tan bajo que parecia que pudieramos tocarlo con la mano. Relampagueo horriblemente un par de veces y en las dos ocasiones crei morir, o como poco temi quedarme ciega, pero con una ceguera especial, la ceguera del que ve demasiado. Porque, cuando los rayos se encendieron, la calle se puso livida, como las calles de los malos suenos, y el cielo perdio su disfraz y revelo su autentica sustancia: era una muralla petrea a punto de desplomarse y aplastarnos. Si el mundo es de verdad asi, si esta es la realidad, me dije, prefiero no ver y no saber.

En ese momento empezaron a caer sobre nosotras gotas gruesas y calidas, gotas que estallaban deliberadamente sobre la piel y que se sentian como dedos ligeros. Levantamos la cabeza hacia las nubes negras y el agua nos acariciaba la cara. La abuela abrio la boca, como hacia a veces en sus visitas al cementerio, pero esta vez no para tragarse el aire del atardecer, sino la lluvia. Y de la calle subia un aroma a tierra mojada tan embriagador como una droga.

No respiraba dona Barbara, sino que bufaba, como un animal grande y poderoso: un bufalo de agua, creo que pense. Extendia los brazos en el aire y se dejaba calar por la apretada lluvia. La blusa se pegaba a su pecho amplio y a sus hombros huesudos, y de su prominente nariz caia un hilo de gotas.

– Las tormentas limpian el aire… -bufaba para si--. Y la lluvia de tormenta limpia las malas memorias…

Comenzo a frotarse suavemente los antebrazos mojados y desnudos, como si se acariciara a si misma, o quiza estuviera acariciando las gotas que habia sobre su piel. Entorno los ojos:

– La ultima vez que me mojo la lluvia del ultimo verano… ?Quien sabe? Quiza esto sea todo -dijo lentamente.

Permanecimos unos instantes calladas bajo el redoble ensordecedor del agua.

– Lluvia de tormenta como entonces. Como antes. ?Te acuerdas de el?

– ?De quien? -balbuci, aterrada, mientras lividas centellas cruzaban por encima de mi cabeza.

Pero enseguida adverti que dona Barbara estaba nuevamente hablando consigo misma. _Los ojos azules, tan hermosos. Y no como en la foto. Tan llenos de vida. No era el sexo, desde luego que no. 0 no solo eso. Era saber que el era mi otra parte y que no habia nada mas que yo precisara, ni agua, ni techo, ni tan siquiera respirar. Y en esas tardes, cuando le deseaba con tanta necesidad y tanto entendimiento, no existia la fealdad, ni la vejez, ni el miedo.

Los truenos rodaban por el cielo con sus ruedas cuadradas organizando un estruendo espantoso, y a veces oscurecian las palabras de dona Barbara. Pero yo la escuchaba con tanta atencion que creo que lo oi todo. Aun sin entenderlo.

– Todavia recuerdo su piel. Caliente y suave, y tan pegada a la mia. Su cuerpo joven, mi cuerpo joven. Y nuestros sudores se mezclaban. Recuerdo sobre todo una emocion: sentirme viva. Sombras doradas de una lampara de pantalla. Un atardecer invernal y azulado al otro lado de una ventana. Un colchon en el suelo. Siempre fui mala, menos con el. Siempre fui demasiado grande y torpe, menos con el. Siempre fui egoista, menos con el.

Volvio a extender las manos dona Barbara: la piel arrugada, manchada de grandes pecas que el agua oscurecia. La tormenta empezaba a amainar.

– Desgraciado aquel que no ha conocido el amor. Esta clase de amor. Ese abismo al que uno se arroja felizmente. Desgraciada la persona que nunca ha sentido, siquiera por un instante, que ella y su pareja eran los dos unicos humanos que jamas habian habitado este planeta. Y desgraciados los que si se han sentido asi alguna vez. Porque lo han vivido y lo han perdido. Yo nunca fui tan hermosa ni tan inteligente como lo fui para el: desde entonces, vivir fue ir descendiendo. Y ahora, ahora que ya apenas si soy Yo, ahora que ya lo olvido todo, para mi desdicha no puedo aun olvidar aquella agonia del deseo y de la carne.

Trono ya muy lejos, un ruidito ridiculo, como una tos del cielo. Ahora llovia desganadamente una lluvia muy fina. Dona Barbara se apoyo con ambas manos en la barandilla del balcon e inclino hacia delante su perfil agudo. Ya no parecia un bufalo, sino un pajaro oscuro, un aguilucho mojado y poderoso a punto de desplegar las alas. Pero cuando yo esperaba ya que saliera volando, el pajaro se solto de la barandilla, se volvio hacia mi y suspiro. Y entonces pude ver que se trataba tan solo de una mujer anciana. De mi abuela.

La enana habia sido diosa, pero ya no lo era. Porque se puede ser dios y luego dejar de serlo, lo mismo que se puede tener la gracia y despues perderla. No hay nada seguro en este mundo: en cualquier momento puedes oir sonar tu hora y perder incluso aquello que no sabias que tenias. Eso decia Airelai. Y asi nos conto un dia la enana su pasado divino:

«Yo he nacido en el Este, como bien sabeis. Donde nace el sol. En un mundo de montanas muy altas y caminos muy chicos en los que las cabras sufren de vertigo. Es un mundo muy antiguo: cuando yo era pequena, alli no habia entrado aun el progreso. Los valles estan llenos de templos. Templos labrados de madera, o cincelados en piedra. Con dinteles espesos y patios oscurisimos. Hay muchos dioses en esos valles. Mas dioses que habitantes. Y casi todos los dioses son del tipo habitual, esto es, invisibles; o, como mucho, tienen una figura de piedra, o una pintura para representarlos. Pero hay tres diosas vivas, una en cada uno de los tres valles mas grandes de mi tierra; y la mas importante de las tres es la katami, y esa fui yo.

»De nina fui muy bella. No quisiera pecar de inmodesta, pero aun soy hermosa. De nina llamaba la atencion: en mi tierra no habia otra criatura como yo.

Acababa de cumplir los cinco anos cuando la katami anterior sangro sus primeras sangres y perdio la divinidad. Salieron los sacerdotes a todo correr del templo para buscar una nueva diosa, montados en burro por los caminos chicos; y enseguida les llego la palabra de mi existencia, porque mi belleza era tal que los paisanos la nombraban. Asi que al poco llegaron los sacerdotes a mi casa, primero uno, luego otro y despues el tercero, mas viejo y enteramente calvo. Y empezaron a mirarme y remirarme por todos los rincones, porque ademas de hermosa la katami ha de ser carente de defectos. Y asi, comprobaron que veia bien, que oia estupendamente, que tenia diez deditos con diez unitas rosas en manos y pies. Que mi piel era toda de un color, sin pecas ni manchas; que parecia sana, y que mi inteligencia era mas que mediana. Tan solo era un poco menguada de tamano para mi edad; pero, despues de mucho cavilar, los sacerdotes decidieron que esa menudencia, y nunca mejor dicho, no era en realidad una imperfeccion. Y hablaron con mi madre, y mi madre lloro, y yo llore, y me subieron en el burro y nos marchamos.

»Os puedo asegurar que el trabajo de diosa es sumamente ingrato. Vestia de un modo hermoso, desde luego, con crespones crujientes, sedas deslumbrantes y muselinas tan delicadas y transparentes como alas de libelulas, todo en una gama de tonalidades que iban desde el granate al azafran, porque el rojo es el color de la katami. Y luego estaba el oro, kilos de oro distribuidos por mi cuerpo, en anillos que me bailaban en los dedos y que habia que atar con pizcas de bramante; y en arracadas pesadisimas que me dejaban las orejas doloridas; y en ajorcas de cascabeles para manos y pies que tintineaban con cada movimiento; y en cintos y pectorales y narigueras. Y en el complejo tocado que todos los dias llevaba varias horas rehacer: con diminutas figuras huecas de animales enhebradas entre mis cabellos. Toda yo centelleaba de oro en la penumbra: porque el templo de la katami es una casa oscura.

»Todos los dias me levantaba muy temprano y las sacerdotisas me vestian y arreglaban durante varias horas. Despues desayunaba una comida sana y aburrida; y empezaban las ensenanzas y la liturgia, estudios y ritos que se prolongaban durante toda la jornada. Me trataban bien, siempre intentaban complacerme y me permitian multiples caprichos (pajaros exoticos, munecos automatas traidos de la China, grillos amaestrados), pero yo me sentia muy desdichada. En siete anos jamas sali del templo, un viejo palacio que carecia de ventanas al exterior y que solo se abria, a traves de un corredor, a un sombrio patio; y no tenia amigos de mi edad, ni volvi a ver a mi familia. 0, mejor dicho, si los veia pero abajo, en el patio, como los demas fieles, sin que yo pudiera hablar con ellos. Yo sabia bien que la tristura de mi vida de diosa formaba parte de mi destino; y que era la cuota de dolor que yo tenia que pagar por mantener la gracia. A veces me miraba la cruz de Caravaca de mi boca en el laton pulido de alguna bandeja (no habia espejos en el templo de la katami, para que las diosas no se abrumaran ante el esplendor de su propia imagen), y me sentia orgullosa de haber escogido el conocimiento aun a pesar del sufrimiento. Nunca dije nada de mi gracia a los sacerdotes, porque sabia que les iba a inquietar ese don que ellos no controlaban: los dioses son siempre muy celosos respecto a sus poderes, y aun lo son mas los sacerdotes que los sirven.

»De aquellos anos refulgentes y oscuros recuerdo sobre todo las historias que me contaron: las ensenanzas del Maestro Mayor, que era aquel sacerdote anciano y calvo. Venia dos o tres veces a la semana y creo que al escucharle me sentia feliz. El me hablo del mundo visible y del invisible, y de la inestabilidad esencial de las cosas, esto es, de como todo y todos corremos inevitablemente hacia la destruccion. Y me hablo de los otros dioses, para

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