Dimitri se levanto riendo y le devolvio el zapato. Ella ladeo la cabeza y le miro con ojos de alimana.

– Simplemente le estaba preguntando a Anya por los comunistas -le aclaro-. Ya sabes, son la razon de que ella este aqui.

– Ya no tiene nada que temer de los comunistas -intercedio Serguei Nikolaievich, dando la espalda a sus acompanantes-. Los europeos han convertido Shanghai en una enorme maquina de hacer dinero para China. No van a destruirla por un capricho ideologico. Sobrevivimos a la guerra y sobreviviremos a esto.

Mas tarde, esa noche, cuando los invitados ya se habian ido y Amelia se habia desmayado en el sofa, le pregunte a Serguei Nikolaievich si habia enviado una nota a Boris y Olga Pomerantsev, para decirles que yo habia llegado sin incidentes.

– Pues claro, mi dulce nina -me contesto mientras tapaba a su esposa con una manta y apagaba las luces de la biblioteca-. Boris y Olga te adoran.

La doncella estaba esperandonos al pie de las escaleras y comenzo a apagar las luces cuando nosotros alcanzamos el primer rellano.

– ?Hay noticias de mi madre? -le pregunte con esperanza-. ?Les preguntaste si saben algo?

Su mirada se dulcifico por la compasion. -Esperemos lo mejor, Anya -me contesto-, pero seria prudente por tu parte que nos consideraras tu familia a partir de ahora.

Me levante tarde a la manana siguiente, acurrucada entre las elegantes sabanas de mi cama. Podia oir las voces de los sirvientes en el jardin, el estrepito de la vajilla chocando en el fregadero y el chirrido de una silla arrastrada por el suelo de la planta baja. La luz moteada del sol que se filtraba a traves de las cortinas era bonita, pero no logro levantarme el animo. Cada nuevo amanecer me alejaba de mi madre. Y el mero hecho de pensar en que pasaria un dia mas en compania de Amelia me deprimia.

– Bueno, parece que has dormido bien -me saludo la estadounidense cuando baje.

Llevaba un vestido blanco de cintura cenida. Excepto por una ligera hinchazon bajo los ojos, no mostraba ningun signo de fatiga por la noche anterior.

– No hagas de la tardanza un habito, Anya -declaro-. No me gusta que me tengan esperando, y ademas, voy a llevarte de tiendas unicamente para complacer a Serguei.

Me entrego un monedero lleno de billetes de cien dolares.

– ?Puedes encargarte del dinero, Anya? ?Eres buena haciendo calculos?

Su voz era estridente y hablaba apresuradamente, como si fuera a sufrir un ataque.

– Si, senora -le conteste-. Soy de confianza para llevar dinero.

Dejo escapar una risa aguda.

– Bueno, ahora lo veremos.

Amelia abrio la puerta principal y emprendio el camino a traves del jardin. Corri tras ella. El sirviente estaba reparando una bisagra de la puerta del jardin, y la sorpresa se reflejo en su mirada cuando nos vio aproximandonos.

– ?Llama a un rickshaw! ?Rapido! -le grito Amelia.

El sirviente observo a Amelia y luego a mi, como evaluando la emergencia de la situacion. Amelia lo agarro por el hombro y lo empujo al exterior.

– Ya sabes que debes tener uno preparado para mi. Hoy no es ninguna excepcion. Ya llego tarde.

Una vez estuvimos en el rickshaw, Amelia se calmo. Llego casi a bromear sobre su propia impaciencia.

– Ya sabes -me comento, mientras se ajustaba el lazo que le sujetaba el sombrero a la cabeza-, lo unico de lo que hablaba mi marido esta manana era sobre ti y lo hermosa que eres. Una verdadera belleza rusa -me puso la mano en la rodilla. Estaba fria, sin pulso, como si perteneciera a un muerto-. Bueno, ?que te parece, Anya? ?Solo llevas un dia en Shanghai y ya has causado sensacion en un hombre que no se deja impresionar por nada!

Amelia me asustaba. En ella habia algo viperino y oscuro, que era mas evidente cuando estabamos solas que en presencia de Serguei Nikolaievich. Sus ojos sombrios, pequenos y brillantes, y su piel sin vida advertian del veneno que se escondia tras sus melosas palabras. Los ojos me escocian por las lagrimas. Echaba de menos la fortaleza calida de mi madre, el valor y la seguridad que siempre sentia cuando estaba con ella.

Amelia quito la mano de mi rodilla y bufo:

– ?Oh! ?No seas tan seria, nina! ?Si te vas a poner tan odiosa, tendre que decirselo a Serguei!

La atmosfera era festiva en las calles de la Concesion Francesa. El sol estaba cubierto y las mujeres de coloridos atuendos, sandalias y parasoles paseaban por las anchas aceras. Los buhoneros pregonaban sus mercancias desde tenderetes en los que se apilaban telas bordadas, seda y encaje. Los artistas callejeros atraian a la gente para que se gastara unas cuantas monedas sueltas mientras disfrutaba de sus espectaculos. Amelia le pidio al porteador del rickshaw que se detuviera para que pudieramos contemplar la actuacion de un musico y su mono. La criatura, ataviada con un chaleco y un sombrerito rojos, bailaba al son del acordeon del hombre. Hacia piruetas y brincaba mas como un experimentado artista circense que como un animal salvaje y, en un breve instante, logro atraer a una numerosa multitud. Cuando la musica se detuvo, el mono hizo una reverencia, encandilando al publico. Los asistentes aplaudian con entusiasmo mientras la criatura corria entre sus piernas, pasando el sombrero para que le echaran dinero. Casi todo el mundo le dio algo. Repentinamente, el animal se encaramo al rickshaw, sorprendiendo a Amelia y haciendome gritar. Se sento entre las dos y observo a mi acompanante con devocion. El publico embelesado contemplaba la escena. Amelia aleteo las pestanas, sabiendo que todo el mundo la estaba mirando. Profirio una carcajada y levanto la mano hacia la garganta con un gesto de modestia que yo reconoci como falso. Despues, se presiono los lobulos de las orejas con los dedos, quitandose los pendientes de perla y lanzandolos al interior del sombrero del mono. El publico chillo y silbo ante la manifestacion de opulento abandono de Amelia. El mono brinco hacia su amo, pero Amelia ya le habia arrebatado a su publico. Algunos hombres trataron de llamarle la atencion para que les dijera su nombre. Pero, como una verdadera actriz, Amelia sabia dejar a su publico con ganas de mas.

– Venga -exclamo, golpeando suavemente al porteador entre sus huesudos hombros con la punta del pie-, vamonos.

Dejamos atras el camino del pozo de la risa para adentrarnos en un estrecho pasaje llamado «de los mil camisones». Estaba repleto de sastrerias que exhibian sus prendas en maniquies expuestos en el exterior o, como pasaba en uno de los comercios, con modelos de carne y hueso que desfilaban en el escaparate. Segui a Amelia hasta una esquina, y entramos en una pequena tienda con unas escaleras tan estrechas que para subirlas tuve que ponerme de lado. El interior estaba abarrotado de blusas y vestidos que colgaban de cuerdas extendidas de un lado a otro de la estancia, donde se respiraba un aroma a tela y a bambu tan penetrante que me hizo estornudar. Una mujer china surgio de detras de una hilera de prendas y nos saludo:

– ?Hola! ?Hola! ?Han venido a probarse algo?

Sin embargo, cuando reconocio a Amelia, la sonrisa desaparecio de su rostro.

– Buenos dias -nos dijo, escrutandonos con ojos recelosos.

Amelia senalo una blusa y me dijo:

– Puedes elegir el diseno que quieres que te copien, y ellos lo confeccionan para ti en tan solo un dia.

Junto a la unica ventana de la tienda, habian instalado un pequeno divan y una mesa, sobre la que se amontonaba un sinfin de catalogos. Amelia se aproximo, cogio uno y lo hojeo lentamente. Encendio un cigarrillo y dejo caer la ceniza en el suelo.

– ?Que tal este? -inquirio, levantando la fotografia de un cheongsam verde esmeralda con un corte en la falda que dejaba el muslo al descubierto.

– Ella, solo una nina. Demasiado joven para vestido -protesto la mujer china.

Amelia se rio entre dientes.

– No se preocupe, senora Woo, Shanghai pronto la hara mayor. No olvide que yo misma solo tengo veintitres anos.

Se rio de su propia broma y la senora Woo me empujo con sus duros nudillos hacia el banco que se encontraba al fondo del almacen. Se saco la cinta metrica del cuello y me la puso alrededor de la cintura. Me mantuve erguida y muy quieta para ella, como me habia ensenado mi madre.

– ?Por que tu relacionarte con esa mujer? -me susurro la senora Woo-. Ella, no buena. Su marido, no tan malo. Pero estupido. Su esposa morir de tifus, y el dejar entrar a esa mujer en casa porque sentirse solo. Ningun estadounidense quererla…

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