– ?De donde salen? -le pregunte.

– No lo se -contesto el.

Vajuvi dejo que sus hombres discutieran y regatearan. Mientras las negociaciones se desarrollaban, muchos de ellos se tornaron hostiles. Me empujaban y me llamaban mentiroso. Finalmente, Vajuvi se puso en pie.

– Usted habla con su jefe en Estados Unidos y nosotros volveremos dentro de unas horas -dijo.

Salio de la habitacion y los miembros de su tribu le siguieron.

– No te preocupes -dijo Paolo-. Ellos presionan y nosotros tambien. Funciona asi.

Abatido, subi a mi habitacion. Dos horas despues, Paolo me llamo desde recepcion.

– Por favor, baja -dijo-. Creo que he llegado a un acuerdo.

Todos los kalapalo estaban en el vestibulo. Paolo me dijo que Vajuvi habia accedido a llevarnos al Parque Nacional del Xingu si pagabamos el transporte y varios centenares de dolares en suministros. Estreche la mano del jefe y, en cuestion de segundos, sus hombres me daban palmadas en los hombros y me preguntaban por mi familia, como si acabaramos de conocernos.

– Ahora hablamos y comemos -dijo Vajuvi-. Todo esta bien.

Al dia siguiente nos dispusimos a partir. Para llegar a uno de los principales afluentes del Xingu, el rio Kuluene, necesitabamos una camioneta aun mas potente, de modo que despues de almorzar nos despedimos de nuestro chofer, que parecio aliviado por volver a casa.

– Espero que encuentre esa Y que esta buscando -dijo.

Cuando se marcho, alquilamos un camion de plataforma con ruedas del tamano de las de tractor. Cuando se propago la noticia de que un camion se dirigia al Xingu, de todas partes aparecieron indios cargados con ninos y fardos, que se acercaban corriendo para subir al vehiculo. Cuando el camion parecia no dar cabida a mas gente, otra persona conseguia introducirse dentro. Iniciamos nuestro viaje con las tormentas vespertinas.

Segun el mapa, el Kuluene solo estaba a unos noventa y seis kilometros, pero era la peor carretera por la que habiamos circulado Paolo y yo: el agua de las charcas que encontrabamos a nuestro paso llegaba hasta los bajos del camion, y este, en ocasiones, a pesar de todo su peso, se ladeaba peligrosamente. No circulabamos a mas de veinticinco kilometros por hora; a veces teniamos que parar, retroceder y acelerar de nuevo. Tambien alli la selva habia sido arrasada. Algunas areas habian sido incendiadas recientemente, y desde el camion alcanzabamos a ver los restos de los arboles esparcidos a lo largo de kilometros, con sus extremidades negras alzandose hacia el cielo.

Finalmente, mientras nos acercabamos al rio, la selva volvio a materializarse. Los arboles fueron envolviendonos poco a poco, formando con sus ramas una red que cubria el parabrisas. Se oia un repiqueteo constante de madera contra los laterales del camion. El chofer encendio los faros, y su luz oscilo sobre el terreno. Cinco horas despues llegamos a un alambrado: el limite del Parque Nacional del Xingu. Vajuvi dijo que faltaba menos de un kilometro para el rio, y que a partir de alli viajariamos en barca hasta el poblado kalapalo. Sin embargo, el camion quedo varado en el barro y nos obligo a descargar temporalmente el equipamiento para aligerar el peso. Cuando alcanzamos el rio, era ya noche cerrada bajo el dosel de los arboles. Vajuvi dijo que deberiamos esperar para cruzar.

– Es demasiado peligroso -aseguro-. El rio esta lleno de troncos y ramas. Debemos respetarlo.

Los mosquitos me acribillaban, y los guacamayos y las cigarras cantaban sin cesar. Sobre nuestras cabezas, algunas criaturas aullaban.

– No te preocupes -dijo Paolo-. No son mas que monos.

Caminamos un poco mas y llegamos a una choza. Vajuvi empujo la puerta, que cedio con un crujido. Nos indico que entraramos y se movio por el interior hasta que encontro una vela; su luz ilumino una pequena estancia con techo de estano ondulado y suelo de tierra. Habia un mastil de madera en el centro de la sala, y Vajuvi nos ayudo a Paolo y a mi a colgar las hamacas. Aunque yo aun llevaba la ropa humeda por el sudor y el barro del viaje, me tumbe e intente protegerme la cara de los mosquitos. Un rato despues, la vela se apago y yo me meci suavemente en la penumbra, escuchando el murmullo de las cigarras y los chillidos de los monos.

Me sumi en un sueno ligero, pero me desperte de subito al notar algo en la oreja. Abri los ojos sobresaltado: cinco ninos desnudos, pertrechados con arcos y flechas, me observaban. Cuando vieron que me movia, se rieron y salieron corriendo.

Me incorpore. Paolo y Vajuvi estaban de pie alrededor de una pequena hoguera en la que hervia agua.

– ?Que hora es? -pregunte.

– Las cinco y media -contesto Paolo. Me tendio unas galletas saladas y una taza de hojalata llena de cafe-. Aun queda un trecho largo -anadio-. Debes comer algo.

Tras un desayuno rapido, salimos y, a la luz del dia, vi que nos encontrabamos en un pequeno campamento situado frente al rio Kuluene. En la orilla habia embarcaciones de aluminio y fondo plano en las que cargamos el equipo. Cada una de ellas media unos tres metros y medio de largo y llevaba incorporado un motor fuera borda, un invento que se habia introducido hacia pocos anos en el Xingu.

Paolo y yo subimos a una de las barcas con un guia kalapalo, mientras que Vajuvi y su familia se acomodaron en la otra. Las dos embarcaciones empezaron a remontar el rio en paralelo y a toda velocidad. Mas al norte habia rapidos y cataratas, pero en aquel punto el rio era una extension de agua calma de color verde oliva. Los arboles ribeteaban las margenes; sus ramas se combaban como la espalda de un anciano y sus hojas rozaban la superficie del agua. Varias horas despues, fondeamos en la orilla. Vajuvi nos indico que recogieramos el equipo y le seguimos por un sendero corto. Se detuvo y agito con orgullo una mano frente a si.

– Kalapalo -anuncio.

Estabamos ante una plaza circular de mas de cien metros de circunferencia y salpicada de casas muy similares a las que habia descrito la anciana del Puesto Bakairi. Con una forma que recordaba al casco invertido de un barco, parecian estar tejidas, mas que construidas, con hojas y madera. El exterior estaba cubierto de paja, salvo por una puerta en la parte frontal y otra en la posterior, ambas lo bastante bajas, me informaron, para mantener fuera a los espiritus malignos.

Varias docenas de personas caminaban por la plaza. Muchas de ellas iban desnudas, y algunas llevaban el cuerpo adornado con exquisitos ornamentos: collares de dientes de mono, espirales de pigmento negro extraido de la jagua, y franjas rojas de pigmento de la baya uruku. Las mujeres de entre trece y cincuenta anos lucian vestidos de algodon holgados, con la mitad superior bamboleandose en la cintura. La mayoria de los hombres que no iban desnudos llevaban banadores elasticos, como si fueran nadadores olimpicos. Era evidente que la forma fisica era un rasgo muy valorado. Algunos bebes, observe, tenian un jiron de tela atado con fuerza alrededor de las pantorrillas y de los biceps, a modo de torniquete, para definir sus musculos.

– Para nosotros, es un signo de belleza -dijo Vajuvi.

La tribu seguia matando a aquellos recien nacidos que presentaban algun tipo de deformacion o minusvalia o que parecian haber sido hechizados, aunque esta practica era menos frecuente que en epocas anteriores. Vajuvi me llevo a su casa, un espacio cavernoso lleno de humo procedente de una hoguera de lena. Me presento a dos atractivas mujeres, ambas con una melena de color negro azabache que se mecia sobre sus espaldas desnudas. La de mayor edad tenia tatuadas tres franjas verticales en los antebrazos, y la mas joven llevaba un collar de conchas blancas y brillantes. «Mis esposas», me informo Vajuvi.

Al poco rato, otros familiares fueron surgiendo de entre las sombras: ninos y nietos, yernos y nueras, tias y tios, hermanos y hermanas. Vajuvi dijo que en la casa vivian casi veinte personas. No parecia tanto un hogar como un pueblo concentrado en un espacio reducido. En el centro de la estancia, cerca del mastil que sostenia el techo, del que colgaba maiz puesto a secar, una de las hijas de Vajuvi estaba arrodillada frente a un gran telar de madera con el que tejia una hamaca. A su lado habia un nino con un cinturon de abalorios azules, que vigilaba que no escaparan los peces que tenia en una vasija de ceramica pintada de forma exquisita y con vivos colores. Junto a el un anciano cazador descansaba sobre un gran banco de madera noble, tallado con la forma de un jaguar, mientras afilaba una flecha de metro y medio. Fawcett escribio al respecto de la cuenca meridional del Amazonas: «Toda esta region esta repleta de tradiciones indigenas extremadamente interesantes», que «no pueden fundamentarse en la nada» y que sugieren la existencia de «una civilizacion en el pasado magnifica».1

El poblado, que contaba con unos ciento cincuenta habitantes, estaba notablemente estratificado. No era un pueblo nomada de cazadores-recolectores. Los jefes eran ungidos por consanguinidad, como los reyes europeos. Les estaba prohibido comer la mayor parte de las carnes rojas, como la del tapir, el venado y el cerdo; unas restricciones alimentarias que se contaban entre las mas estrictas del mundo y que parecian contradecir el

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