ni Maud habian tenido nunca muchas posibilidades de casarse. Se parecian en su timidez y en su aparente capacidad de ahuyentar a quienes se les acercaban. Pero ya habia en el mundo suficientes matrimonios, y no habia, desde luego, peligro de escasez de poblacion. La convivencia de hermano y hermana era tan armoniosa como la de marido y mujer; en algunos aspectos, aun mas.
En los primeros tiempos juntos, el y Maud volvian a Wyrley dos o tres veces al ano, pero rara vez eran visitas felices. A George le despertaban demasiados recuerdos concretos. La aldaba de la puerta le sobresaltaba todavia, y por la noche, cuando se asomaba al jardin anochecido, a menudo vislumbraba debajo de los arboles figuras huidizas que aun sabiendo que no eran nada le asustaban. En Maud los efectos eran distintos. A pesar de lo mucho que queria a sus padres, cuando ponia el pie dentro de la vicaria se tornaba reservada e insegura; expresaba pocas opiniones y nunca se reia. George casi hubiera jurado que Maud estaba enfermando. Pero conocia la cura: se llamaba la estacion de New Street y el tren a Londres.
Al principio, cuando el y Maud salian juntos, a veces la gente les tomaba por marido y mujer; y George, que no queria que nadie pensara que era incapaz de casarse, precisaba, minucioso: «No, es mi querida hermana Maud». Pero a medida que pasaba el tiempo, en ocasiones no se molestaba en corregir la confusion, y despues Maud le tomaba del brazo y lanzaba una risita. El suponia que pronto, cuando ella tuviera el pelo tan canoso como el, les tomarian por una vieja pareja casada y quiza ni siquiera se preocupara de rectificar el error.
Al cabo de un rato paseando sin rumbo, descubrio que se acercaba al Albert Memorial. El principe estaba sentado en su entorno dorado y reluciente, rodeado de todos los famosos del mundo. George saco los prismaticos del estuche y empezo a ejercitarse. Recorrio despacio el monumento, por encima de las gradas donde prevalecian el arte, la ciencia y la industria, y por encima de la figura sedente del pensativo consorte, hacia un reino mas alto. La rosca era dificil de controlar y a veces una masa de follaje borroso llenaba las lentes, pero al final emergio la imagen ordinaria de una maciza cruz cristiana. Desde alli siguio poco a poco el chapitel, que parecia tan densamente poblado como los espacios inferiores del monumento. Habia hileras de angeles y -justo debajo- un conjunto de mas figuras humanas, vestidas con ropajes clasicos. Rodeo el Memorial, perdiendo el foco a menudo, y procuro identificarlas: una mujer con un libro en una mano y una serpiente en la otra, un hombre con una piel de oso y un garrote grande, una mujer con un ancla, una figura con una capucha y una vela larga en la mano… ?Eran santos, quiza, o figuras simbolicas? Ah, alli por fin reconocia a una, de pie en un pedestal de una esquina: blandia una espada en una mano y una balanza en la otra. George observo complacido que el escultor no le habia vendado los ojos. El detalle muchas veces habia merecido su censura: no porque no entendiese su significado, sino porque otros no lo entendian. Los ojos vendados permitian a los ignorantes lanzar pullas contra los juristas; y eso George no lo toleraba.
Guardo los prismaticos en el estuche y desplazo la atencion de las figuras monocromas y petreas a las coloreadas y moviles de su alrededor, del friso esculpido al lienzo vivo. Y en aquel momento le asalto la comprension de que todo el mundo iba a morir. En ocasiones se paraba a meditar sobre su propia muerte; habia llorado la de sus padres -de la del padre hacia doce anos, de la de la madre seis-; habia leido en la prensa notas necrologicas y asistido al funeral de colegas, y ahora estaba alli para la gran despedida a sir Arthur. Pero hasta entonces no habia comprendido -aunque era mas una conciencia visceral que una comprension mental- que todo el mundo tenia que morir. De nino le habian informado de este hecho, aunque solo en el contexto de que todos -como el tio Compson- seguian viviendo despues, bien en el seno de Cristo o, si habian sido malos, en otro sitio. Miro alrededor. El principe Alberto ya habia muerto, por supuesto, asi como la viuda de Windsor que le habia llorado; pero aquella mujer con la sombrilla moriria, y su madre, a su lado, moriria antes, y aquellos ninos moririan mas tarde, aunque si habia otra guerra quiza muriesen antes, y aquellos dos perros que estaban con ellos moririan tambien, y los musicos a lo lejos y el bebe en su cochecito, hasta aquel bebe, incluso si llegaba a ser tan viejo como el mas viejo habitante de la tierra, ciento cinco, ciento diez anos, los que fueran, moriria igualmente.
Y si bien George se aproximaba ya al limite de su imaginacion, fue un poco mas lejos. Si conocias a algunos que habian muerto, podias pensar en ellos de una manera u otra: como difuntos, totalmente extinguidos, cuyo cadaver constituia la prueba fehaciente de que su ego, su esencia y su individualidad ya no existian; o bien podias creer que en algun lugar, de algun modo, segun que religion profesaras, y el fervor o la tibieza con que la profesaras, seguian vivos, o de una forma prevista por textos sagrados o de alguna otra forma aun incomprendida. Era una de las dos; no habia una postura transaccional entre ambas, y George, en privado, tendia a pensar que la extincion absoluta era la mas probable. Pero cuando uno estaba en Hyde Park una tarde calurosa de verano, entre miles de seres humanos, pocos de los cuales estarian pensando en la muerte, era menos facil pensar que aquella cosa intensa y compleja llamada vida solo fuese un azar acontecido en un oscuro planeta, un momento fugaz de luz entre dos eternidades de tinieblas. En aquel entorno era posible sentir que toda aquella vitalidad tenia que perdurar de algun modo, en algun sitio. George sabia que no estaba a punto de sucumbir a un arrebato de sentimiento religioso; no iba a pedir a la Asociacion Espiritista de Marylebone algunos de los libros y folletos que le habian ofrecido cuando les compro la entrada. Tambien sabia que seguiria sin duda viviendo como hasta entonces, practicando como el resto del pais -y sobre todo a causa de Maud- los ritos generales de la Iglesia de Inglaterra, y los practicaria con una especie de desgana y de imprecisa esperanza hasta la hora de la muerte, en que descubriria la verdad del misterio o -lo mas probable- no descubriria nada. Pero aquel dia, mientras un caballo y su jinete pasaban por delante, tan condenados a fenecer como el principe Alberto, penso que veia un poco de lo que sir Arthur habia llegado a ver.
Todo esto le dejo sin resuello y empavorecido; se sento en un banco para serenarse. Miro a los viandantes, pero solo veia a muertos caminando; presos en libertad condicional a los que podian llevarse en cualquier momento. Abrio
Aun faltaba una hora, pero la gente ya empezaba a dirigirse al Hall y George la siguio para evitar estrujones posteriores. Su entrada era para un palco de la segunda fila. Le encaminaron hacia una escalera trasera y llego a un pasillo en curva. Abrieron una puerta y se encontro en el tunel estrecho de un palco. Habia cinco asientos, todos ellos vacios, de momento: uno atras, dos delante, juntos, y otros dos delante de la barandilla de metal. George vacilo un instante, tomo una bocanada de aire y avanzo.
Las luces llamean todo alrededor de este coliseo de felpa dorada y roja. No es tanto un edificio como un canon oval; mira enfrente, mira abajo, arriba. ?Que aforo tendra: ocho mil, diez mil personas? Casi mareado, se sienta en una silla de la segunda fila. Se alegra de que Maud le haya sugerido que lleve los prismaticos: explora el patio y la rampa de butacas, las tres gradas de palcos, el gran organo detras del escenario y luego la ladera mas alta del circulo, la arcada sostenida por columnas de marmol marron, y sobre ellas el arranque de la altisima cupula oculta por un toldo flotante de lona, como un paisaje de nubes encima de sus cabezas. Observa a la gente que va entrando en el anfiteatro: algunos con traje de noche, pero la mayoria obedientes al deseo de sir Arthur de que no lleven luto. Con un barrido de lentes, George enfoca el estrado: hay macizos de lo que el toma por hortensias y alguna especie de grandes helechos colgantes. Han instalado para la familia una fila de sillas de respaldo cuadrado. En la del medio han puesto un rectangulo de carton de lado a lado. George enfoca las lentes en esta silla. El letrero dice: SIR ARTHUR CONAN DOYLE.
Mientras la sala se llena, guarda los prismaticos en el estuche. Llegan espectadores al palco de su izquierda; de ellos solo le separa el brazo mullido de la silla. Le saludan de un modo