Es imposible precisar cuanto duro aquella situacion, pero a alguna hora entre las 2 y las 4 de la madrugada del 30 de abril, Eva Braun reunio a las mujeres en el pasillo de la planta superior del bunker, que hacia las veces de comedor comunitario. Magda Goebbels, las secretarias, la cocinera, varias enfermeras y esposas de oficiales que prestaban servicio alli, se alinearon junto a las paredes. Palidas, ojerosas, cansadas, eran la vivida imagen de la derrota alemana. Hitler salio de su despacho, acompanado por Bormann, subio arrastrando los pies las pocas escaleras que separaban ambos pisos y les fue estrechando la mano en silencio, una tras otra, musitando frases ininteligibles en respuesta a timidos mensajes de esperanza. Una enfermera perdio los nervios y le endilgo un histerico discurso, pronosticandole la victoria. Hitler corto su perorata: «Hay que aceptar el destino como un hombre», dijo con voz ronca y siguio estrechando manos. Cuando termino, regreso a su despacho seguido de su sombra, Martin Bormann.
La enfermera Erna Flegel -cuyas declaraciones a los agentes norteamericanos del Strategic Service Unit, en 1945, fueron hechas publicas en julio de 2001- corrobora la patetica despedida: «Una mujer le animo '
La despedida del
El dia 30 de abril Hitler se levanto extranamente descansado. Habia dormido bien cinco o seis horas, mas que lo habitual en los ultimos tiempos. Se afeito cuidadosamente, rasurando con su navaja -«no me gusta que nadie ande con una navaja junto a mi cuello», comento en una ocasion a una de sus secretarias- la dura barba canosa que se ocultaba en las arrugas de su cuello. ?Y si ocurriera un milagro? En muchas ocasiones comprometidas de su vida ocurrio un prodigio que las resolvio a su favor. Amargamente, desecho aquella fugaz esperanza. Los hados hacia tiempo que le habian vuelto la espalda. Se vistio con pulcritud y buen gusto: camisa verde y traje negro, con calcetines y zapatos a juego. Salio a su despacho; Eva no estaba y decidio irse a desayunar solo, pero en ese momento llamaron a la puerta. Era el comandante militar del bunker, general de brigada Mohnke, que traia algunas noticias ligeramente alentadoras. Durante la noche habia continuado la feroz pelea por cada piedra de Berlin. La artilleria sovietica habia disminuido la intensidad de su fuego, algo perceptible incluso aquella manana en el bunker, pero la infanteria mantuvo sus ataques concentricos y la presion de sus cunas, desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo unico que aun se defendia. Segun Mohnke, las SS habian inundado los tuneles del metro, ahogando o rechazando a los rusos que avanzaban por ellos y contraatacando en las salidas, a favor de la sorpresa, con una lluvia de granadas de mano y de mortero. Se habia recuperado -en un asalto a base de bombas de mano y de cuchillo- la estacion de metro de Schlessischer y algunos edificios, con lo que la presion sovietica era un poco menos agobiante que a ultima hora del dia 29.
Hitler no se atrevia a creer en la siempre presente esperanza del milagro. Desayuno frugalmente, con prisas, pese a que nada tenia que hacer, salvo aguardar a la conferencia militar del mediodia. A esta asistieron los generales Krebs, Burgdorf, Mohnke y Weidling quien, cubierto de polvo, con profundas ojeras, barba de dos dias y un penetrante olor a polvora, llegaba de la calle, tras haber pasado la madrugada animando y organizando a los defensores de su minimo perimetro defensivo. Tambien asistian Goebbels y Bormann. Alguien pregunto como estaba el dia y Weidling, el unico que habia estado en la calle, se sintio obligado a dar una respuesta social:
Luego expuso la cruda realidad a los presentes, las maximas y ultimas autoridades del III Reich, en cuyas miradas todavia titilaba una chispa de esperanza. Y la verdad es que los rusos avanzaban por el Parque Zoologico, habian alcanzado la Postdamerplatz, eran duenos de los andenes del metro de la Friederichstrasse, circulaban por los tuneles de la Vosstrasse, combatian sobre el puente de Weidendammer y ocupaban buena parte del paseo Unter den Linden. En suma, lo que era previsible de una poderosa presion sobre unas fuerzas inferiores, por muy desesperadamente que combatieran. La artilleria sovietica se habia concedido algun respiro, pero no por escasez de municiones, sino por falta de blancos. Sus canones pesados ya no podian disparar porque se arriesgaban a destrozar a sus propios soldados. La inundacion de los tuneles del metro habia sido la obra de un loco; cierto que habia frenado a los sovieticos durante unas horas, pero a costa de la vida de millares de berlineses que estaban refugiados en los andenes. Realmente, nada habia cambiado. Los sovieticos sostenian su lento progreso; los defensores, su obstinada defensa, pero cada vez eran mas escasos y con menos armas y municion. Weidling se permitio ironizar ligeramente sobre los ultimos defensores de Berlin, en su mayor parte experimentados y duros soldados de las SS, voluntarios en los frentes del este, gentes de las divisiones Hansschar, Italien, Walonie, Flandern, Charlemagne, Nordland… es decir, gran parte de los hombres que defendian como fieras los ultimos escombros de Berlin eran franceses, belgas, holandeses, eslavos, italianos, escandinavos y espanoles. Su fiereza, su experiencia y su desesperacion eran ya solo un delgado muro para contener los ataques sovieticos, sobre una zona que no tendria mas alla de un kilometro de ancho. El imperio de Hitler se habia reducido a unas doscientas hectareas de escombros.
La minuscula esperanza se apago bruscamente en Hitler y en todos. Tras el resumen de la situacion por parte de Weidling, Hitler se quedo a solas con Goebbels y Bormann y les comunico que se suicidaria aquella tarde. Luego llamo al coronel Gunsche. Le ordeno que una hora mas tarde, a las 3 en punto, se hallase ante cuando esto hubiera ocurrido, el coronel se cercioraria de que estaban muertos y, en caso de duda, les remataria con un disparo de pistola en la cabeza. Despues se ocuparia de que sus cadaveres fueran conducidos al jardin de la Cancilleria, donde Kempka y Baur deberian haber reunido 200 litros de gasolina, segun les encargara la vispera, que servirian para reducir ambos cuerpos a cenizas.
Cuando el perruno Gunsche, con las lagrimas surcandole las mejillas, prometia cumplir aquellas ordenes hasta el ultimo detalle, llamaron a la puerta y, sin ser invitada a pasar, entro en la habitacion Magda Goebbels, que mostraba en su deteriorado rostro las huellas de la enfermedad, el encierro en el bunker y el sufrimiento, no solo por la autocondena de su marido, sino porque deberia acompanarle, junto con sus seis hijos, en el suicidio colectivo. Magda, de rodillas, le imploro que no les abandonara. Hitler penso, con una chispa de orgullo, en el amor que habia despertado en aquella hermosa mujer, lo mismo que en tantas otras a las que nunca llego a tratar intimamente, y se sintio obligado a darle una explicacion trascendente de su muerte: si el no desaparecia, Doenitz no podria negociar el armisticio que salvara su obra y Alemania. Magda se retiro al piso superior, junto a sus hijos, todos ninos. Se daba cuenta de que Hitler, el hombre adorado durante quince anos, no la habia entendido. Ella queria que se salvara, sobre todo, para no verse abocada a matar a sus propios hijos, a los que contemplo con los ojos arrasados de lagrimas mientras se peleaban en las minimas habitaciones de la primera planta del bunker.
Serian las 14.30 h cuando Hitler decidio comer. Eva, palida y elegante, con su vestido azul de lunares blancos,