exigia que se rezara cada noche a la hora de acostarse, y que el domingo estuviera consagrado a la lectura del libro de misa. La religion que descubriamos gracias a el no permitia acomodamientos.

Era una regla de vida, un codigo de conducta. Supongo que fue al llegar a Ogoja que supimos que Papa Noel no existia, que las ceremonias y las fiestas religiosas se reducian a plegarias y que no habia ninguna necesidad de ofrecer regalos que, en el contexto en el que estabamos, solo podian ser superfluos.

Sin duda, las cosas habrian pasado de otra manera si no hubiera existido la fractura de la guerra, si mi padre, en lugar de verse confrontado con chicos que se le habian convertido en extranos, hubiera aprendido a vivir en la misma casa con un bebe, si hubiera seguido ese lento recorrido que lleva de la primera infancia a la edad de la razon. Ese pais de Africa donde habia conocido la felicidad de compartir la aventura de su vida con una mujer, en Banso, en Bamenda, ese mismo pais le habia robado su vida de familia y el amor de los suyos.

Hoy me es posible lamentar haber faltado a esa cita. Trato de imaginar lo que podia haber sido, para un nino de ocho anos, que habia crecido en el encierro de la guerra, ir a la otra punta del mundo para encontrar a un desconocido al que le presentaban como padre. Y que fuera alli, en Ogoja, en una naturaleza donde todo era excesivo, el sol, las tormentas, la lluvia, la vegetacion, los insectos, un pais a la vez de libertad y limitacion. Donde los hombres y las mujeres eran totalmente diferentes, no debido al color de su piel y de su pelo, sino por su manera de hablar, de caminar, de reir y de comer. Donde la enfermedad y la vejez eran visibles, donde la alegria y los juegos infantiles eran aun mas evidentes. Donde el tiempo de la infancia terminaba muy pronto, casi sin transicion, donde los chicos trabajaban con sus padres y las chicas se casaban y tenian hijos a los trece anos.

Hubiera sido necesario crecer escuchando a un padre contar su vida, cantar sus canciones, acompanar a sus hijos a cazar lagartos o a pescar cangrejos en el rio Aiya, hubiera sido necesario darle la mano para que les mostrara las mariposas raras, las flores venenosas, los secretos de la naturaleza que debia de conocer bien, escucharlo hablar de su infancia en Mauricio, caminar a su lado cuando iba a visitar a sus amigos, a sus colegas del hospital, mirarlo arreglar el auto o cambiar un postigo roto, ayudarlo a plantar los arbustos y las flores que le gustaban, las buganvillas, las strelitzias o aves del paraiso, todo lo que debia recordarle

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