—O los ojos de los hombres —dijo el aldeano flaco—, que no saben distinguir el azur verdadero del azul barroso —y lanzo una mirada retadora al alcalde. El alcalde no recogio el desafio, y otra vez callaron.
El vino clarete no parecia tener otro efecto que el de agriar aun mas el humor de los aldeanos, y los rostros estaban sombrios. No se oia otro sonido que el rumor de la lluvia entre las hojas incontables de los huertos del valle, y el susurro del mar calle abajo, y el murmullo del laud en la oscuridad, puertas adentro.
—?Sabe cantar ese mozalbete delicado que te acompana? —pregunto el alcalde.
—Claro que sabe cantar. ?Arren!, cantanos algo, hijo.
—No consigo arrancarle a este laud mas que algun tono menor —dijo Arren desde la ventana, sonriendo—. Quiere llorar. ?Que os gustaria oir, mis anfitriones?
—Algo nuevo —refunfuno el alcalde.
El laud tremolo ligeramente; Arren ya sabia como tocarlo. —Esto quiza sea nuevo para vosotros —dijo. Y canto.
Los hombres escuchaban, inmoviles: las caras hoscas, las manos y los cuerpos castigados, endurecidos por el trabajo. Inmoviles, en el tibio y lluvioso anochecer del Sur, escuchaban aquella balada que era como el lamento del cisne gris de los mares frios de Ea, nostalgica, doliente. Por un rato, despues de que la cancion terminara, siguieron en silencio.
—Es una musica extrana —dijo uno con cierta vacilacion.
Otro, convencido de que la isla de Lorbaneria era en todo tiempo y lugar el centro absoluto del mundo, comento: —Siempre es rara y lugubre la musica de tierras extranas.
—Hacednos oir algo de la vuestra —dijo Gavilan—. Tambien a mi me gustaria escuchar una trova alegre. El muchacho siempre canta estas endechas de heroes muertos en tiempos remotos.
—Yo lo hare —dijo el que habia hablado el ultimo; carraspeo un momento, y entono una cancion acerca de un tonel de vino robusto y leal, y ?eho eho, a corear y beber! Pero nadie lo acompano en el coro, y todo quedo en el eho eho.
—Ya no se canta ahora como es debido —dijo con irritacion—. La culpa es de los jovenes, siempre metiendo mano en todo y cambiando la manera de hacer las cosas, y no queriendo aprender las viejas canciones.
—No es eso —dijo el hombre flaco—, ya nada se hace como es debido. Ya nada anda bien.
—Si, si, si —resollo el mas viejo—, la suerte se ha secado. Esta es la pura verdad. La suerte se ha secado.
Despues de eso, nadie tuvo mucho mas que decir. Los aldeanos se marcharon en grupos de dos y de tres, hasta que solo Gavilan quedo frente a la ventana, y Arren del otro lado. Y entonces Gavilan se rio, al fin. Pero no era una risa alegre.
La timida mujer del posadero entro y tendio para ellos las camas en el suelo, y se marcho, y ellos se acostaron a dormir. Pero las altas vigas de la estancia eran una guarida de murcielagos. La noche entera estuvieron entrando y saliendo por la ventana sin vidrio, en medio de un revuelo de alas y de chillidos agudos. Solo al amanecer volvieron todos y se apaciguaron, yendo cada uno a suspenderse cabeza abajo de una viga, en un pequeno paquete gris, bien apretado.
Quiza fue ese frenetico ir y venir de los murcielagos lo que impidio dormir bien a Arren. Llevaba ya muchas noches durmiendo en alta mar. Ahora, desacostumbrado a la inmovilidad del suelo, sentia que lo acunaban y acunaban cuando estaba a punto de dormirse… y de pronto el mundo se hundia en un abismo y el despertaba sobresaltado. Cuando al fin se durmio, sono que aun remaba encadenado en la cala de los esclavos; habia otros con el, pero todos estaban muertos. Se desperto de este sueno mas de una vez, luchando por quitarselo de la mente, pero no bien volvia a dormirse, de nuevo caia en el. Al fin le parecia que estaba completamente solo en el navio, pero siempre encadenado, imposibilitado de moverse. De pronto, una voz curiosa, lenta, le hablaba al oido: —Desata tus cadenas —le decia—. Desata tus cadenas. —Arren trataba entonces de moverse, y se movia; se ponia de pie. Se encontraba en un paramo oscuro, vasto, bajo un cielo encapotado. Habia horror en la tierra, en el aire denso, una enormidad de horror. Este lugar era el miedo, el miedo mismo, y el estaba alli, y no habia senderos. Necesitaba encontrar el camino, pero alli no habia ningun camino, y el era pequeno, pequeno como un nino, como una hormiga, y aquel lugar era vasto, ilimitado. Intentaba caminar, tropezaba, y despertaba.
Ahora, despierto, el miedo estaba dentro de el, no ya el dentro del miedo; sin embargo, no era menos vasto, menos ilimitado. La negra oscuridad del cuarto lo asfixiaba y busco las estrellas en el rectangulo difuso que era la ventana, pero aunque ya no llovia, no habia estrellas. Tendido de espaldas, despierto, sentia miedo, mientras los murcielagos entraban y salian, sacudiendo unas alas coriaceas, silenciosas. Por momentos oia sus voces apagadas en el umbral extremo del oido.
La manana llego, luminosa, y se levantaron temprano. Gavilan pregunto muy seriamente en que parte de la isla podria encontrar la piedra emel, y aunque ninguno de los aldeanos sabia que piedra era esa, todos tenian alguna teoria, y discutieron; y Gavilan escuchaba, pero lo que trataba de averiguar mientras escuchaba no se referia a la piedra emel. Al fin el y Arren tomaron el sendero que les indico el alcalde, y que conducia a las canteras de donde se extraia la tierra colorante azul. Pero en camino, Gavilan doblo por un sendero lateral.
—Esa ha de ser la casa —dijo—. Dijeron que la familia de tintoreros y magos venidos a menos vive en este camino.
—?Servira de algo hablarles? —dijo Arren, que aun se acordaba demasiado bien de Liebre.
—Esta mala suerte tiene un centro —dijo el mago con aspereza—. Hay un lugar por el que la suerte huye. ?Necesito un guia que me lleve a ese lugar!
Y siguio andando, y Arren tuvo que seguirlo.
La casa se alzaba en medio de unos huertos, una hermosa construccion de piedra, pero visiblemente descuidada desde hacia anos, lo mismo que los terrenos de alrededor. Unos olvidados capullos de gusanos de seda colgaban descoloridos de las ramas desgajadas, y una capa espesa y reseca de larvas y crisalidas muertas cubria el suelo al pie de los arboles. Todo alrededor de la casa, bajo la frondosa arboleda, flotaba un olor a podredumbre, y mientras se aproximaban, Arren recordo subitamente el horror de sus pesadillas de la noche.
No habian llegado aun a la puerta, cuando esta se abrio bruscamente. Una mujer de cabellos grises salio como una tromba, echando fuego por los ojos enrojecidos y gritando: —?Fuera, malditos, ladrones calumniadores imbeciles embusteros y cretinos malparidos! ?Fuera, fuera, fuera de aqui! ?Que la mala suerte os persiga siempre!
Gavilan se detuvo, con un aire un tanto sorprendido, y levanto con presteza la mano en un gesto curioso. Dijo una palabra: —?Conjuro!
La mujer dejo de gritar. Lo observo con interes.
—?Por que hiciste eso?
—Para conjurar tu maldicion. Ella continuo observandolo, y dijo al fin, con voz ronca: —?Forasteros?
—Del Norte.
La mujer se adelanto. Al principio Arren se habia sentido inclinado a reirse de ella, una vieja que se pone a chillar en la puerta de su casa, pero cuando la vio de cerca solo sintio verguenza. Estaba sucia y mal vestida, le