minusculas cascaras. El coche da saltitos y eso si que despierta. Hace mucho tiempo que se que David esta en este cementerio, junto a los demas, los que murieron de fatiga, de disenteria, de malaria, de tifus, de tristeza, de locura. Durante los primeros anos, cuando el recuerdo de David no me abandonaba ni un instante, yo era demasiado joven para venir aqui y afrontar la situacion. Posteriormente, me puse fechas de visita -mi cumpleanos, el dia de su muerte, ano nuevo, Navidad-, pero no vine nunca. Lo cierto es que me faltaba el valor y que, francamente, pensaba que nunca llegaria a reunirlo. Pero ya ves, hoy, como he sonado con David, todo me parece facil, evidente, no tengo miedo, no estoy triste.
El cementerio esta muy bien conservado. Lo rodea un muro bajo de ladrillos rojos, como los de las casas inglesas. Las tumbas que lucen la estrella de David estan alineadas en filas de diez, frente al mar azul electrico (o metalizado, como podria decir mi hijo). Con los arboles alrededor, se tiene la impresion de que esas estrellas estan esperando que el cielo descienda. A los nueve anos, yo estaba convencido de que David me tomaba el pelo cuando me dijo que la estrella que llevaba al cuello se llamaba como el. Eso me humillaba. Me tomas por tonto, le replique alzando la voz. Pero ?que podia yo saber, a los nueve anos, de los judios y de la estrella de David?
Mi hijo me ayuda a bajar, me pasa el baston y echo a andar, yo solo. Localizo la tumba de David en el plano que hay a la entrada. Mi hijo vuelve a estar en el coche, se que me mira pero, asi y todo, saco el peine del bolsillo y me peino esa mata gris y espesa que no se ha afinado ni debilitado con la edad. Me coloco bien la ropa, abrocho los dos primeros botones de la camisa y empiezo a andar. David esta al este, por la manana debe de ser de los primeros en recibir al sol. Camino lentamente, trato de alargar la espera, como esta noche en la que he intentado alargar el sueno. Leo las placas de las tumbas, las imagenes se arremolinan en mi cabeza, mis recuerdos afloran con una fuerza tal que siento su peso en el pecho, veo sus colores en mis ojos, su sabor me viene a la boca y debo aminorar el paso, inspirar hondo, digerirlos y calmarlos.
Y de pronto, de manera brutal, se me corta el aliento, creia estar preparado, al cabo de sesenta anos, creia poder afrontar algo asi, ?oh, David! Como me habria gustado equivocarme, como hubiese preferido que todo fuera distinto, como habria deseado no ver algo asi.
DAVID STEIN
1935-1945
La tumba es igual que las demas y yo imagino con tristeza su cuerpecillo de nino y su cabello rubio dentro de esa enorme fosa. Siempre tendra diez anos. Una vez mas, yo soy el superviviente y me pregunto por que. He llevado una vida sencilla, no he hecho nada extraordinario…
Me arrodillo, los huesos me crujen, punzadas de dolor recorren mi cuerpo y hasta experimento cierto placer ante la decrepitud que siento en mi interior. En fin, en fin, muy pronto me tocara a mi. Con el panuelo, le quito el polvo y la arena al granito negro. Cuando esta limpio y reluciente, deposito la cajita roja que contiene su estrella de David. Lo hago como en el sueno: extiendo la mano hacia David, cierro los ojos y recuerdo.
2.
Hasta la edad de ocho anos, vivi al norte del pais, en un pueblo llamado Mapou. No era como los que hay ahora, con casas limpias, tejados de colores vivos, caminos de tierra bien aplastada o de asfalto bordeados por hileras de bambu elegantemente cortadas, vallas de madera pintada que se abren a patios acogedores, flores, macetas, frutales, luz y sombras juguetonas por doquier. Cuando pienso en ello ahora, y puedo sin esfuerzo alguno recordar aquellos anos, creo que el sitio en que viviamos se parecia mas bien a un cuchitril.
En el lindero del inmenso campo de cana, de un verde ondulante, de la propiedad azucarera de Mapou, empezaba una serie desordenada de habitaculos, de chozas, de supuestas casas hechas con todo lo que caia en manos de nuestros mayores y que se describia como «el campamento». Ramas, troncos, trozos de lena, tocones, hojas de cana, ramitas, bambues, paja, bosta seca de vaca, la imaginacion de aquella gente era infinita. No se como sobrevivi a la vida en el campamento, como pudo el chaval fragil y miedica que era yo atravesar esos ocho largos anos. Alli, en cuanto un nino se ponia enfermo, la familia preparaba de inmediato su lecho de muerte y, por lo general, hacia bien en comportarse asi, pues la muerte sucedia a la enfermedad de forma sistematica e inexorable.
El campamento se elevaba sobre un terreno en el que no crecia nada porque habia unas rocas enormes encima, y a veces, en mitad de la noche, creciendo como si fueran plantas, se hundian un poco en la tierra rojiza. Lo suficiente como para aplastarles el pie a los que se levantaban antes del alba o a los ninos que corrian imprudentemente. En esos casos, el que resultaba herido avisaba a los demas, y un bambu o una rama con un trozo de tela ejercian de advertencia. Asi es como recuerdo nuestro campamento, trufado de palos de aviso, serpenteando y rodeando nuestras vidas y nuestros caminos, que habia que sortear.
Los dias de sol -es decir, nueve meses al ano-, de esa tierra ascendia un polvo rojo y acre que nos obsesionaba a todos. Si se levantaba viento todo era peor, pues la montana del otro lado nos devolvia, como si fuera una bala, el soplo ardiente de esa ceniza que envolvia nuestras pobres casas y que solo parecia aspirar a una cosa: sepultarnos de una vez por todas.
Pero no habia que rogar por la lluvia. Incluso en esos momentos de furia en que el polvo se nos colaba por todos los poros -o se convertia en costras alrededor de la boca y de los ojos, o se nos metia en finas lineas bajo las unas, o cuando por las mananas escupiamos una bilis marron y nuestras comidas acababan por saber a esa escoria seca y aspera-, no habia que rogar por la lluvia. Y es que alli, en Mapou, la lluvia que centellea y cae del cielo, tan fina y suave que hasta podria hacerte cosquillas, la lluvia que refresca y por la que das gracias al cielo, esa especie de mana no existia. En Mapou, la lluvia era un monstruo. La veias hacer acopio de fuerza, pegada a la montana, como un ejercito que se reagrupa antes del asalto para escuchar las ordenes de combate y de exterminio. Las nubes engordaban dia a dia, tan pesadas y orondas que el viento, que en el suelo nos hacia titubear, no era ya capaz de alejarlas. Alzabamos los ojos hacia la montana, cuando el polvo nos concedia algun descanso, y los suspiros de nuestros mayores nos preparaban para lo peor.
Esa tierra que podia parecer sedienta por tantos dias de sol, machacada por el viento, trabajada desde el interior por las rocas ardientes, esa tierra no nos servia de nada. Cuando las primeras gotas de lluvia caian sobre el campo, la tierra las absorbia durante un breve instante y se hacia tierna y ligera. Podias hundir el pie en ella, recuerdo esa sensacion de tibieza en los dedos, y sonar con una tierra fertil, con legumbres cargadas de savia, con frutas rebosantes de zumo. Pero eso no duraba mucho. Incluso nosotros, los ninos, que tanto disfrutabamos con ese primer chorro de agua, con el rostro limpio del polvo rojo, incluso nosotros dejabamos de jugar para correr a refugiarnos en las casas. Rapidamente, la tierra se endurecia y las gotas rebotaban, cual miles de pulgas, con un crepitar insoportable. Y esa era la senal que esperaban las nubes mas gordas. Explotaban en un relampago cegador, el trueno hacia temblar la tierra y todos acababamos por anorar los dias secos y el polvo rojo.
En muy poco tiempo, un torrente de barro, cargado de ratas muertas atrapadas por la lluvia a manadas en el campo de cana, invadia la campina. Algunos habitaculos temblaban y sus ocupantes gritaban de terror, mientras corrian a refugiarse a casa del vecino. En el nuestro, y me refiero a la unica habitacion que nos servia de casa, nos quedabamos sentados, postrados, contemplando las gotas que se colaban por el techo y rezando para que las paredes resistieran. Oiamos crujidos, chirridos, truenos, tamborileos, gritos. No nos moviamos; con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza hundida entre los hombros, esperabamos rezando. Cuando, al final, volvia el silencio junto con el sol, que parecia ignorar el diluvio de lo mucho que brillaba, habia que empezar de nuevo. Reconstruir, limpiarlo todo, ponerse a buscar e, inevitablemente, llorar a un desaparecido entre los que habian corrido peor suerte.
En mitad de la plantacion de cana se alzaba la fabrica azucarera de Mapou, y su chimenea escupia, varios meses al ano, un vapor espeso que se movia por encima de nosotros con lentitud y voluptuosidad. Me gustaba su humareda blanca, pulposa, con los bordes redondeados como si los hubiera trazado una mano carinosa, y durante mucho tiempo desee pasar ahi el resto de mi vida. Estaba convencido de que se podia ser muy feliz envuelto en ella y saltando en sus volutas. Todos los hombres del campamento, incluido mi padre, iban a trabajar al campo de cana. Mi madre trabajaba junto con muchas otras mujeres en las residencias de los «patrones», como se les llamaba. Los patrones eran los propietarios y los mandos de la fabrica. Mi padre se levantaba muy pronto y mi