tradicional inculcado en las escuelas de guerra, no podia entender la animosidad del general norteamericano, mas joven y menos distinguido que el desde el punto de vista militar. Trato, por tanto, de seguir las reglas de la vieja cortesia castrense europea y, levantandose, se dirigio al jefe victorioso:

«General, con esta firma el pueblo aleman y sus fuerzas armadas han sido entregadas al vencedor, para su salvacion o para su perdicion. Esta guerra ha durado cinco anos y ambos han padecido y sufrido mas que ningun otro pueblo en el mundo. En esta hora solo me queda confiar en la magnanimidad del vencedor.»

Eisenhower, pagado de su propia importancia, no se digno en responder. La historia del siglo XX tendra para el multiples reproches: fue un jefe militar limitado, politicamente estaba ciego y su conducta estuvo orientada por los prejuicios. Alemania no podra recordarle con gratitud; Europa occidental, tampoco.

Pese a la humillacion de Reims, Doenitz habia ganado parte del tiempo que se habia propuesto. La actividad en los frentes habia cesado mientras sus agotadas tropas seguian caminando hacia el oeste, junto con grandes masas de poblacion civil. Las tragedias al llegar a las lineas norteamericanas, que frecuentemente se cerraron para impedir el paso de quienes huian de los ejercitos sovieticos, fueron incontables y tendrian enorme trascendencia en la configuracion de la futura Alemania, cuya division se perpetuaria hasta 1989.

Aquel Gobierno fantasmagorico de Flensburg aun deberia cumplir otra formalidad: quedaba la rendicion oficial ante todos los vencedores. El «Gobierno de opereta» -en frase de Albert Speer, uno de sus ministros- hubo de designar una comision a tono con la solemnidad. Mientras el gabinete en pleno, cuyos medios materiales se limitaban a poco mas que una radio y media docena de maquinas de escribir, se dedicaba a hacer llegar las ordenes de rendicion para las 0 h del 9 de mayo, Doenitz nombro a tres altos cargos militares para la firma de la capitulacion del III Reich en Berlin: el mariscal Keitel, de sesenta y tres anos de edad, principal asesor militar de Hitler y su primer ayudante para asuntos militares, presidiria la delegacion y representaria la rendicion de la Wehrmacht; el agotado y desmoralizado almirante Friedeburg representaria a la Kriegsmarine y el general de aviacion Stumpff a la Luftwaffe.

Los tres llegaron a Berlin por via aerea y desde el aeropuerto fueron conducidos al cuartel general del mariscal Zukov, en Karlshorst. Alli les esperaban los mariscales Zukov (URSS), Tedder (GB) y los generales Spaatz (USA) y De Lattre de Tassigny (F).Wilhelm Keitel, que habia negociado los detalles de la capitulacion francesa de 1940 en Compiegne, firmo los diversos documentos que se le tendian y, al llegar al frances, dicen que se permitio una ironia: «?Pero tambien tenemos que rendirnos a los franceses?» La ceremonia apenas duro veinte minutos y los documentos estaban signados a las 0.15 h del 9 de mayo.

Aquel hubiera podido ser el ultimo acto del regimen de Doenitz, pero varios de sus miembros se obstinaron en seguir adelante. El primero, Schwerin von Krosigk que, imbuido de un espiritu legalista, suponia que los aliados desearian tambien una capitulacion politica y que, ademas, mientras no se cambiasen las leyes en Alemania, aquel era el Gobierno legal, aunque de momento no tuviera atribuciones. Cesaria la ocupacion y ?quien se encargaria de gobernar el pais? Estaba claro: el unico Gobierno existente, el del presidente Doenitz. Este no estaba muy convencido, pero hacia caso a un hombre avezado en politica, como Schwerin von Krosigk, que habia sido ministro en cuatro gabinetes diferentes. Evidentemente, ni Doenitz ni sus colaboradores conocian los acuerdos de Yalta: la suerte que se le reservaba a Alemania, ni las duras cuentas que los vencedores iban a pasar a los responsables del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial.

Otro que sostenia la ficcion era el general Jodl, convencido de que los aliados «terminarian a la grena» inmediatamente y que britanicos y norteamericanos querrian contar con ellos para combatir a los sovieticos. Londres alentaba esta hipotesis: el premier Churchill no queria que las tropas de los aliados occidentales retrocedieran hasta los limites fijados en Yalta, alegando que los sovieticos estaban transgrediendo los acuerdos de aquella conferencia.

Finalmente, el propio caos aleman y las dificultades aliadas para resolverlo crearon la ilusion en Flensburg de que serian imprescindibles. Efectivamente, britanicos y norteamericanos solicitaron los consejos de los «ministros» de Abastecimientos para dar de comer a la poblacion y de Transportes, para resolver el grave problema de la red de comunicaciones. Autoconvencidos de su papel, los «ministros» de Flensburg decidieron, incluso, abrir una investigacion y procesar a los criminales responsables de las matanzas en los campos de concentracion, asunto del que ningun colaborador de Doenitz parecia saber nada…

Pero aquella ficcion no podia durar mucho. La prensa sovietica se hacia eco, escandalizada, de la existencia en Flensburg de un Gobierno aleman, formado por ex colaboradores de Hitler. Era un «escandalo» interesado, pues las autoridades sovieticas de ocupacion buscaban aquellos dias comunistas alemanes por todos los sitios para organizar un gobierno de su conveniencia. Sin embargo, el nuevo presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, absolutamente inexperto en cuestiones internacionales, se dejo convencer por las presiones de Moscu y ordeno la disolucion del Gobierno de Flensburg. La resistencia que Londres pudo oponer ante su aliado fue escasa.

El 22 de mayo, la Comision de Control -que tenia su sede en el Patria, un buque anclado en el puerto de Flensburg- cito para la manana del dia 23 a Doenitz, Jodl y Friedeburg. El presidente narro asi la ultima escena de su mandato:

«Cuando subi al Patria comprobe que las cosas habian cambiado: ni me recibio ningun oficial ingles ni los centinelas me presentaron armas. En cambio, eran muy numerosos los fotografos. Nos hicieron tomar asiento en un lado de una mesa; enfrente se hallaban ya los jefes de la Comision de Control: el general norteamericano Rooks, el britanico Foord y el sovietico Truskov […] El general Rooks nos leyo una nota segun la cual, por orden de Eisenhower, yo, el Gobierno y el alto mando de la Wehrmacht deberiamos ser detenidos. Desde aquel momento debiamos considerarnos prisioneros de guerra. Luego me pregunto con cierta vacilacion si tenia algo que decir.

– Cualquier palabra seria superflua -respondi.»

Salieron del Patria. En la calle habia grandes medidas de seguridad. Los soldados britanicos concentraban a todos los miembros del «Gobierno de opereta», que abandonaban sus alojamientos con las maletas en la mano. El almirante Von Friedeburg pidio y obtuvo permiso para recoger sus cosas. Se encerro en la habitacion y mordio una capsula de cianuro.

En la pequena ciudad, que se habia acostumbrado a dos semanas de parsimoniosa presencia aliada, existia aquella manana una inusitada actividad y las tropas se hallaban en alerta maxima. Soldados con la bayoneta calada y unidades con uniformes de camuflaje recorrian las calles y registraban casas; en los cruces de las calles se emplazaron posiciones de ametralladores o carros de combate con los motores en marcha y las armas prestas.

Los ministros y funcionarios del Gobierno de Doenitz que no se hallaban en el Patria celebraban, bajo la presidencia de Von Krosigk, una reunion de gobierno tan tragicomica como las demas. De pronto, un tropel de soldados con las armas amartilladas irrumpio en la sala. El oficial que les mandaba ordeno:

– ?Manos arriba!

Aquellos hombres despertaron bruscamente del sueno que estaban viviendo desde comienzos de mayo. Mas no tuvieron mucho tiempo para hacerse cargo de la situacion porque se les estaba dando una segunda orden:

– ?Pantalones abajo!

Los soldados les registraron minuciosamente, incluso sus partes mas intimas; hicieron lo propio con sus mesas de trabajo, taquillas, equipajes, ropas… Los ingleses estaban histericos y tenian buenas razones: se les habia suicidado Himmler y, aunque aun no lo habian advertido, en aquellos momentos lo estaba haciendo el almirante Von Friedeburg. Terminado el registro, apuntados por decenas de armas, les obligaron a salir a la calle tal como estaban, en pijamas o calzoncillos. Era el final mas humillante que pudiera imaginarse para el III Reich.

Speer describe asi en sus memorias lo que, paralelamente, les estaba ocurriendo a los demas funcionarios alemanes concentrados en la ciudad:

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