Julian Barnes
El puercoespin
Titulo original:
Traduccion de Francisco Javier Calzada
A Dimitrina
El anciano estaba de pie, tan cerca de la ventana del sexto piso como se lo permitia el soldado que le vigilaba. Fuera, en la ciudad, reinaba una inusual oscuridad; en el interior, la debil luz de la lampara del escritorio apenas arrancaba un destello de la montura metalica de sus gruesas gafas. Su apariencia era menos atildada de lo que habia esperado el soldado: su traje formaba arrugas en la espalda, y el poco pelo rubio rojizo que le quedaba se alborotaba en mechones. Pero su actitud era de seguridad en si mismo; habia incluso cierta beligerancia en su forma de apoyar firmemente el pie izquierdo contra la linea pintada en el suelo. Con la cabeza ligeramente inclinada, el anciano escuchaba la protesta femenina que estaba desarrollandose en el mismisimo centro de la capital, de esa ciudad que habia gobernado durante tanto tiempo. Sonreia para sus adentros.
Se habian congregado en aquella humeda tarde de diciembre frente a la catedral de San Miguel Arcangel, punto de reunion desde los viejos dias de la monarquia. Muchas entraron primero en el templo para encender velas como las que ardian en los candeleros a la altura del hombro: finas y amarillentas velas que tenian tendencia, bien por su mala calidad o por el calor de las llamas proximas, a doblarse por la mitad a medida que se consumian, derramando goterones de cera que salpicaban suavemente al caer en la rebosante bandeja. Luego, armadas con sus instrumentos de protesta, las mujeres salieron a la plaza de la catedral, un lugar que hasta hacia muy poco tenian vedado y que habia sido acordonado por tropas al mando de un oficial que vestia un abrigo de cuero sin ninguna divisa que indicara su graduacion. La oscuridad era alli todavia mas densa, porque en aquella parte de la plaza solo una de cada seis farolas brindaba su mortecina luz. Muchas mujeres iban ahora por velas mas resistentes y blancas. Para ahorrar cerillas, salvo la primera, prendian cada nueva vela con la llama de otra.
Podian verse algunos abrigos de piel sintetica, pero la mayoria de las manifestantes se habian ataviado segun las instrucciones; mas exactamente, no se habian ataviado: parecian recien salidas de la cocina. Delantales sobre un vestido de tela basta estampada, y un grueso sueter encima, el mismo que llevaban para no aterirse en sus apartamentos sin calefaccion, y que ahora las protegia del intenso frio reinante en la plaza de la catedral. Y en el bolson del delantal, o en el bolsillo del abrigo si iban mas arregladas, llevaban todas algun utensilio de cocina de tamano considerable: un cazo de aluminio, un cucharon de madera, un afilador, o incluso, por si las circunstancias llegaran a exigir algun gesto amenazador, un pesado tenedor de trinchar.
La manifestacion comenzo a las seis de la tarde, hora en que tradicionalmente las mujeres se hallaban en la cocina preparando la cena, por mas que, ultimamente, esta palabra, que designaba la principal comida del dia, habia pasado a significar un simple guiso caliente, entre caldo y estofado, a base de un par de nabos, un cuello de gallina -si era posible encontrarlo-, unas pocas hojas de verdura, agua y pan duro. Pero esa noche no iban a remover aquel misero condumio con los cazos y cucharones que llevaban en los bolsillos. Esa noche sacaron sus utensilios y comenzaron a agitarlos en el aire, como saludandose unas a otras con una excitacion algo timida al principio. Hasta que se lanzaron.
Cuando las organizadoras, un grupito de seis mujeres del poligono de la Metalurgia (bloque 328, escalera 4), dejaron atras el empedrado de la plaza y dieron los primeros pasos por el bulevar, en cuyo asfalto liso relucian con brillo de antracita las cuatro lineas paralelas de los tranvias, se escucho el primer golpe de un cucharon de aluminio contra un cazo. Durante unos instantes, mientras otras iban sumandose con respetuosa timidez, el ruido mantuvo un compas lento, pausado, como una irreal marcha funebre culinaria. Pero cuando el grueso de las manifestantes respondio a aquella invitacion, los primeros momentos de solemne orden desaparecieron, y los intervalos de silencio se llenaron con el sonido de nuevos golpes dados por las mujeres que venian detras, hasta que los aledanos de la catedral, a la que ahora acudian abiertamente los fieles para encontrarse con Dios en silenciosa plegaria, se vieron invadidos por aquel apremiante estruendo domestico.
Quienes participaban en la manifestacion podian distinguir, gracias a la cercania, las diferentes notas que sonaban: el debil y amortiguado chasquido del aluminio contra el aluminio; el timbre, mas agudo y marcial, de la madera contra el aluminio; el sorprendentemente alegre tanido de la madera contra el hierro, que parecia llamar a fajina, y el pesado repiqueteo, como de martillo neumatico, del aluminio al golpear contra el hierro. Aumentaba el estrepito a medida que se incorporaban a el mas mujeres: un guirigay que nadie en la ciudad habia oido antes y que resultaba aun mas impresionante por su singularidad y su falta de ritmo: era machacon, opresivo, mas hiriente que un grito de dolor. En la primera esquina, un grupo de muchachos, con el antebrazo levantado en un gesto obsceno, prorrumpieron en insultos al paso de las mujeres, pero el fragor hizo que todo lo que consiguieran fuera boquear en vano, sin que sus insultos llegaran mas alla del amarillento circulo de luz de la farola a cuyo pie se hallaban.
Las organizadoras habian confiado en congregar a lo sumo unos cuantos centenares de mujeres del poligono de la Metalurgia. Pero el creciente estrepito que seguia las relucientes curvas de la linea 8 del tranvia procedia de varios miles de manifestantes: de los poligonos de la Juventud, la Esperanza y la Amistad, de los de la Estrella Roja, Gagarin y la Victoria Futura, e incluso de los de Lenin y del Ejercito Rojo. Las que llevaban velas, las sostenian en el hueco entre el pulgar y el indice, a la vez que asian con fuerza el cazo o la sarten que habian traido; a cada golpe que daban sobre los cacharros con la cuchara o el cucharon que blandian en la otra mano, la llama de la vela temblaba, derramando un reguero de cera en sus mangas. No llevaban banderas ni gritaban consignas: eso era privativo de los hombres. En vez de ello, ofrecian un concierto de instrumentos metalicos. Y los millares de rostros iluminados por la luz amarillenta de las velas, que saltaban a cada golpe, recordaban un campo de girasoles. Las mujeres salian de la calle Stanov y estaban entrando ya en la plaza del Pueblo, donde los humedos adoquines semejaban una enorme bandeja llena de brillantes bollos que se burlaran de ellas. Llegaron al macizo Mausoleo, a prueba de bombas, que albergaba el cuerpo embalsamado del Primer Lider, pero la manifestacion no se detuvo alli, ni aumento su volumen sonoro. Cruzo la plaza por delante del Museo Arqueologico, bordeo valientemente la requisada Oficina de Seguridad del Estado, desde donde el anciano atisbaba, sonreia y avanzaba su pie contra la linea blanca, y rodeo luego el elegante palacio neoclasico que hasta hacia poco habia sido la sede del Partido Comunista. Varias ventanas de la planta tenian ahora cartones en vez de cristales, y en un angulo del edificio un intento de incendio, tan entusiasta como falto de medios, habia dejado en la fachada un ancho manchon negro que iba del segundo piso al septimo. Pero las mujeres tampoco se detuvieron alli, excepto algunas, que se pararon un instante a escupir; esta practica, que se habia iniciado cautamente hacia cosa de un ano y que, durante un tiempo, se convirtio en una necesidad nacional, hasta el punto de que al final de cada dia era menester llamar a los bomberos para que limpiaran los adoquines con el agua de sus mangueras, habia empezado ya a perder popularidad. Aun asi, fueron bastantes las mujeres que escogieron esa forma de expresar su desprecio por el Partido Socialista (antes Comunista), de manera que las pisadas de las que iban detras resbalaron en los escupitajos del empedrado.
El firme ruido domestico, trasunto del desconsuelo nacional y de los estomagos vacios, paso por delante del Hotel Sheraton, donde se alojaban los extranjeros ricos; algunos de los huespedes miraban expectantes por sus ventanas, sosteniendo velas tal como les habian aconsejado, las cuales, por supuesto, eran de mejor calidad que las que ardian en la calle. Cuando comprendieron la causa de la protesta,