minuto. Maldito perrito pesado y caprichoso, adorable, depositario de una investidura milagrosa.

El camarero trajo el cambio, eran las dos menos diez, ya solo faltaba que, entretanto, se hubiera desinflado un neumatico. Se levanto impaciente. Vio en un espejo su cara, fea, cansada. ?Que pena!

El neumatico no estaba desinflado. A las dos y cinco estaba en la plaza. Coloco el auto en el estacionamiento, pero el sol era tan fuerte, que alli no podia resistir sentado en el coche. Se apeo con el perrito.

En el centro de la plaza habia un rectangulo de prado. Dejo pasear por el al animalito llevandolo sujeto con la correa; habia poca gente por alli, pero alguien se detuvo a mirarlo: era un perro tan pequeno y gracioso. Las dos y doce, las dos y trece. ?Por fin! Al cabo de dos minutos, ella reapareceria, se marcharia con el, a su lado, al sol, los dos solos, por la autopista, como un paseo juntos por primera vez y nadie podria molestar. Y el le hablaria, habia decidido hablarle, no podia seguir mas asi, costara lo que costase, no podia resistir mas con aquel continuo tira y afloja, viendose solo de vez en cuando, sin poder telefonearle, computando el amor a veinte mil liras en cada ocasion. Una vez en el coche ya no habria nadie que fastidiara: ni aquel primo Marcello ni los parientes de ella ni los tipos del Due con los que bailaba por la noche ni las alcahuetas. Solos, en la inmensidad de la llanura. Y el nunca habia sido capaz de hablar a una chica para decirle lo que el corazon deseaba decir, pero es que nunca, siempre habia sido desdichado, pero ahora algo rebosaba: ahora, aun a costa de echarlo todo a perder, si que hablaria, era cuestion de vida o muerte, no podia resistir mas.

Al sol hacia un calor tan insoportable, que cogio el perrito en brazos y se traslado al borde de la calle, alli donde la casa de enfrente proyectaba su sombra. Las dos y diecisiete: de un momento a otro. A su edad, con un ridiculo perrito en brazos, esperando a una chica de alterne que, mientras el almorzaba en el restaurante, acaso se hubiera ido a la cama con su amorcito, con el que acaso hubiese estado riendose largo rato de el, el imbecil, que se habia tragado todas las trolas que ella habia sido capaz de inventar, y acaso estuviera riendo aun en aquel momento, a horcajadas en el bide, mientras su amorcito se secaba el sudor del revolcon. Pero, ?por que? Tal vez no. En el fondo, podia ser todo verdad, era imposible incluso que no lo fuese, nunca una chiquilla como ella habria tenido semejante tupe. Era cierto. Desde luego, era cierto, pero, ?por que hacerlo esperar asi, en medio de la calle y con un perrito en brazos? ?En tan poco lo tenia, entonces, Laide? ?Por que humillarlo asi? Si sus colegas se hubieran enterado, si sus amigos lo hubiesen visto. Precisamente aquel perrito cargante era lo que volvia extraordinariamente ridicula la situacion. Las dos y veinticinco, diez minutos de retraso. ?Por que? Era un hombre de casi cincuenta anos, serio, apreciado, respetado, un hombre casi importante. Era un nino, estaba solo, era maltratado, estaba humillado, nadie conocia su pena, nadie en el mundo, aunque lo hubiera sabido, habria tenido piedad de el. El perrito se estremecio, estaba cansado de estar en brazos, tenia ganas de caminar. Nadie en el mundo podia tener misericordia de su innoble, de su estupida pena, sino que se habrian reido de el, incluso los viejos amigos habrian soltado muchas carcajadas.

Precisamente en uno de esos momentos en que la espera espasmodica cede de cansancio y los ojos agotados dejan de mirar en derredor, fue cuando aparecio la moto de Marcello con Laide en el asiento trasero.

«Son las tres menos veinte», dijo Antonio.

«Bueno, ya estoy aqui», dijo ella, segura de si misma, sin escuchar.

XXI

Marcello los acompano en la moto hasta las puertas de la ciudad, Antonio apretaba el acelerador, deseoso de liberarse de el, y en determinado punto, donde ya no habia trafico, Marcello empezo a quedarse rezagado.

Entonces ella, Laide, se puso de rodillas en su asiento para poder mirar hacia atras y agitar el brazo en senal de despedida. Si hubiera partido para China, no habria hecho tantas alharacas. Si hubiese sido la ultima vez que iban a verse en su vida, no habria podido mostrarse mas excitada.

?Se daba cuenta o no de que para el, Antonio, eran autenticas bofetadas? ?Como era posible que el siguiese creyendo en el primito timido, respetuoso y virgen?

Al final, Laide volvio a sentarse, pero siguio un buen rato volviendose hacia atras, con el brazo derecho estirado en vertical para despedirse.

«Bueno, ?has acabado ya?»

«?Que?»

«De despedirte de tu amorcito».

«?Que amorcito ni que nino muerto! ?Cuantas veces debo repetirte que con el nunca ha habido nada? Empiezo a estar harta, la verdad».

«Bueno, no te enfades».

«Es que ya te conozco: cuando a ti se te mete una cosa en la cabeza, es asi y se acabo. Para que te enteres de una vez, nunca te he dicho mentiras».

«?Y la del nombre entonces?»

«?Que nombre?»

«La de que te llamabas Mazza, en vez de Anfossi».

«No era una mentira. En la Scala me hacia llamar Mazza».

El guardo silencio. Las seguridades de Laide -que si no habia nada malo en lo que hacia, que si ya no iba mas a casa de la senora Ermelina, que si en el Due habia un ambiente familiar, que si Marcello nunca se habria atrevido a tocarla, que si a Modena iba por 'trabajo', que si todo en su vida era correcto y respetable-, todas sus coartadas, precisas hasta una decima de milimetro, tenian el extraordinario efecto de calmarlo y el se quedaba convencido de ellas como si hubiera tomado un filtro, pese a las continuas y decisivas objeciones del sentido comun.

Pero, entretanto, estaba deseoso de proponer a Laide el pacto tanto tiempo meditado, que era para el de una importancia fundamental: podia ser su salvacion.

?A que se debia, en realidad, el tormento, la inquietud, la angustia, la incapacidad para trabajar, para comer, para dormir? ?Por que no era ya Antonio el mismo, sino un ser esclavo y tembloroso, incapaz de reaccionar?

Pues estaba clarisimo por que: porque, evidentemente, para poder vivir, necesitaba a Laide, pero esta no le pertenecia en modo alguno. Laide iba y venia, le telefoneaba o no, hasta entonces siempre habia cumplido, a decir verdad, su palabra, pero, ?y si hubiera empezado a no telefonearle? ?O a decirle que le telefonearia y despues no hacerlo? Era, en una palabra, un bien incierto y fluctuante con el que el no podia contar y precisamente a tamana incerteza se debian el tormento y la pena.

Se interno por el ramal de la autopista y poco despues comenzaba la gran curva elevada del enlace. Eran las tres y cuarto y hacia un sol bellisimo. Conducir un coche descapotable de color rojo llevando al lado a una chiquilla atractiva y excitante, una chiquilla modernisima, al corriente de todo lo que necesitan las chiquillas modernisimas, y no solo eso: llevando al lado a la persona amada, a ella en persona, la mas deseable de todas las mujeres del mundo, ella, que era obsesion, pesadilla, fatalidad, misterio, vicio, secretismo, chic, mala vida, gran ciudad, perdicion, amor, ella a su lado con un panuelito azul con lunares blancos anudado bajo la barbilla, campesinita provocativa y altanera, ir asi en coche descapotable era bellisimo, lastima que no hubiese nadie, nadie habia que pudiera valorar su maravilloso privilegio de ir, una tarde de mayo, en un Spyder rojo con semejante jovencita desenvuelta, chiquilla y no chiquilla, nina y mujer, florecilla y pecado, y todo ello resultaba bien visible, bastaba echar un vistazo. Oh, poder seguir asi y no tener que ir al trabajo, y que el sol no se pusiese, la carretera no se terminara y ella no tuviera que regresar a Milan, porque, evidentemente, no tenia prisa, pero le habia dicho que por la noche debia ir a cenar a casa de una tia suya y el no habia insistido, aunque de sobra se sabe lo que significan las tias para las chiquillas atrevidas y desprejuiciadas, sedientas de dinero; el no iba a preguntarselo, desde luego, habria sido como abofetearla, con lo puntillosa que era, pero habria jurado que para aquella noche tenia una cita. Tal vez la senora Ermelina le hubiera telefoneado a proposito el dia anterior desde Milan. Habia una ocasion magnifica, un senor de Biella, forrado de pasta, un tipo lo que se dice como Dios manda y reservado, uno de esos que, si encuentran a una nena que les caiga bien, no miran un pavo mas o menos y a saber si no llegarian a algun arreglo como Dios manda: el podria acudir desde Biella un par de veces a la semana y el resto del tiempo ella estaria libre como el viento. Por eso la habia telefoneado a ella, Laide, y no a una de las otras, porque ella, Laide, cuando queria, sabia hacer las cosas bien y, si a un cliente, siempre que fuera una persona como Dios manda y educada, le gustaban ciertos caprichitos particulares -es un decir, naturalmente: ?que mal habia en ello, a fin de cuentas?-, ella, Laide, era una nina inteligente y comprendia al vuelo la situacion y no ponia

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