Airelai, a la que el escandalo habria despertado de su sueno diurno. Todo el mundo gritaba, probablemente yo tambien, y ahora estabamos juntas Amanda, Airelai y yo, y el Hombre Tiburon nos preguntaba una vez mas por el maldito dinero.
De repente se hizo un silencio tan completo que pude escuchar las furiosas embestidas de mi corazon contra las costillas. Al principio no entendi por que se habia quedado todo el mundo tan quieto; luego segui la mirada de los dos hombres y me encontre con la imponente figura de mi abuela. Dona Barbara estaba en el vestibulo, junto a la puerta de su cuarto, vestida con un traje verde oscuro, huesuda, muy erguida, dejando resbalar su amenazadora mirada por el arco de la poderosa nariz. No me extrano que los hombres se hubieran quedado paralizados: tambien a mi su presencia me helaba la sangre.
– Vamos… -sonrio el Portugues, y al hacerlo la cicatriz morada y rosa se le retorcia-. No nos va a asustar con ese juguetito…
Entonces descubri que la abuela llevaba en la mano una pistola. Pequena, muy pequena, y plateada.
– Ese cacharro no es de verdad… Y ademas tu no dispararias, ?verdad, abuela? -dijo el Hombre Tiburon.
– Claro que no… -dijo el Portugues. Pero era evidente que pensaba que si, que podia hacerlo. Se seco las manos en el pantalon, carraspeo:
– Bueno… Vamonos. Caminaron los dos lentamente pasillo adelante, contoneandose con tanto orgullo como si se tratara de un desfile y estuvieran esperando el aplauso cerrado de los espectadores. Pasaron junto a la abuela sin mirarla y abrieron la puerta. Antes de salir, el Portugues se atuso el pelo escaso, se tento las solapas a la busqueda de un hilo invisible, se demoro sin razon evidente durante un tiempo interminable. Luego miro a la duquesa Ines Garcia Meneses, una gata gorda de rabo pelado que habia salido al recibidor a ver el porque de tanto ruido, y dijo amenazador y silabeante:
– Volveremos. Y se fue detras del Hombre Tiburon. La enana corrio a cerrar la puerta y echo el cerrojo. Chico salio de debajo del sofa del cuarto del sofa, en donde habia estado escondido. La abuela bajo la pistola. Amanda se echo a llorar. Yo respire. Y durante un buen rato no hicimos cada uno mas que eso, Airelai apoyarse contra la puerta recien cerrada, dona Barbara apuntar hacia el suelo, Chico permanecer en cuclillas junto al sofa, Amanda hipar y yo respirar. Al fin la enana hablo, sin moverse, con una voz ronca:
– Volveran. Amanda arrecio en sus gemidos.
– La otra vez no le dejaste marchar -anadio Airelai.
– La otra vez era solo uno. Y yo era mas joven -contesto dona Barbara.
– Y ademas estaba Maximo -dijo la enana en un susurro.
La abuela asintio con lentitud: -Si… estaba Maximo. Suspiro y se guardo la pistolita en un bolsillo de su traje de abuela:
– Pero si quieren guerra, tendran guerra -dijo elevando la voz-. Todavia soy una enemiga peligrosa.
Desde que se habia declarado la guerra saliamos muchisimo. Dona Barbara ponia especial empeno en que el enemigo nos viera llevar una vida normal y por tanto haciamos un monton de cosas anormales que con anterioridad nunca habiamos hecho, tales como pasear todos juntos o tomar helados en la tienda de Rita. Esto era lo que la abuela llamaba «una demostracion de fuerza».
– Al final, todas las guerras se ganan gracias a la presion psicologica -repetia.
Pero siempre llevaba encima la primorosa pistolita y habia hecho reforzar la puerta de casa con una alarma y cerraduras blindadas.
Unos dias despues del comienzo de las hostilidades llegaron al Barrio unos politicos de la ciudad. Venian a inaugurar un parque, o, mejor dicho, a abrirlo. Era al Este del Barrio, donde las huertas secas y los campos de cardos. Alli habia un gran caseron que yo habia visto en mis vagabundeos; tenia unas tapias de piedra que se prolongaban durante cientos de metros y que encerraban un exotico parque que habia sido el capricho de algun noble ya muerto. El palacete estaba abandonado y casi en ruinas, pero el parque habia sido cuidado con esmero y ahora los politicos lo abrian para el pueblo. Era un poco lejos para dona Barbara, a la que no le gustaba demasiado caminar, pero como estabamos en plena ofensiva psicologica se decidio que fueramos a verlo. Incluso la enana se sumo a la expedicion, aunque aquel dia apenas si dispusiera de tiempo para dormir.
Llegamos alli a media tarde, cuando las ceremonias ya habian terminado y el sol abrasaba los campos polvorientos. Llegamos y entramos, y fue como zambullirse en un mar vegetal. Creo que con anterioridad jamas habia estado en un lugar tan bello. Arboles enormes que susurraban sobre nuestras cabezas, pequenas colinas verdes y musgosas, helechos temblorosos, un riachuelo que caia sobre un lago. Nos sentamos a la orilla, debajo de un castano, en la penumbra fresca y perfumada.
– Mirad el agua -dijo la abuela.
La miramos. Delante de nosotros, la superficie de la laguna ardia con un fuego dorado. Nosotros en la sombra y el sol lanzandonos chispas desde el agua.
– Es como el mar -musito dona Barbara. Incluso ella parecia impresionada por el lugar.
Habia bastante gente, pero no tanta como para que resultara molesta. A la derecha se besaban dos adolescentes. Al fondo, una mujer joven estaba tumbada en la hierba con un bebe casi desnudo dormido sobre su estomago. A la izquierda un perro negro chapoteaba alegremente en la orilla en busca de una rama. La encontro, la saco y se sacudio con entusiasmo, y un millon de gotas brillaron en el aire a su alrededor. No parecia el mundo. No parecia el Barrio.
Pero si lo era, porque subitamente vimos al Portugues. Al principio creimos que nos venia siguiendo y nos sobresaltamos. Pero enseguida advertimos su sor- presa: el tampoco esperaba encontrarnos alli. Venia del otro lado de los arboles y caminaba a paso rapido hacia la salida del parque: cejijunto, la cicatriz amoratada, el diente de oro relumbrando. Cuando nos reconocio apreto el paso: detras de el, medio corriendo, iba la mujer palida de la oreja cortada, mas palida que nunca, casi livida, con el nino apretado contra el pecho. Cruzaron los dos cerca de nosotros, salieron del parque por la puerta de atras y se perdieron por las calcinadas y deserticas eras. Adonde irian por alli, que les llevaria a ese secarral abandonado.
Me tumbe sobre la espalda. Las hierbas me picaban en el cuello, en las orejas, en los brazos desnudos, en las piernas. Sobre mi cabeza habia un encaje de hojas verdes y pedacitos de cielo. El silencio estaba lleno de rumores y el aire, de olores: el perfume de la madera, de las sombras y del calor. Soleadas alamedas de la infancia.
– Vayamos a ver la otra parte de la laguna -dijo Amanda.
– No, no… Esperad un ratito mas -contesto dona Barbara.
La abuela nunca se podia marchar de los sitios que le gustaban. Mientras los demas paseabamos, investigabamos y descubriamos, ella siempre se quedaba pegada a la primera piedra, avida y absorta. Decia Airelai que eso era porque no podia soportar la perdida de los momentos hermosos; y que, cada vez que abandonaba un paisaje que la emocionaba, se sentia un poco mas cerca de su muerte. Ahora estaba aqui, aferrada al primer castano del primer repecho de la primera orilla que habiamos encontrado nada mas entrar en el parque; y pasaban las horas y no se movia. Chico y yo, Amanda y la enana nos fuimos a ver el resto del recinto. Nos reimos bastante, atrapamos un grillo y Chico se cayo al agua; y cuando regresamos a la primera orilla, la abuela seguia en la misma posicion, como una esfinge.
Me sente a su lado. Atardecia, la tierra olia a carne tibia y bajo mis dedos temblaban las hierbas. Mire a dona Barbara: por su mejilla resbalaba una lagrima transparente y redonda que reflejaba, al reves, la redondez del mundo.
– ?Por que llora? -pregunte. -Porque recordare todo esto en mi ultimo momento.
Y yo no la entendi, porque, aunque para entonces yo ya habia descubierto lo que era la muerte, en aquella tarde tan hermosa se me habia olvidado.
Tras la visita del Portugues y el Hombre Tiburon, la enana, que habia advertido que yo silenciaba algo, me cogio por su cuenta y me hizo contarle todo lo que sabia. Le hable de mis escapadas por el Barrio, de mi peripecia en las Casas Chicas y de las exigencias y las amenazas del Portugues. Airelai lo escuchaba todo con suma atencion y de cuando en cuando formulaba una pregunta concreta para aclarar algun detalle. Cuando termine de hablar se quedo un buen rato pensativa.
– ?Podrias reconocer la chabola del Portugues? -pregunto al fin.
– Claro que si -me sorprendi. -?Y serias capaz de conducirme hasta alli? -?No, no! Nos matara. -No te preocupes, que no pienso ponerte ni po- nerme en peligro. Solo quiero echar una ojeada y comprobar algunas cosas. Iremos de noche, cuando nadie nos vea; y ademas llevaremos un conjuro, un talisman muy poderoso y