perder tiempo en llevarla al hospital para comprobar si era cierto lo del embarazo, tomar declaracion al turista y a los testigos, llamar a los servicios sociales… -Aqui dejo que su voz se apagara un momento-. De manera que decidi llevarla al lugar en el que dijo que vivia, y asunto concluido.

– ?Y no se preocupo de recoger testimonios de lo que habia sucedido realmente? -pregunto de pronto la dottoressa-. ?Dio por descontado que era culpable?

– No eran necesarios.

– Me gustaria que me dijera por que, maresciallo. ?Porque supuso que, siendo gitana, tenia que ser culpable de lo que se la acusara? ?Especialmente si la acusaba un turista? -Puso enfasis en la ultima palabra, recalcando cada silaba.

– No; no fue por eso -dijo Steiner, sin dejar de mirar hacia adelante.

– ?Por que entonces? -insistio la mujer-. ?Por que resulto tan claro que era culpable?

– Porque una de las testigos le sujeto el brazo cuando estaba sacando la cartera del bolsillo del hombre y porque las dos testigos eran monjas. -Steiner hizo una pausa, para dejar que la informacion calara y agrego-: Me parecio que ellas no mentirian.

La mujer callo, pero solo un momento.

– ?A usted le parece que la mujer se habria arriesgado a hacer eso delante de unas monjas?

– No llevaban habito -dijo Steiner.

Brunetti se habia abstenido de mirarla durante esta conversacion, pero ahora no pudo resistir la tentacion. Ella miraba a la cabeza de Steiner con tanta rabia que a Brunetti no le hubiera sorprendido ver que la gorra del carabiniere empezaba a echar humo y se incendiaba.

Viajaban en silencio. De vez en cuando se oia por la radio la voz del operador, pero el tono era bajo y no se entendian las palabras desde el asiento de atras, y ni Steiner ni el conductor parecian prestar atencion. El conductor entro en la rampa de la carretera del aeropuerto. Hacia tiempo que Brunetti no iba al aeropuerto mas que en barco y lo sorprendio la subita aparicion de rotondas en los cruces. El conducia poco y mal, de manera que no podia adivinar si las rotondas suponian o no una mejora, y ahora no queria romper el silencio con semejante pregunta.

Dejaron el aeropuerto a la derecha y, al poco rato, pararon en un semaforo. De pronto, aparecio en la ventanilla del conductor una mujer con falda larga que sostenia en brazos algo que tanto podia ser una criatura como un balon de futbol envuelto en una toquilla. Con una mano, se tapaba la nariz y la boca con el panuelo de la cabeza, como para protegerse de los gases de los tubos de escape y extendia la otra con la palma hacia arriba, en ademan suplicante.

Los cinco ocupantes del coche miraban fijamente hacia adelante. Al ver los uniformes de los hombres que ocupaban el asiento delantero, la mujer se aparto y se dirigio al vehiculo que estaba detras. El semaforo cambio y reanudaron la marcha.

El silencio se iba haciendo mas denso a medida que pasaba el tiempo. Desde la autostrada se veian campos y bosques, casas aisladas y complejos de granjas. Arboles en flor. Brunetti mirando a uno y otro lado, descubrio que, a pesar de la tension que se respiraba en el coche, aun podia disfrutar del panorama de una naturaleza pujante. Este verano tenian que ir a algun sitio verde, pasar las vacaciones entre campos y bosques, nada de playa, ni arena, ni rocas, por mas que protestaran los chicos. Largos paseos, aire puro, riachuelos, risuenas nubes sobre glaciares rutilantes. El Alto Adigio, quiza. ?No tenia Pucetti un tio que regentaba una casa de agroturismo cerca de Bolzano?

Brunetti noto que el coche aminoraba la marcha. Cuando alzo la cabeza, estaban saliendo de la autostrada. Al final de la rampa, giraron a la izquierda y se encontraron en una autovia que discurria entre edificaciones bajas: naves industriales, cercados de venta de coches usados, gasolineras, un bar, un aparcamiento, otro aparcamiento. Al segundo semaforo, torcieron a la derecha, por entre casas unifamiliares, cada una en su parcela. Cuando se acabaron las casas, empezaron los campos.

Mas semaforos, mas casas, pero estas estaban rodeadas de cercas de tela metalica. En muchos jardines se veian perros, perros grandes. Recorrieron otro kilometro, el conductor senalo con la mano, aminoro la marcha y torcio a la derecha.

Brunetti vio que paraban frente a una verja. El conductor hizo sonar el claxon una vez y otra, y, en vista de que no habia respuesta, se apeo dejando abierta la puerta del coche y abrio la verja. Una vez hubo entrado el coche, a una palabra de Steiner, paro, se bajo y cerro la verja.

Brunetti vio frente a ellos un desigual semicirculo de coches y, detras, una fila de remolques aparcados desordenadamente. Los habia de madera y de metal, y algunos eran modernos y aerodinamicos. Uno de ellos tenia techo a dos aguas y una pequena chimenea en el centro, que recordo a Brunetti los dibujos de los libros infantiles. En los costados de los remolques y en el espacio entre uno y otro se amontonaban y desperdigaban cajas de plastico y de carton, mesas plegables, barbacoas e infinidad de bolsas de plastico reventadas y arrugadas. Mas alla se veian senderos abiertos en la maleza, que enseguida se borraban. Entre los matorrales asomaba chatarra oxidada: un frigorifico, una anticuada lavadora con escurridor de manubrio, un par de somieres y un coche abandonado.

Mucho mejor aspecto tenian los coches que estaban delante de los remolques, la mayoria eran nuevos o, por lo menos, se lo parecian a Brunetti, que no era experto en la materia.

El conductor detuvo el coche en lo que podia considerarse el centro del anarquico aparcamiento y quito el contacto. Brunetti oyo los leves crujidos del motor al enfriarse, el chirrido de los muelles de la puerta de Steiner al abrirse y, luego, trinos de pajaros que llegaban, quiza, de los arboles del otro lado de la tela metalica que rodeaba el campamento.

Entonces vio abrirse la puerta de una caravana, luego la de otra, luego las de otras dos, y a hombres que bajaban las escaleras. Los hombres no hablaban ni parecian comunicarse entre si, pero se acercaron y se pararon delante del coche de los policias formando una fila irregular, como si actuaran de comun acuerdo.

Vianello y despues el conductor abrieron sus puertas y se apearon. Cuando Brunetti volvio a mirar a los hombres que se habian parado delante del coche, vio que otros tres se habian unido a ellos. Y noto que los pajaros dejaron de cantar.

CAPITULO 21

Los hombres no se movian, y los pajaros, poco a poco, reanudaron sus cantos. El aire era tibio al sol de la tarde que los envolvia. Brunetti veia los campos del otro lado de la cerca ondularse suavemente hacia un grupo de castanos: seguramente, de alli venian los trinos. Que dulce es la vida, pensaba Brunetti.

Desvio la mirada de los arboles y observo a los hombres. Ahora eran nueve los que estaban frente a ellos. Le choco que todos llevaran sombrero, unos sombreros sucios que quiza en otro tiempo habian sido de colores distintos, pero ahora todos tenian el mismo tono marron apagado y polvoriento. Ninguno de los hombres iba bien rasurado. Muchos italianos de distintas edades cultivan ahora el look de la barba de varios dias porque consideran que define un estilo. Brunetti nunca habia tenido muy claro que estilo se pretendia definir, solo sabia que este era el proposito. Estos hombres, empero, daban la impresion de que no se afeitaban por desidia o porque lo consideraban una muestra de amaneramiento. Las barbas eran mas o menos pobladas y mas o menos largas, pero ninguna parecia muy limpia.

Todos tenian la tez y los ojos oscuros y todos vestian pantalon de pana, jersey y chaqueta oscura. Algunos llevaban camisa. Los zapatos tenian la suela gruesa y el cuero rozado.

Steiner y el conductor vestian uniforme de carabinieri y en ellos se concentraba la atencion de los hombres del campamento, que solo concedian a Brunetti y Vianello breves miradas de curiosidad. Un golpe seco que sono a su derecha sobresalto a Brunetti. Miro a Steiner y vio al maresciallo volverse hacia el ruido con la mano en la culata del revolver.

Siguiendo la direccion de la mirada de Steiner, Brunetti vio a la dottoressa Pitteri asiendo todavia la empunadura de la puerta que acababa de cerrar violentamente, y una leve sonrisa en los labios.

– No queria asustarlo, maresciallo -dijo mientras se le agriaba la sonrisa-. Le ruego que me perdone.

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