Se arrepintio de haberse tragado la aceituna en un arranque de ira. Ya su Martini no parecia un Martini. Volvio de nuevo la cabeza en direccion a la esquina. Alli seguia la anciana con su vaso que apenas tocaba, hipnotizada ante las imagenes de la pantalla. Desde los altavoces comenzo a derramarse una voz grave y calida, surgida de otra epoca: «Duele, mucho, duele, sentirse tan sola…». Ay, Dios, que cancion tan cursi. Como todos los boleros. Pero asi mismo se sentia ella. Le dio tanta verguenza que se zampo la mitad de su trago. Tuvo un ataque de tos.
– Nina, no tomes tan rapido que hoy no estoy para hacer de nodriza -le dijo Freddy, que no se llamaba Freddy, sino Facundo.
– No empieces a controlarla -murmuro Lauro, alias
Cecilia levanto la vista de su copa, sintiendo el peso de un llamado silencioso. Le parecio que la anciana la observaba, pero el humo le impedia saberlo con certeza. ?Realmente miraba a la mesa que ocupaba con sus dos amigos, o mas alla, hacia la pista, donde iban llegando los musicos…? Las imagenes se extinguieron y la pantalla fue ascendiendo como un ave celestial hasta perderse en el entramado del techo. Hubo una pausa imperceptible, y de pronto los musicos arrancaron a tocar con una pasion febril que ponia a retozar el alma. Aquel ritmo le produjo un dolor inexplicable. Sintio la mordida del recuerdo.
Noto que algunos turistas con aspecto nordico se habian quedado pasmados. Debia resultarles bastante insolito ver a un joven con perfil de lord Byron tocar los tambores como si el demonio se hubiera apoderado de el, junto a una mulata achinada que agitaba sus trenzas al compas de las claves; y a aquel negro de voz prodigiosa, semejante a un rey africano -argolla plateada en la oreja-, cantando en altibajos que transitaban desde el baritono operatico hasta la nasalidad del son.
Cecilia repaso los rostros de sus compatriotas y supo que los hacia tan atractivos. Era la inconsciencia de su mezcla, la incapacidad -o tal vez la indiferencia- para asumir que todos tenian origenes tan distintos. Miro hacia la otra mesa y sintio lastima de los vikingos, atrapados en su insipida monotonia.
– Vamos a bailar -le dijo Freddy, tirando de ella.
– ?Estas loco? En mi vida he bailado eso.
Durante su adolescencia se habia dedicado a escuchar canciones sobre escaleras que subian al cielo y trenes que atravesaban cementerios. El rock era subversivo, y eso la llenaba de pasion. Pero su adolescencia habia muerto y ahora hubiera dado cualquier cosa por bailar aquella guaracha que estaba levantando a todo el mundo de sus sillas. Que envidia le daban todos esos bailadores que giraban, se detenian, se enroscaban y desenroscaban sin perder el ritmo.
Freddy se canso de rogarle y halo a La Lupe. Alla se fueron los dos a la pista, a bailar en medio del tumulto. Cecilia tomo otro sorbito de su prehistorico Martini, ya casi al borde de la extincion. En las mesas solo quedaban la anciana y ella. Hasta los descendientes de Eric el Rojo se habian sumado a la gozadera general.
Termino su trago y, sin disimulo, busco la figura de la anciana. Le producia cierta inquietud verla tan sola, tan ajena al bullicio. El humo habia desaparecido casi por ensalmo y pudo distinguirla mejor. Miraba la pista con aire divertido y sus pupilas resplandecian. De pronto hizo algo inesperado: volteo la cabeza y le sonrio. Cuando Cecilia le devolvio la sonrisa, aparto una silla en evidente gesto de invitacion. Sin dudarlo un instante, la joven fue a sentarse junto a ella.
– ?Por que no bailas con tus amigos?
Su voz sonaba temblorosa, pero clara.
– Nunca aprendi -respondio Cecilia- y ya estoy muy vieja para eso.
– ?Que sabes tu de vejez? -musito la anciana, sonriendo un poco menos-. Todavia te queda medio siglo de vida.
Cecilia no contesto, interesada en aquello que colgaba de una cadena atada a su cuello: una manita que se aferraba a una piedra oscura.
– ?Que es eso?
– ?Ah! -La mujer parecio salir de su embeleso-. Un regalo de mi madre. Es contra el mal de ojo.
Las luces comenzaron a rotar en todas direcciones y alumbraron vagamente sus facciones. Era una mulata casi blanca, aunque sus rasgos delataban el mestizaje. Y no le parecio tan vieja como creyera al principio. ?O si? La fugacidad de los reflejos parecia enganarla a cada momento.
– Me llamo Amalia. ?Y tu?
– Cecilia.
– ?Es la primera vez que vienes?
– Si.
– ?Y te gusta?
Cecilia dudo.
– No se.
– Ya veo que te cuesta admitirlo.
La joven enmudecio, mientras Amalia sobaba su amuleto.
Con tres golpes de guiro termino la guaracha y el leve silbido de una flauta inicio otra melodia. Nadie se mostro dispuesto a sentarse. La anciana observo a los bailadores que retomaban el paso, como si la musica fuera un hechizo de Hamelin.
– ?Viene a menudo? -se atrevio a preguntar Cecilia.
– Casi todas las noches… Espero a alguien.
– ?Por que no se pone de acuerdo con esa persona? Asi no tendria que estar tan sola.
– Yo disfruto este ambiente -admitio la mujer y su mirada ausculto la pista de baile-. Me recuerda otra epoca.
– ?Y a quien espera, si se puede saber?
– Es una historia bastante larga, aunque podria hacertela corta. -Hizo una pausa para acariciar su amuleto-. ?Cual version prefieres?
– La interesante -contesto Cecilia sin dudar.
Amalia sonrio.
– Esa comenzo hace mas de un siglo. Me gustaria contarte el principio, pero ya se ha hecho tarde.
Cecilia arano nerviosamente la mesa, sin saber si la respuesta significaba una negativa o una promesa. A su mente acudieron las estampas de una Habana antiquisima: mujeres de rostros palidos y cejas espesas, ataviadas con sombreros de flores; anuncios resplandecientes en una calle llena de comercios; chinos verduleros que pregonaban su mercancia en cada esquina…
– Eso llego despues -susurro la mujer-. Lo que quiero contarte sucedio mucho antes, al otro lado del mundo.
Cecilia se sobresalto por el modo en que la anciana habia respondido a sus ensonaciones, pero trato de dominar su animo mientras la mujer empezaba a narrarle una historia que no guardaba relacion con nada que hubiera leido o escuchado. Era una historia de paisajes ardientes y criaturas que hablaban un dialecto incomprensible, de supersticiones distintas y de etereas embarcaciones que partian hacia lo desconocido. Vagamente percibio que los musicos seguian tocando y que las parejas bailaban sin detenerse, como si existiera un pacto entre ellos y la anciana para permitir que ambas conversaran a solas.
El relato de Amalia era mas bien un encantamiento. El viento soplaba con fuerza entre las altas canas de un pais lejano, cargado de belleza y violencia. Habia festejos y muertes, bodas y matanzas. Las escenas se desprendian de algun resquicio del universo como si alguien hubiera abierto un agujero por donde escaparan los recuerdos de un mundo olvidado. Cuando Cecilia volvio a tomar conciencia del entorno, ya la anciana se habia marchado y los bailadores regresaban a sus mesas.
– Ay, no puedo mas -suspiro La Lupe, dejandose caer sobre una silla-. Creo que me va a dar una fatiga.
– Lo que te perdiste,
– Con esa cara de pasmo no necesita hacerse pasar por nada. Si viene de otro mundo, ?no la ves?
– ?Pedimos otra ronda?
– Es muy tarde -dijo ella-. Deberiamos irnos.
– Ceci, perdona que te lo diga, pero estas como el yeti… A-bo-mi-na-ble.
– Lo siento, Laureano, pero me duele un poco la cabeza.