se desplomaba tras escuchar las palabras del noble. El pliego de hojas se arrugo al contacto con el cuerpo de su esposa.

«Asi lo ordena don Ponce de Hervas, oidor de la Real Chancilleria de Granada, alcalde de su Sala de Hidalgos.» Hernando acomodo a Rafaela en una silla de la galeria, humedecio su rostro y le dio un vaso de agua, pero no pudo esperar a que se recuperase totalmente de su vahido para leer el documento. ?Don Ponce! ?El esposo de Isabel! El oidor rechazaba su peticion de hidalguia ad limine, sin tan siquiera entrar a considerarla, sin darle tramite alguno. «Cristiano nuevo publico y notorio —decia en su resolucion—, como el mismo se ha declarado en reiterados escritos ante el arzobispado de esta ciudad de Granada. Su taimada defensa de las matanzas de piadosos cristianos, martires de las Alpujarras, en el lugar de Juviles, acredita su adhesion a la secta de Mahoma.» Recordo aquel primer escrito que habia hecho llegar al arzobispado de Granada y en el que efectivamente intentaba excusar las carnicerias cometidas por monfies y moriscos en las Alpujarras. ?Tenian que aparecer justo ahora todos aquellos que podian llamarse sus enemigos? Don Ponce, Gil Ulloa y el heredero del duque de Monterreal criado por una mujer que le odiaba. ?Quien mas faltaba? «La relacion de hechos y circunstancias en las que el suplicante pretende fundamentar su hidalguia ante esta Sala no es mas que una burda y torpe falsificacion de la realidad que no merece la mas minima atencion por parte de este tribunal.» Le vinieron a la mente las promesas de don Pedro, Luna y Castillo. «?Todo se puede falsificar!», le habian dicho. ?De que le habia servido a el? ?Don Ponce de Hervas habia obtenido su venganza! Estrujo el documento entre sus manos.

—?Cornudo hijo de puta! —exclamo.

Luego se encorvo en la silla, derrotado. Los anos parecieron caer sobre el de repente. Rafaela, a su lado, alargo el brazo y descanso una mano sobre su pierna. El contacto le acongojo. Miro los dedos de su esposa, largos y delgados, la piel castigada por anos de trabajo en la casa. Luego se volvio hacia ella. Estaba palida. El siguio inmovil, paralizado. Rafaela se arrodillo a sus pies y apoyo la cabeza en su regazo. Permanecieron un rato asi: quietos, con los ojos cerrados, como si se negaran a abrirse ante aquella realidad que los superaba.

La sombra de la expulsion se cernio sobre la casa. Desde ese dia, Hernando estaba mas atento a los pasos de Rafaela, a las conversaciones que esta mantenia con los ninos; la oia llorar a solas. Una noche, al tomarla entre sus brazos, ella lo rechazo.

—Dejame, te lo ruego —le pidio ella ante la primera caricia.

—Ahora debemos estar mas unidos que nunca, Rafaela.

—?No, por Dios! —sollozo ella.

—Pero...

—?Y si me quedo embarazada? ?No lo has pensado? ?Para que queremos otro hijo? —murmuro ella con amargura—. ?Para que dentro de unos meses te expulsen y me tengas que abandonar prenada?

Poco despues Hernando, con el semblante triste y envejecido, decidio que agotaria su ultima posibilidad: iria a Granada, a hablar con don Pedro y los demas, con el arzobispo si fuera necesario.

A la manana siguiente se lo comunico a Miguel, que se habia instalado en la casa de Cordoba tan pronto como habia conocido que la Chancilleria rechazaba el pleito de hidalguia. Sin embargo, Hernando no le habia oido contar ninguna historia, ni siquiera a los ninos, que presentian que alguna desgracia se avecinaba y se mostraban tristes y callados. El tullido le abrio los portones para que saliera montado en un potro veloz y resistente. Hernando estaba dispuesto a galopar hasta Granada, a reventar al caballo si fuese necesario. Pero

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