el elevado numero de periodistas y camaras que Milner habia acreditado para el seguimiento del funeral. Casi todos pertenecian a importantes cadenas de television y agencias de noticias, ademas de cadenas exclusivamente de noticias.

En Oriente, el numero de muertos era atroz, y el panico ya habia empezado a apoderarse del resto del planeta, asi que costaba creer que los medios dieran tanta cobertura al funeral de un solo hombre. Pero como ocurre casi siempre, la prensa adolece de cierta tendencia a prestar oidos a lo que le conviene: ya sea porque ocurre en casa o porque sucede en un lugar donde al periodista le apetece pasar una temporada con los gastos pagados, aun cuando el mundo se pueda estar viniendo abajo en otro lugar. Todos los medios mas importantes tenian oficinas en Nueva York, asi que casi todos estaban presentes para cubrir el funeral. Por supuesto que habia periodistas en Oriente cubriendo los acontecimientos desde la periferia de la terrible hecatombe, pero aunque sus aterradoras informaciones dominaban los titulares, no habia ninguno lo suficientemente cerca que no hubiese acabado como una victima mas. Hasta el momento, todas las misiones de reconocimiento habian acabado mal, asi que la cobertura se limitaba principalmente a informar sobre las avalanchas de gente que, presas del panico, intentaban huir del embate de la locura.

El ambiente de casi absoluta normalidad que gobernaba en la sala podia deberse, tal vez, a la incapacidad de comprender lo que estaba ocurriendo al otro lado del planeta. Podia ser, tal vez, porque acaecia, precisamente, en el otro lado del planeta. O tal vez se debia a la sensacion, cada vez mas generalizada, de que las crisis empezaban a ser la norma.

Decker era tan consciente de la hecatombe de Oriente como cualquier otro, pero despues de tanto sufrimiento y de tantas muertes como le habia tocado vivir -desde su periodo de servicio en el ejercito, a los guardas asesinados en el Muro de las Lamentaciones, a la muerte de su mujer, sus hijas y cientos de millones de personas en el Desastre, los cientos de millones mas caidos en el holocausto ruso y en la guerra entre China, India y Pakistan, la descomunal perdida de vidas y destruccion de los asteroides y la hambruna resultante en tantos lugares del mundo, y, mas recientemente, el tormento de las langostas que el habia sufrido en su propia carne-, se sentia incurablemente paralizado e incapaz de reaccionar. Mientras Christopher vivia, todo ese sufrimiento parecia tener alguna justificacion, eran «los dolores de parto de la Nueva Era»; asi lo habian llamado Milner y Christopher. Pero con Christopher muerto, nada tenia sentido.

Decker repasaba mentalmente, una y otra vez, cuanto habia ocurrido. Lo que menos sentido tenia eran las circunstancias que habian conducido al asesinato de Christopher. No podia perdonarse haber sido el quien proporcionara a Tom Donafin el acceso y la oportunidad para cometer su infame crimen. Cuando se relaciono a Decker con Tom despues del asesinato, Decker fue interrogado por el departamento de seguridad de la ONU. Los medios no tardaron en sacar la historia tambien. Probablemente no habia nadie que pensara seriamente que Decker habia participado voluntariamente en lo ocurrido, pero era tan poco lo que se sabia del asesino que su conexion con Decker se convirtio en una vertiente del caso, que los servicios de seguridad y los medios insistian en explorar hasta el ultimo detalle. Decker y Tom habian sido amigos y companeros de curso; habian trabajado para la misma revista, y luego habian sido secuestrados y permanecido retenidos durante tres anos en el Libano. La ironia de que hubiese sido Decker quien liberara a Tom Donafin en el Libano, y que ahora fuese precisamente Donafin el que hubiera asesinado a Christopher, a quien Decker habia criado como a un hijo, era un tema sobre el que se discutio y se reflexiono hasta la saciedad. Si alguien hubiera sabido que, de hecho, habia sido Christopher quien habia liberado a Decker, haciendo luego posible que este hiciera lo mismo con Tom, los debates sobre esta ironia se habrian alargado aun mas.

Despues, cuando los servicios de seguridad de la ONU inspeccionaron el apartamento de Gerard Poupardin y se descubrio, por los muchos recortes de noticias garabateados y las fotos desfiguradas alli encontrados, que el objetivo original de Poupardin era Christopher, los medios encontraron por fin otro filon que explotar. Varios comentaristas, motivados en parte, tal vez, por lastima hacia Decker, argumentaron que si Tom no hubiese matado a Christopher, Poupardin se habria encargado de hacerlo de todas formas. «Aun asi -concluian- era ironico que…»

Asi que el veredicto oficial de los medios fue que Decker habia actuado de buena fe. A la misma conclusion llegaron los servicios de seguridad de la ONU. Pero Decker no podia dejar de culparse.

Para mayor escarnio, debia soportar el dolor que sentia por Tom. La violenta escena de su muerte no era algo que pudiera olvidarse con facilidad. Y, sin embargo, la sola idea de que pudiese lamentar la muerte del asesino de Christopher le hacia sentirse todavia mas culpable. Habia meditado sobre las ultimas palabras de Tom, una y otra vez. «Me iba a abandonar», eso habia dicho. ?De verdad significaba algo o se trataba nada mas que del delirio de un lunatico? ?Y a que se referia Tom en su nota con aquello de ser el Vengador de Sangre? Fuera lo que fuera, tenia toda la pinta de deberse a su relacion con Juan, Cohen y el Koum Damah Patar. Decker estaba convencido de que eran ellos los que estaban detras de todo. De una manera u otra, habian inducido a Tom a hacerlo, porque sabian que Christopher era la unica fuerza que les obstaculizaba. Apenas les quedaba tiempo. Y si Christopher siguiera vivo y hubiese sido nombrado secretario general, no cabia duda de que habria acabado con su reinado de terror en la Tierra.

Decker se refreno y empezo otra vez a castigarse. «Pero no deja de ser culpa mia que Tom entrara en el Salon de la Asamblea General», se dijo para si. Volvia sobre este pensamiento una y otra vez. El sentimiento de culpabilidad, la afliccion, e incluso el dolor de la luxacion, se habian convertido en su penitencia, aunque dudaba de que esta fuera suficiente para enmendar su crimen.

En el bolsillo de la pechera de su chaqueta, Decker habia guardado el folleto informativo de un centro de interrupcion de la vida de la zona. «Interrupcion de la vida», un ridiculo eufemismo para no decir suicidio, por lo menos eso le habia parecido a el siempre. Sin embargo, dos dias atras habia ido a recoger el correo y, al encontrar el folleto, enviado por algun jefe de marketing agresivo, se lo habia guardado. Ya habia recibido ofertas de esta clase -en ocasiones se enviaban de manera indiscriminada-, pero esta era la primera vez que la recibia directamente a su nombre. Los buenos comerciales diseccionaban todos los medios de informacion local en busca de futuros clientes: personas recientemente enviudadas o divorciadas, gente que habia tenido que cerrar el negocio o que se habia declarado en bancarrota, o cosas por el estilo. Dadas las circunstancias, a Decker le sorprendia haber recibido solo una oferta. La carta ofrecia consuelo «en estos momentos dificiles», para a continuacion poner generosamente a su disposicion sus servicios, en caso de que los fuese a necesitar.

A Decker le quedaban unos cuantos asuntos por cerrar, pero ya tenia decidido hacer una escapada a las instalaciones del centro no mucho despues del funeral; aunque en absoluto creia que alli se preocuparan de verdad por su sufrimiento, como aseguraban en la carta. Sencillamente consideraba que era el lugar mas conveniente y la forma menos dolorosa, mucho mejor que colgarse o saltar de lo alto de un edificio.

Habia leido que la mayoria de las personas que contemplan el suicidio se sienten muy aliviadas cuando toman la decision definitiva de llevarlo a cabo. A el no le pasaba nada por el estilo.

Decker no se dio cuenta, pero si la prensa y la mayoria de los presentes. El ex subsecretario de la ONU, Robert Milner, habia entrado en la sala. No es que Milner fuera tan famoso como para llamar tanto la atencion, pero quienes frecuentaban su circulo lo conocian de sobra. Y el resto tenia noticia, cuando menos, de su trabajo y de los numerosos libros que habia escrito sobre el advenimiento de la Nueva Era. La razon del interes que suscitaba ahora se debia, no obstante, a su atuendo. Entre dos de los guardas de honor que velaban inmoviles, en actitud de descanso, con el feretro a su espalda, Milner aparecia vestido no con su traje de siempre, sino con una larga tunica de lino blanco que le llegaba hasta el suelo.

A dos metros del pie del feretro y con la cabeza ligeramente inclinada, Milner taladraba con su mirada el ataud. Decker sabia que Milner acababa de llegar, pero por su quietud, plantado alli como un roble, se hubiese dicho que llevaba alli horas. Entonces Decker noto algo mas. Era casi imperceptible, pero le parecio que la bandera de Naciones Unidas que envolvia el feretro sellado de Christopher habia empezado a despedir un ligero fulgor.

Enseguida no hubo duda, todos los hilos del tejido se volvieron iridiscentes. Un velo de silencio cayo sobre la sala, mientras Milner y el feretro acaparaban toda la atencion. A falta de luz natural, el ataud se habia convertido en el objeto mas luminoso de la estancia. El interes y la curiosidad se tornaron rapidamente en alarma y temor, y quienes se hallaban mas proximos al feretro empezaron a retroceder hacia la muchedumbre. En el estrado, desde el que estaba programado que pronunciara el panegirico de Christopher, Decker se levanto, no sin cierta dificultad, y, completamente pasmado, se quedo mirando a la luz que emanaba de la caja donde yacia su amigo. Para entonces, incluso los guardas se habian vuelto a mirar, y retrocedido muy lentamente, dejando a Milner solo,

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