donde me parecio ver hierba pisada. Camine durante una hora y segui sin ver a nadie. La caja que llevaba al hombro pesaba cada vez mas, como tambien la bolsa del portatil, que, entre los mangles, parecia algo absurdo y tan caracteristico de las actuales exploraciones. Pense en dejarlos alli, pero no habia ninguna superficie seca.

Ocasionalmente resbalaba en el barro y caia de rodillas sobre el agua. Juncos espinosos me rasgaban la piel de los brazos y las piernas, causando finos regueros de sangre. Grite el nombre de Paolo pero no obtuve respuesta. Exhausto, encontre un monticulo herboso solo unos centimetros por debajo de la superficie del agua y me sente. Los pantalones y la ropa interior se me empaparon mientras yo escuchaba las ranas. Me ardian la cara y las manos por el sol y me moje con el agua embarrada en un vano intento de refrescarme. Fue entonces cuando saque del bolsillo el mapa del Xingu en el que Paolo y yo habiamos trazado nuestra ruta. La «Z» del centro de pronto parecia ridicula, y empece a maldecir a Fawcett. Le maldije por Jack y Raleigh. Le maldije por Murray, y Rattin, y Winton. Y le maldije por mi.

Al cabo de un rato, me puse en pie y trate de dar con el sendero correcto. Segui caminando sin descanso. En un punto determinado, el agua me llego hasta la cintura, de modo que tuve que levantar la caja y la bolsa sobre mi cabeza. Cada vez que creia que habia llegado al final del bosque, una nueva extension se abria frente a mi: grandes parcelas de juncos altos y humedos repletos de jejenes y mosquitos que me comian.

Me afanaba en aplastar un mosquito que me estaba picando en el cuello cuando oi un ruido en la distancia. Me detuve pero no vi nada. Al avanzar otro paso, el ruido se volvio mas intenso. Grite una vez mas el nombre de Paolo.

Y volvi a oirlo: una especie de cacareo, algo asi como una risotada. Un objeto oscuro se movio rapidamente entre la hierba alta, y otro, y otro mas. Se acercaban.

– ?Quien anda ahi? -pregunte en portugues.

Oi otro ruido a mis espaldas y me di la vuelta: la hierba crujia, aunque no soplaba viento. Azuce el paso, tropezando contra los juncos al intentar abrirme paso entre ellos. El agua iba volviendose mas profunda y vasta hasta que parecio un lago. Observaba anonadado la orilla, a unos doscientos metros frente a mi, cuando vi semioculta en un arbusto una canoa de aluminio. Aunque no habia remos, deje la caja y la bolsa en su interior y me subi a ella, exhausto. Entonces volvi a oir el ruido y me sobresalte. De entre los altos juncos aparecieron docenas de ninos desnudos. Se agarraron a los extremos de la canoa y empezaron a llevarme a nado por el lago, sin dejar de carcajear durante todo el recorrido. Al llegar a la otra orilla, baje a trompicones de la canoa y los ninos me condujeron por un camino. Habiamos llegado al poblado kuikuro.

Paolo estaba sentado a la sombra de la choza mas proxima.

– Siento no haber vuelto a buscarte -dijo-. No me crei capaz de conseguirlo.

Llevaba el chaleco enrollado al cuello y sorbia agua de un cuenco. Me tendio el cuenco y, aunque el agua no estaba hervida, bebi con avidez, dejando que se me derramara por el cuello.

– Ahora ya tienes cierta idea de lo que debio de ser para Fawcett -dijo-. Asi que volvemos a casa, ?no?

Antes de que pudiera contestar, un hombre kuikuro se nos acerco y nos indico que le siguieramos. Vacile unos instantes y luego cruzamos con el la polvorienta plaza central, que debia de medir unos ciento cincuenta metros de diametro; segun me dijeron, era la mas grande del Xingu. Recientemente, un incendio habia arrasado las chozas que la rodeaban; las llamas habian saltado de un tejado de paja al siguiente, y habian dejado la mayor parte del asentamiento reducido a cenizas. El indio se detuvo frente a una de las chozas que se habia mantenido en pie tras el incendio y nos dijo que entraramos. Cerca de la puerta vi dos magnificas esculturas en arcilla: una de una rana y la otra de un jaguar. Las estaba admirando, absorto, cuando un hombre enorme surgio de las sombras. Su constitucion era la de Tamakafi, un luchador mitico xinguano que, segun la leyenda, tenia un cuerpo colosal, con los brazos tan gruesos como los muslos, y las piernas tan grandes como un arca. El hombre iba vestido tan solo con un banador de tela fina y llevaba el pelo cortado en forma de cuenco, lo que conferia a su rostro severo un aire aun mas imponente.

– Soy Afukaka -dijo con una voz sorprendentemente suave y comedida.

Era evidente que se trataba del jefe. Nos invito a almorzar a Paolo y a mi: un cuenco de pescado y arroz que sus dos esposas, que eran hermanas, nos sirvieron. Parecia interesado en el mundo exterior y me hizo muchas preguntas sobre Nueva York, sobre los rascacielos y los restaurantes.

Mientras hablabamos, una suave melodia se filtraba en la choza. Me volvi hacia la puerta justo cuando un grupo de bailarinas y bailarines entraban con flautas de bambu. Los hombres, que iban desnudos, habian pintado sus cuerpos con intrincadas imagenes de tortugas y anacondas, cuyas formas se extendian por brazos y piernas, y cuyos colores, naranja, amarillo y rojo, brillaban por el sudor. Alrededor de los ojos, la mayoria de ellos llevaban pintados circulos negros que parecian mascaras en una fiesta de disfraces. En la cabeza, un penacho de plumas largas y de colores.

Afukaka, Paolo y yo nos pusimos en pie mientras el grupo invadia la choza. Los hombres avanzaron dos pasos y luego retrocedieron, sin dejar de tocar las flautas, algunas de las cuales median hasta tres metros, preciosos trozos de bambu que emitian tonos similares a un zumbido, como el viento al rozar el extremo de una botella abierta. Varias muchachas de pelo largo bailaban junto a los hombres, con las manos apoyadas sobre los hombros de la persona que tuvieran delante, formando asi una cadena. Ellas tambien iban desnudas, salvo por ristras de conchas de caracol que llevaban al cuello y un triangulo de corteza de arbol, o uluri, que les cubria el pubis. Algunas de las pubescentes habian concluido hacia poco el periodo de reclusion y su piel era mas clara que la de los hombres. Los saltos de los bailarines hacian tintinear los collares, que se sumaban al insistente ritmo de la musica. El grupo nos rodeo durante varios minutos; luego salieron por la puerta y desaparecieron en la plaza. El sonido de las flautas se amortiguo cuando entraron en la siguiente choza.

Pregunte a Afukaka acerca del ritual y me explico que se trataba de una fiesta consagrada a los espiritus de los peces.

– Es un modo de comulgar con los espiritus -dijo-. Tenemos centenares de ceremonias, todas muy hermosas.

Al cabo de un rato, mencione a Fawcett. Afukaka repitio casi con exactitud lo que el jefe kalapalo me habia dicho.

– Los indios feroces debieron de matarlos -dijo.

De hecho, resultaba creible que una de las tribus mas belicosas de la region -con toda probabilidad los suya, como Aloique habia sugerido, los kayapo o los xavante- hubiese masacrado a la partida. Era improbable que los tres ingleses hubiesen muerto de hambre, dado el talento de Fawcett para sobrevivir en la selva durante largas temporadas. Los datos que yo tenia me llevaban una y otra vez a ese mismo punto, y nunca mas alla. Senti una repentina resignacion.

– Solo la selva sabe la verdad -opino Paolo.

Mientras hablabamos, aparecio un curioso personaje. Su piel era blanca, aunque en ciertas partes el sol la habia enrojecido, y tenia el pelo rubio y desalinado. Llevaba unos pantalones cortos holgados, el torso desnudo y un machete. Era Michel Heckenberger.

– De modo que lo ha conseguido -dijo con una sonrisa en los labios mientras observaba mi ropa empapada y sucia.

Lo que me habian dicho era cierto: Afukaka lo habia aceptado como uno de los suyos y habia hecho construir para el una choza junto a la suya. Heckenberger nos dijo que llevaba trece anos investigando alli de forma intermitente. Durante ese tiempo, habia contraido todo tipo de enfermedades: desde la malaria hasta una infeccion producida por una bacteria virulenta que le escamo la piel. En una ocasion, los gusanos le invadieron el cuerpo, como le habia ocurrido a Murray. «Fue horroroso», dijo Heckenberger. Debido al concepto preponderante del Amazonas como un paraiso ilusorio, la mayoria de los arqueologos habian abandonado hacia tiempo el remoto Xingu.

– Dieron por hecho que era un agujero negro arqueologico -comento Heckenberger, y anadio que Fawcett habia sido «la excepcion».

Heckenberger conocia bien la historia de Fawcett, e incluso el habia intentado investigar sobre la desaparicion de los tres exploradores.

– Me fascina el y lo que hizo en aquel tiempo -confeso-. Fue un personaje extraordinario como pocos. Alguien capaz de subir a una canoa o viajar hasta aqui a pie sabiendo de la presencia de ciertos indios que intentarian… -Se detuvo en mitad de la frase, como si contemplase las consecuencias de sus palabras.

Dijo que resultaba facil despreciar a Fawcett por «excentrico»: carecia de las herramientas y de la disciplina

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