el odio, el miedo. No un miedo cerval, sino la paralizacion de sus sentimientos mas intimos. Solo el temblor de su cuerpo, acurrucado bajo la cobija, delataba la intensidad de su desdicha, de su inconsciente condenacion.

Para esa muchacha, si la mujer no mentia, violada por los soldados junto a los cadaveres de sus padres, la vida se habia cerrado sobre ella, como su mudez.

Bersabe estaba muerta como mujer. No tenia mas esperanza que su odio. La soplona la utilizaba como sirvienta. Luego la haria trabajar como prostituta. La venderia a vil precio a sus clientes viciosos o la regalaria a algun oficialito a cambio de pequenos favores.

6

– Y usted, ?de donde es, don? -me pregunto la mujer, observando el paisaje.

Oi sus palabras lejanas en el entresueno de la modorra.

– De donde es usted -repitio como tomando mis medidas.

– De Encarnacion.

– Yo tambien soy de Encarnacion. No lo suelo ver por alla.

– Hace mucho que falto…

Volvi a cerrar los ojos acogiendome al disimulo del sueno.

– Yo voy para desobligar a mi hija que va a tener familia. Soy comadrona tambien. No hay cosa que no sepa hacer. Una tiene que estar preparada para todo.

Se acomodo el cigarro en la comisura y empezo a echar humo. Ahora se le calentaban las palabras en la boca de querer largarlas todas juntas.

Iba a mudarme a otro asiento. Me retuvo con un gesto.

– Le oi sonar en voz alta hace un rato. Le oi decir cosas… -murmuro probando terreno-. Usted anda tambien por alla lejos, si no me equivoco.

– Si -admiti sin la menor conviccion.

– Le han maltratado mucho, parece.

– Tuve una caida. Sali ayer del hospital.

– ?Cuanto hace que falta del pais?

– Desde el 47.

– Ah… desde la revolucion de los pynandi. Una vida entera en el destierro… -cloqueo la mujer-. Es corto el tiempo y la desdicha es larga. En un descuido se sube encima de uno la tierra y se acabo el cuento. Lo peor es cuando se le cae encima a uno la tierra ajena.

7

Con la mayor indiferencia que podia aparentar, le pregunte a mi vez:

– Esos senores que venian en el tren, ?se bajaron ya?

– ?Que senores? -fingio sorpresa, inquiriendo con las cejas fruncidas el sentido de mi pregunta

– Esos senores que venian de Asuncion Eran tres Estaban ahi cuando el mono hizo sus chafarrinadas

– No se de que me habla, don -se desentendio del asunto con tranquila inocencia

Me recoste contra el duro respaldo y volque el ala del sombrero sobre los ojos, dispuesto a no dejarme envolver por la cloqueante y humeda charla

– ?Y a donde va, si se puede saber?

Ante mi silencio, insistio

– ?A donde va?

– A Encarnacion

– ?Y que piensa hacer alla? Digo, si se puede saber No quiero ser curiosa ni que usted se amoleste

– Vengo a buscar trabajo -tarde en responder

– La querencia tira, ?ayepa?

La mujer escupio hacia afuera La lloviznita volvio a entrar por la ventanilla

Me pase la mano por la cara para enjugar el rocio que apestaba a tabaco

No dijo nada mas Junto las manos y se puso a musitar un rezo inaudible que le hacia temblar todos sus bloques de carne blanda Iba a agregar algo Quedo callada Sabia algo, pero no lo queria soltar

La mire hondamente, como si de esa tosca mole humana pudiera venir una revelacion

La revelacion vino, pero bastante despues

Crei que se habia quedado dormida Me estaba estudiando con los ojos cerrados

Quinta parte

1

El tren estaba repechando las lomadas de Paraguari.

Baje para desentumecer las piernas. Sobre todo para escapar del acoso de la soplona. Camine pegado a los flancos de la maquina saltando sobre los carcomidos, resonantes, aletargados durmientes.

Me adelante a la locomotora.

Vi el escudo engarzado en la nariz de la maquina.

El escudo originario estaba ahi sobre el ovalo de oro. El leon parado se erguia asido a una lanza. El gorro frigio y la estrella coronaban el ramo de palma y olivo.

El escudo de la nacion era ese huevo negro y chato que refulgia en los bordes. Semirroido y ennegrecido por los calidos humores silvestres, por el hollin y los vientos de cien anos, mostraba, bastante empanado, el orgullo de los viejos tiempos.

Solamente en los bordes el oro brunido brillaba a los rayos del sol. Irrisorio vestigio de la grandeza pasada.

El huevo de la patria, desovado por una gran gallina negra, estaba alli, aplastado contra la nariz de la locomotora legendaria.

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