Mientras, durante el dia, Hernando intentaba conseguir audiencia con el obispo, con el dean o con cualquiera de los prebendados del cabildo catedralicio de Cordoba. El obispo podia salvarle si certificaba su cristiandad, y ?acaso no habia trabajado para la catedral?

Espero dias enteros, en pie, en el mismo patio de acceso del gran edificio, igual que otros muchos moriscos que pretendian lo mismo, todos arracimados.

—No lograreis que nadie os reciba —les espetaban los porteros jornada tras jornada.

Hernando sabia que iba a ser asi, que ninguno de aquellos sacerdotes les prestaria la menor atencion, tal y como sucedia cuando pasaban por su lado. Algunos los miraban, otros recorrian el patio presurosos intentando evitarles. Pero ?que podia hacer sino esperar de esa misericordia que tanto pregonaban los cristianos? No se le ocurria ninguna otra solucion. ?No existia! Los rumores sobre la fecha de expulsion de los moriscos andaluces aumentaban dia a dia y, salvo que obtuviese la certificacion de la Iglesia, Hernando estaba condenado a abandonar Espana junto a Amin y Laila.

?Que seria del resto de su familia?, se preguntaba cada noche al regresar cabizbajo a su casa y amontonar en el zaguan los mismos muebles y los mismos libros que con la ayuda de Rafaela habian sacado por la manana.

Los ninos le esperaban como si su sola presencia pudiera llegar a arreglar todos aquellos problemas vividos durante el largo y tedioso dia de infructuoso mercado. Y Hernando se obligaba a sonreir y a permitir que saltaran a sus brazos, tratando de convertir los impulsos de estallar en llanto en palabras de animo y de carino, escuchando sus apremiantes conversaciones, inocentes y atropelladas. Los mayores debian saberlo, pensaba entre el griterio; los mayores no podian ser ajenos a la tension y nerviosismo que vivia la ciudad entera, pero eran incapaces de imaginar las consecuencias de aquella expulsion para una familia como la suya. Luego esperaban los desechos que traeria Miguel para cenar y, con los ninos ya dormidos y el tullido discreta y voluntariamente retirado, Hernando y Rafaela se hablaban en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a plantear la situacion con crudeza.

—Manana lo conseguire —afirmaba Hernando.

—Seguro que lo haras —le contestaba Rafaela buscando el contacto de su mano.

Amanecia y volvian a sacar a la calle los muebles y los libros. Los ninos, arremolinados en derredor de su madre, les contemplaban marchar: Miguel a mendigar, Hernando al palacio del obispo.

—?Por los clavos de Jesucristo, ayudadme!

Hernando salto del grupo de moriscos y se hinco de rodillas en el patio al paso del dean catedralicio. El prebendado se detuvo y le miro. Las ropas de Hernando delataban de quien se trataba; sus problemas con el cabildo municipal le precedian.

—Tu eres el que excuso las matanzas de los martires de las Alpujarras e hijo de una hereje, ?no? —le espeto el dean.

Hernando trato de acercarse al hombre, arrastrandose sobre las rodillas, con los brazos extendidos. El preboste reculo. Los porteros corrieron hacia el.

—Yo... —llego a balbucear antes de que los porteros le agarraran de las axilas y lo devolviesen al grupo.

—?Por que no buscas ayuda en tu falso profeta? —escucho que gritaba a sus espaldas el dean—. ?Por que no lo haceis todos? —chillo hacia los demas moriscos—. ?Herejes!

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