– Vengo a hablar con el Portugues -habia resoplado el Buga al maton que le abrio el porton y le dejo esperando en la calle.

Cuando vimos llegar al Buga, Chico y yo nos escondimos en las sombras de nuestro portal. Pero el muchacho no nos presto la menor atencion; de hecho, parecia absorto en algo interior y apenas si miraba por donde iba. Con la barbilla temblorosa y los gruesos parpados entrecerrando sus ojos chinos.

– Te dije que no vinieras aqui, que mierda quieres… -gruno el Portugues asomandose bruscamente a la puerta.

El cuerpo del Buga se sacudio bajo la voz del hombre. Se inclino hacia delante y susurro algo que no entendimos. El Portugues arrugo con sorna su boca rota:

– ?Y por que iba a hacer yo eso por ti? No vales para nada. No me sirves.

En ese momento aparecio en el quicio, junto al Portugues, el hombre con sonrisa de tiburon contra el que yo habia chocado unas semanas antes. Su presencia fue una desagradable sorpresa para Chico y para mi: hacia unos cuantos dias que no le veiamos y estabamos empezando a pensar que se habia marchado. El Hombre Tiburon se agarro amistosamente a los hombros del Portugues y sonrio con su boca truculenta.

– ?Que pasa? -dijo; y habia algo en su tono que convertia estas dos palabras inocentes en algo brutal.

El Buga se inclino aun mas hacia ellos y susurro de nuevo. No le oiamos pero vimos su espalda, tensada hacia delante y tambien hacia abajo, en un movimiento a la vez ansioso e implorante. El Portugues torcio el gesto con desagrado y aparto al muchacho de un empujon que casi le tiro al suelo.

– Muerete -dijo aburridamente, sin ningun entusiasmo, antes de meterse club adentro.

– Y no vuelvas -anadio el Hombre Tiburon: y es- taba claro que no se trataba de un consejo.

El Buga se quedo un rato contemplando la puerta cerrada y luego se volvio y le pudimos ver la cara: blanca como un papel. Se sujeto el temblor de la barbilla con una mano y apreto los parpados sin pestanas durante unos momentos. Despues abrio los ojos, respiro hondo, saco pecho y echo a andar calle abajo. En los ultimos segundos habia ganado en altura y en desafio; casi hubiera parecido el Buga de siempre de no ser por ese miserable temblor de su barbilla.

Luego se lo contamos a la abuela, Chico y yo. No lo del Buga, sino que habiamos visto al Portugues y al Hombre Tiburon, muy juntos y amigos en el club de la magia.

– Siempre fue un perfecto inutil -suspiro dona Barbara.

Y se marcho a la cama.

No teniamos dinero. Poco antes eramos ricos pero ahora Segundo seguia sin aparecer y no teniamos dinero. La abuela habia vendido o empenado un reloj de oro y unos tenedores grandes y pesados, sobrecargados de arabescos, que parecian tridentes. Eso me dijo Airelai, que lo sabia todo. Pero aun asi no teniamos dinero. Algunos dias apenas si habia para comer y Amanda nos preparaba pan y sobrasada y se reia muchisimo, porque por un lado le preocupaba la situacion economica pero por otro empezaba a pensar que Segundo no volverla, y esa contradiccion en los sentimientos la tenia bastante nerviosa y asi como algo loca.

Entonces Airelai dijo un dia que ya estaba bien y que ella iba a tomar cartas en el asunto. Y comenzo a marcharse de casa todas las noches, embozada en un velo malva y en su misterio. No regresaba hasta muy avanzada la madrugada, con pasitos sin ruido y sin peso, como de conejo, y se metia en su baul a dormir durante todo el dia. Yo supuse que la razon de su comportamiento era la magia, y que si se iba de casa todas las noches era para poder hacer conjuros a la luz de la luna. Porque Airelai volvia siempre con dinero, pequenas montanas de billetes arrugados que dejaba sobre la mesa del cuarto del sofa antes de irse a la cama, y a mi me parecia imposible que alguien pudiera encontrar todo ese dinero en las noches oscuras si no era a traves de algun hechizo. Por las mananas, al levantarnos, Chico y yo corriamos a la mesa a ver si se repetia una vez mas el mismo portento, y era como si todos los dias fuera Reyes. Yo escudrinaba los billetes intentando encontrar en ellos algo especial, porque nunca antes habia tenido la ocasion de ver dinero encantado. Pero parecian billetes como los demas, algunos incluso muy usados y sucios, con los bordes rasgados y cosas escritas con boligrafo: palabras absurdas, nombres de mujer, numeros de telefono.

Entonces llegaba la abuela y cogia el montoncito de papeles con avidez, los alisaba, los contaba y los doblaba. Y luego llamaba a gritos a Amanda, le extendia majestuosamente unos cuantos billetes y le encargaba con voz de almirante los asuntos del dia: que pagara tal o cual cosa, que comprara oporto para ella y, sobre todo, que adquiriera el pienso para los gatos, que se habian marchado casi todos al no encontrar comida en las malas semanas de hambruna y de pobreza, hasta el punto de que solo resistieron hasta el final cuatro felinos, Zoilo Santana de Olla, Ines Garcia Meneses, Tomasa Lopez Lopez y Dolores Rubio Gonzalez, a quienes la abuela, agradecida, habia decidido otorgar el titulo de duques. Ahora, con la reaparicion de los cuencos de pienso, los gatos estaban regresando poco a poco.

Teniamos dinero y no estaba Segundo, asi que viviamos, por asi decirlo, en el mejor de los mundos. Pero echabamos de menos a Airelai. Ahora apenas si la veiamos, entregada como estaba a sus conjuros nocturnos y a sus suenos reparadores durante la jornada; y sin la enana, sin sus ideas, sin sus historias, sin sus palabras, la vida era mucho menos divertida. Y asi, Chico y yo nos pasabamos los dias aplastados por el peso del verano, solos y aburridos. Tan aburridos que yo empece a permitirme vagabundeos cada vez mas amplios, viajes de exploracion a los confines del polvoriento Barrio. Quise que el nino viniera conmigo, pero el se nego. A Chico no le importaba el aburrimiento: es mas, incluso parecia disfrutarlo. Sentado en el escalon del portal, su palida carita relucia de sudor y de satisfaccion al ver pasar las horas tan quietas y tranquilas. Jugar con cromos, poner a pelear dos cucarachas o comerse su bocadillo de sobrasada eran para el placeres estupendos. Chico consideraba que la calma chicha era la mejor de las vidas posibles, porque donde no sucede nada no hay dolor.

Pero yo no pensaba asi. Yo tenia ilusiones y deseos; yo esperaba, esperaba la llegada de mi padre, o al menos la llegada de la Estrella, que anunciaria nuestra felicidad inevitable. Y como toda persona que aguarda el comienzo de una vida mejor, vivia el tiempo presente con incomodidad y con impaciencia. Queria matar las horas, queria matar el tiempo para que el futuro llegara cuanto antes. Pero el vera- no era largo y pesado.

Por eso, por el afan de terminar tardes interminables, empece a explorar el Barrio mas alla de la zona autorizada. Porque todos los habitantes del Barrio teniamos nuestras calles, nuestras zonas, el lugar en el que, si respetabamos las reglas, podiamos vivir mas o menos seguros. Pero si traspasabamos esas fronteras invisibles y tacitas y nos metiamos en otros territorios, con otros jefes, otras bandas, otras esquinas, otros Bugas, entonces nunca podias estar del todo segura de que el suelo continuara bajo tus pies y el cielo encima de tu cabeza. Todo era relativo en los confines del Barrio.

Sin embargo yo empece a ir y a venir por todas partes libremente, y me ayudo el verano y el calor, el sol que vaciaba las calles y desdibujaba sus contornos con una neblina cegadora. Recorri el Norte del Barrio, que se estiraba hacia la parte noble de la ciudad, y descubri la iglesia con el altar sobrecargado que me recordo a mi abuela. Cruce al Este, y el Barrio limitaba con una zona de fabricas con muchos hombres y mujeres vestidos de mono azul, y altas alambradas, y perros policias olisqueando las vallas. Alcance el confin del Oeste, y el Barrio se deshacia poco a poco en huertas resecas y casas de labor semiderruidas, en campos de tierra mala comidos por los cardos. Y fui por ultimo al Sur y alli me encontre con mas alambradas y mas perros policias, porque el Barrio lindaba con el aeropuerto y habian cer- cado las instalaciones para protegerlas. Aunque, a decir verdad, no era el aeropuerto lo que parecia estar vallado, sino que el Barrio entero parecia estar metido en una jaula. Sobre todo porque era aqui, en el Sur, donde se encontraban las Casas Chicas.

Para ir hacia el Sur primero te topabas con la calle Violeta, que de dia no era violeta ni tenia nada extraordinario. La cruce varias veces bajo la luz del sol (la prohibicion solo se referia a las noches) y era una calle mas, como cualquier otra, ancha y corta y con grandes ventanas bajas siempre bien cerradas. Luego, tras cruzar esta calle, el Barrio perdia enseguida el asfalto y era cada vez mas arenoso. Al poco de caminar llegabas a los desmontes, unas colinas de escombro y de basura en las que siempre rebuscaba algun perro, algun viejo, algun nino. Y cruzando los desmontes y su hedor a podrido llegabas a lo alto de un pequeno repecho y contemplabas a tus pies las Casas Chicas: un mar de chabolas recalentadas, con techos de lata y uralita, puertas de carton y muros de tetrabrik. Todo ello entre nubes de polvo, carcasas oxidadas de coches, esqueletos de lavadoras y neveras, sofas medio quemados, arenas nauseabundas, un desfile triunfal de cucarachas y un centelleante sembrado de vidrios rotos. Se apretujaban las chabolas las unas contra las otras en la hirviente hondonada, de espaldas a las vallas del aeropuerto, que se veian al fondo; y del asfixiante abigarramiento subian gritos de mujeres, llantos de ninos, timidos ladridos de perros famelicos.

Me habia atrevido a ir por segunda vez a las Casas Chicas y estaba observando, fascinada y desde lo alto del

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