poco a poco se fue disolviendo.

Otros misticos siguieron acudiendo a las montanas Roncador en busca de ese Otro Mundo. Uno de ellos era un ejecutivo brasileno a quien Paolo y yo encontramos en la pequena ciudad. Menudo, rechoncho y rondando la cincuentena, nos dijo que en un momento dado habia empezado a «perder el sentido de mi vida», pero conocio a un vidente que le hablo del espiritismo y del portal subterraneo. Dijo que se estaba sometiendo a un proceso de purificacion, con la esperanza de descender algun dia.

Sorprendentemente, no era el unico que llevaba a cabo este tipo de preparacion. En 2005, un explorador griego anuncio en una pagina -la Gran Web de Percy Harrison Fawcett, que requiere un codigo secreto de acceso- que pensaba organizar una expedicion para buscar «el mismo portal o la puerta de acceso a un Reino al que el coronel Fawcett habia accedido en 1925». El grupo, que actualmente sigue formandose, incluira a guias videntes y se anuncia como una «Expedicion sin Retorno al Lugar Etereo del Descreimiento». Promete a los participantes que dejaran de ser humanos para transformarse en «seres de otra dimension, lo que significa que nunca moriremos, nunca enfermaremos, nunca envejeceremos». Del mismo modo que las zonas no cartografiadas del mundo iban desapareciendo, esta gente habia elaborado un lugar onirico donde recluirse eternamente.

Antes de que Paolo y yo nos marcharamos, el ejecutivo nos advirtio:

– Jamas encontrareis Z mientras sigais buscandola en este mundo.

Poco despues de que Paolo y yo nos reunieramos con los kalapalo, contemple por primera vez la posibilidad de abandonar la busqueda. Ambos estabamos cansados y acribillados por los mosquitos, y habiamos empezado a discutir. A mi me aquejaban tambien intensas molestias estomacales, probablemente provocadas por parasitos. Una manana sali a hurtadillas del poblado kalapalo con el telefono via satelite que llevaba conmigo. Paolo me habia advertido que lo mantuviese oculto ante los indigenas, de modo que me introduje en la selva con el aparato metido en una pequena bolsa. Me escondi tras las hojas y las lianas, saque el telefono e intente conseguir alguna senal. Tras varios intentos fallidos, finalmente pude llamar a casa.

– David… ?Eres tu? -pregunto Kyra al descolgar.

– Si, si. Soy yo -conteste-. ?Como estas? ?Como esta Zachary?

– No te oigo bien. ?Donde estas?

Alce la mirada hacia el dosel de arboles.

– En algun lugar del Xingu.

– ?Estas bien?

– Un poco enfermo, pero si, estoy bien. Te echo de menos.

– Zachary quiere decirte algo.

Instantes despues oi balbucear a mi hijo.

– ?Zachary! ?Soy papa! -dije.

– Papi -dijo el.

– Si, papi.

– Es la primera vez que te llama «papi» por telefono -dijo mi mujer tras recuperar el auricular-. ?Cuando vuelves?

– Pronto.

– No esta siendo facil para nosotros.

– Lo se. Lo siento. -Mientras hablaba, oi que alguien se acercaba-. Tengo que dejarte -dije, de pronto.

– ?Que ocurre?

– Viene alguien.

Antes de que mi mujer pudiera contestar, colgue el telefono y lo guarde en la bolsa. En ese mismo instante aparecio un indio, y lo segui de vuelta al poblado. Aquella noche, tendido en la hamaca, pense en lo que Brian Fawcett habia dicho al respecto de su segunda esposa tras su expedicion. «Yo era todo lo que ella tenia -observo-, y esta situacion no tendria que haberse producido. La elegi deliberadamente (egoistamente), olvidando lo que podria significar para ella en mi ansia por seguir una idea hasta el final.»2

Para entonces, yo ya sabia que disponia de suficiente material para escribir un reportaje. Habia descubierto la verdad sobre los restos del abuelo de Vajuvi. Habia oido el relato oral que se habia transmitido de generacion en generacion de los kalapalo. Habia reconstruido la juventud de Fawcett, su formacion en la RGS y su ultima expedicion. Sin embargo, habia lagunas en la historia que aun me acosaban. A menudo habia oido hablar de biografos que acababan obsesionandose con el sujeto de sus estudios, y que, tras anos de investigar su vida, de intentar seguir todos y cada uno de sus pasos y de vivir en su mundo, sufrian arrebatos de rabia y desesperacion porque, en algun punto, empezaba a resultarle irreconocible. Ciertos aspectos de su caracter, ciertas partes de su historia seguian siendo impenetrables. Me pregunte que les habria sucedido a Fawcett y a sus acompanantes despues de que los kalapalo dejaron de ver el humo de sus hogueras. Me pregunte si los exploradores habrian sido asesinados por los indios y, en tal caso, cuales. Me pregunte si Jack habria llegado a cuestionar a su padre, y si el propio Fawcett, tal vez viendo morir a su hijo, se habria dicho: «?Que he hecho?». Y me pregunte, ante todo, si realmente existia una Ciudad de Z. ?Era, como Brian Fawcett temia, tan solo fruto de la imaginacion de su padre, o quiza de todas nuestras imaginaciones? El final de la historia de Fawcett parecia residir eternamente mas alla del horizonte: una metropoli oculta hecha de palabras y parrafos; mi propia Z. Tal como lo definio Cummins, parafraseando a Fawcett: «Mi historia se ha perdido, pero es un acto de vanidad para el alma humana exhumarla y contarla al mundo».3

Lo logico era abandonar y volver a casa. Pero habia una persona, pense, que quiza supiera algo mas: Michael Heckenberger, el arqueologo de la Universidad de Florida con quien James Petersen me habia recomendado que me pusiera en contacto. Durante nuestra breve conversacion telefonica, Heckenberger me habia dicho que estaba dispuesto a reunirse conmigo en el poblado kuikuro, que se encontraba al norte del asentamiento kalapalo. Habia oido rumores por parte de otros antropologos de que Heckenberger habia pasado tanto tiempo en el Xingu que habia sido aceptado plenamente por el jefe kuikuro y que disponia de su propia choza en el poblado. Si alguien podia haber descubierto alguna prueba o leyenda acerca de los ultimos dias de Fawcett, ese era Heckenberger. De modo que decidi seguir adelante, aunque Brian Fawcett habia advertido a los demas que dejaran de «malgastar su vida por un espejismo».4

Cuando se lo dije a Paolo, me miro desconcertado: seguir adelante significaba dirigirse al lugar exacto en que James Lynch y sus hombres habian sido secuestrados en 1996. Tal vez por deber o por resignacion, Paolo dijo: «Como quieras», y empezo a cargar nuestro equipamiento en la barca de aluminio de los kalapalo. Con Vajuvi como guia, partimos por el rio Kuluene. Habia llovido casi toda la noche y el cauce se derramaba sobre la selva adyacente. Paolo y yo soliamos hablar animadamente sobre nuestra busqueda, pero aquel dia permanecimos en silencio.

Varias horas despues, la barca se acerco a un dique natural donde un muchacho indigena pescaba. Vajuvi viro la embarcacion hacia el y apago el motor cuando la proa alcanzo la orilla.

– ?Hemos llegado? -le pregunte.

– El poblado esta en el interior -contesto el-. A partir de aqui teneis que seguir a pie.

Paolo y yo descargamos las bolsas y las cajas de comida, y nos despedimos de Vajuvi. Observamos como su barca desaparecia tras un meandro del rio. El equipaje era excesivo para cargar con el, y Paolo pregunto al chico si nos prestaria su bicicleta, que estaba apoyada contra un arbol. El chico accedio, y Paolo me dijo que esperase mientras el iba a buscar ayuda. Se alejo pedaleando y yo me sente bajo un buriti y mire como el chico lanzaba el hilo al agua y tiraba de el.

Paso una hora sin que nadie apareciera. Me puse en pie y mire detenidamente hacia el sendero, que no era mas que una pista de barro rodeada de hierba y arbustos silvestres. Pasaba del mediodia cuando aparecieron cuatro chicos montados en bicicletas. Ataron los fardos al portaequipajes de las bicicletas, pero no quedo espacio para una caja de carton grande, que pesaba cerca de veinte kilos, ni para la bolsa de mi ordenador, de modo que yo cargue con ellas. En una mezcla de portugues, kuikuro y gestos, los chicos me indicaron que nos encontrariamos en el poblado. Se despidieron con un gesto de la mano y desaparecieron por el sendero sobre sus destartaladas bicicletas.

Con la caja sobre un hombro y la bolsa en la mano, los segui a pie, solo. El sendero serpenteaba por un bosque de mangles parcialmente sumergido. Me pregunte si debia descalzarme, pero no tenia modo de cargar con las botas, asi que segui llevandolas puestas, aunque los pies se me hundian en el barro hasta los tobillos. El sendero pronto desaparecio bajo el agua. No estaba seguro de que direccion seguir y doble hacia la derecha,

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