El hallazgo, ininteligible para los buscadores de tesoros, llego a manos de la Iglesia y fue entregado a un jesuita que, en cuanto lo tradujo, llego a la conclusion de que en verdad constituia un verdadero tesoro. Se trataba de una inscripcion funeraria que anunciaba que las cenizas alli enterradas eran las de san Mesiton martir, ejecutado bajo el mandato del emperador Neron, uno de los siete varones apostolicos de los que hablaba la leyenda, y cuyos restos jamas habian sido encontrados. Inmediatamente, el arzobispo don Pedro de Castro ordeno que se recogiesen las cenizas que hubiese en la cueva, y que se procediese a excavar y limpiar las minas a fin de continuar buscando. Durante el mes de marzo de ese mismo ano, se encontro otra lamina referente al entierro de san Hiscio, mas cenizas y algunos huesos humanos calcinados. Antes de terminar el mes, aparecio
Granada entera estallo en fervor religioso.
Tras aquella visita a la mezquita, Miguel percibio en Hernando un favorable cambio de actitud. Sonreia de nuevo y sus ojos azules mostraban el brillo que les caracterizaba. Necesitaba hablar con el; la situacion de Rafaela era ya insostenible puesto que su padre, el jurado don Martin, estaba a punto de alcanzar un pacto con uno de los muchos conventos de la ciudad. Una tarde, despues de comer, ascendio trabajosamente las escaleras hasta la biblioteca del primer piso, donde encontro a su senor y amigo absorto en la caligrafia.
—Senor, hace tiempo que quiero hablarte de algo. —Lo dijo desde la puerta, respetando aquel espacio que casi consideraba sagrado. Espero a que Hernando alzase la vista.
—Dime. ?Te sucede algo?
Miguel carraspeo y entro cojeando en la estancia.
—?Recuerdas a la muchacha de la que te hable antes de que te fueras a Granada?
Hernando suspiro. Habia olvidado por completo la promesa hecha a Miguel. Ignoraba que podia querer Miguel de el, ni por que le importaba tanto la chica, pero sin duda el rostro preocupado de su amigo, tan distinto de su alegre expresion habitual, indicaba que el asunto era de cierta gravedad.
—Entra y toma asiento —le dijo con una sonrisa—. Presiento que la historia va a ser larga... A ver, ?que le pasa a esa joven? —anadio, mientras veia como Miguel avanzaba sobre las muletas hasta dejarse caer en una silla.
—Se llama Rafaela —empezo Miguel—, y esta desesperada, senor. Su padre, el jurado, pretende encerrarla en un convento.
Hernando abrio las manos.
—Muchas hijas de cristianos terminan tomando los habitos de buen grado.
—Pero ella no lo desea —replico Miguel enseguida. Las muletas yacian en el suelo, a ambos lados de la silla—. El jurado no quiere entregar cantidad alguna al convento, por lo que el futuro que le espera es el de ser una criada de las demas monjas.
Hernando no supo que decir; su mirada se poso en el rostro consternado de su amigo.