pendiente de oscuridad que se perdia en las tinieblas.

Por ese boquete entro la forma aplastada y rastrera, y en el momento en que llego a la oscuridad, parecio erguirse subitamente, y avanzar con rapidez; y desaparecio.

—Ven, Lebannen —dijo Ged, posando la mano derecha sobre el brazo del muchacho, y juntos se encaminaron hacia la tierra yerma.

12. La Tierra Yerma

En la mano del mago, la vara de madera de tejo brillaba en la monotona y ominosa oscuridad con destellos de plata. Otro tenue centelleo atrajo la mirada de Arren: un resplandor de luz a lo largo del filo desnudo de la espada que llevaba en la mano. Cuando la muerte del dragon habia roto el hechizo, Arren habia desenvainado la espada, alli, en la playa de Selidor. Y aqui, pese a no ser nada mas que una sombra, era una sombra viviente, y llevaba la sombra de la espada.

No habia ninguna otra luz. Era como la nubosa penumbra de un anochecer de fines de noviembre, de aire hosco, frio, neblinoso, que permitia ver, mas no con claridad ni a lo lejos. Arren conocia este paraje, los paramos y yermos de sus suenos desesperanzados, pero le parecia estar mas lejos, inmensamente mas lejos que en cualquiera de sus suenos. No podia distinguir nada con claridad, excepto que el y su companero estaban detenidos en la ladera de una colina, y que delante de ellos habia un muro de piedra, no mas alto que la rodilla de un hombre.

Ged seguia con la mano derecha apoyada en el brazo de Arren. Echo a andar, y Arren marcho con el; pasaron al otro lado del muro.

Informe, la larga pendiente se perdia delante de ellos, descendiendo a la oscuridad.

Pero en lo alto, donde Arren esperaba ver una espesa techumbre de nubes, el cielo era negro, y habia estrellas. Las miro, y sintio como si se le encogiera el corazon, pequeno y frio, dentro del pecho. Jamas habia visto estrellas como esas. Brillaban inmoviles, sin parpadear. Eran las estrellas que no salen ni se ponen, que ninguna nube puede ocultar, que ninguna aurora hara palidecer. Pequenas e inmoviles brillan sobre la tierra yerma.

Ged bajo por la colina del otro lado del muro de la vida y Arren lo acompano paso a paso. Habia terror en el, pero estaba tan resuelto y decidido que no lo gobernaba el miedo, y ni siquiera lo tenia muy en cuenta: era solo como si algo gimiera muy dentro de el, como un animal encerrado en un cubiculo y encadenado.

El descenso de aquella ladera de la colina parecia interminablemente largo; pero quiza fuera corto: porque no habia tiempo alli, donde ningun viento soplaba, y las estrellas no se movian. Por fin desembocaron en las calles de una de esas ciudades que hay alli, y Arren vio las casas en cuyas ventanas jamas se enciende una luz, y de pie en algunos portales, con los rostros quietos y las manos vacias, los muertos.

Las plazas de los mercados estaban todas desiertas. En aquel lugar no habia venta ni compra, ni ganancia y desembolso. No se utilizaba nada; no se producia nada. Ged y Arren caminaban solitarios por las calles estrechas, aunque de vez en cuando, en alguna esquina, veian otra figura lejana y apenas visible en la oscuridad. En el primero de esos encuentros Arren se sobresalto y desenvaino la espada, pero Ged meneo la cabeza y siguio andando. Arren vio entonces que la figura era una mujer que caminaba lentamente y no huia de ellos.

Todos aquellos que veian —no muchos, porque aunque muchos son los muertos, inmensa es la comarca— estaban inmoviles o se desplazaban lentamente y sin rumbo. Ninguno de ellos parecia herido, como el espectro de Erreth-Akbe invocado a la luz del dia en el lugar donde habia muerto. No habia en ellos rasgo alguno de enfermedad. Estaban intactos, y curados. Curados del dolor, y de la vida. No eran repulsivos, como habia temido Arren, ni aterradores como habia imaginado. Tenian rostros apacibles, libres de la colera y el deseo, y en sus ojos sombrios no habia ninguna esperanza.

En vez de miedo, entonces, una inmensa piedad desperto en el corazon de Arren, y si habia en ella un fondo de miedo, no era por el mismo, era por todos nosotros. Porque veia a la madre y al nino que habian muerto juntos, y juntos estaban en la tierra oscura; pero el nino no corria ni lloraba, y la madre no lo tenia en brazos, ni siquiera lo miraba. Y aquellos que habian muerto por amor se cruzaban en las calles sin verse.

El torno del alfarero estaba inmovil, el telar vacio, el horno frio. Ninguna voz cantaba, jamas.

Las calles oscuras se sucedian entre las casas oscuras, y ellos las atravesaban. No se oia mas ruido que el de sus pasos. Hacia frio. Arren no habia notado ese frio al principio, pero era un frio que se le escurria en el espiritu, que alli era tambien su carne. Se sentia muy cansado. Debia de haber recorrido un largo camino. ?Para que seguir?, penso, y sus pasos se hicieron un poco mas lentos.

De improviso Ged se detuvo, volviendose para enfrentar a un hombre que estaba en el cruce de dos calles. Era alto y esbelto, con una cara que Arren creia haber visto antes, pero no recordaba donde. Ged le hablo, y ninguna otra voz habia roto el silencio desde que cruzaran el muro de las piedras: —?Oh Thorion, amigo mio, como has venido aqui!

Y tendio ambas manos al Invocador de Roke.

Thorion no respondio ni con un gesto. Siguio inmovil, inmovil tambien el semblante; pero la luz plateada de la vara de Ged rasgo las sombras profundas de los ojos del Invocador, encendiendo en las pupilas una pequena luz, o encontrandola. Ged tomo la mano que no se le ofrecia, y dijo una vez mas: —?Que haces tu aqui, Thorion? Tu aun no eres de este reino. ?Vuelvete!

—He seguido al que no muere. Y perdi mi camino. —La voz era queda y sorda, como la de un hombre que habla en suenos.

—Cuesta arriba: hacia el muro —dijo Ged, senalando el camino que el y Arren habian recorrido, la larga y oscura calle descendente. Un temblor estremecio la cara de Thorion, como si de pronto una esperanza lo hubiese atravesado de lado a lado, una espada intolerable.

—No puedo encontrar el camino —dijo—. Mi senor, no puedo encontrar el camino.

—Tal vez lo encuentres —dijo Ged, y lo abrazo, y echo a andar otra vez. Detras de el, en el cruce, Thorion continuaba inmovil.

A medida que avanzaba le parecia a Arren que en aquella penumbra intemporal no habia en verdad ninguna direccion, adelante o atras, este u oeste, no habia ningun camino por donde ir. ?Habria una salida? Pensaba en como habian bajado la colina, siempre descendiendo, incluso en los recodos. Y en la ciudad oscura las calles descendian aun, de modo que para regresar al muro de las piedras solo tendrian que subir, y lo encontrarian en la cresta de la colina. Pero no se volvian. Lado a lado, avanzaban, avanzaban siempre. ?Seguia el a Ged? ?O lo guiaba?

Llegaron a las afueras de la ciudad. El campo de los muertos innumerables estaba vacio. Ni un arbol ni un espino, ni una brizna de hierba crecia en la tierra pedregosa bajo las estrellas que nunca se ponian.

No habia horizonte, porque el ojo no alcanzaba a ver tan lejos en la penumbra; pero delante de ellos habia una ancha franja de cielo sin aquellas estrellas diminutas e inmoviles, y en ese espacio sin estrellas el terreno era escabroso y empinado como una cadena montanosa. A medida que avanzaban, las formas parecian mas nitidas; altos picos, que no azotaba ningun viento, ninguna lluvia. No habia nieve que centelleara a la luz de las estrellas. Eran negros. Al verlos, a Arren se le encogio el corazon. Aparto los ojos. Pero el los conocia; los reconocia, y volvia a mirarlos; y cada vez que los miraba, un peso frio le agobiaba el pecho, y se sentia a punto de desfallecer. Pero seguia andando, siempre cuesta abajo, porque la tierra descendia en pendiente hacia el pie de la montana. Al fin dijo: —Mi senor, ?que son…? —senalo las montanas, porque no pudo seguir hablando; tenia la garganta seca.

—Lindan con el mundo de la luz —respondio Ged— lo mismo que el muro de las piedras. No tienen otro nombre que Dolor. Hay un camino que las atraviesa. Esta vedado para los muertos. No es largo. Pero es un amargo camino.

—Tengo sed —dijo Arren, y su companero respondio:

—Aqui se bebe polvo.

Siguieron andando.

A Arren le parecia que su companero avanzaba ahora con mas lentitud y que por momentos vacilaba. El mismo no sentia ya ninguna vacilacion, aunque estaba cada vez mas cansado. Era preciso que siguieran adelante, que continuaran descendiendo.

De vez en cuando atravesaban otras ciudades de los muertos, donde los tejados sombrios se alzaban en

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