el.
Hernando se levanto.
—Padre —arguyo, empujando el ultimo de los cascajos con el pie—, rezabamos pidiendo la intercesion del Senor. No merecemos la expulsion. Nosotros, mi hijo y yo...
—No es mi problema —le contesto secamente el sacerdote, al tiempo que comprobaba que no faltara nada del altar—. Fuera de aqui —les ordeno cuando se dio por satisfecho.
Salieron los tres. A unos pasos de la capilla, Hernando se dio cuenta de que temblaba. Cerro los ojos con fuerza, respiro hondo y trato de controlarse. Al abrirlos se topo con los de su esposa.
—Gracias —le susurro—. ?Como sabias lo que me proponia?
—Miguel creyo que no seria suficiente con su ayuda y me aconsejo que estuviera por aqui.
En la capilla de San Pedro, el cura piso el polvillo que restaba sobre el suelo y renego de aquellos sucios moriscos. Fuera, rodeado de sacerdotes y un corro cada vez mayor de feligreses, algunos arrodillados, otros rezando y santiguandose sin cesar, Miguel continuaba con su inacabable historia, gesticulando con la cabeza a falta de manos con las que senalar donde habia visto la imponente espada de fuego con la que Cristo celebraba la expulsion de los herejes de tierras cristianas. En cuanto el tullido vislumbro a Hernando, a Rafaela y a Amin, se dejo caer al suelo como si le hubiera dado un vahido. En tierra, aovillado, continuo con su pantomima y se convulsiono violentamente.
Cruzaron la mezquita hacia el Patio de los Naranjos. Quiza los cristianos lograran expulsarles de Espana, de las tierras que habian sido suyas durante mas de ocho siglos, pero en la mezquita de Cordoba, frente a su
Nada mas superar la puerta del Perdon, entre la gente, Rafaela se detuvo e hizo ademan de dirigirse a el.
—Ya sabes donde esta escondido —se le adelanto su esposo.
—?Como va a conseguir Muqla extraer ese libro?
—Dios dispondra —la interrumpio antes de tomarla carinosamente del antebrazo y encaminarse hacia su casa—. Ahora, la Palabra esta donde tiene que permanecer hasta que nuestro hijo se haga cargo de mi labor.
media tarde, Miguel regreso.
—Al despertar en la sacristia —explico con un guino simpatico—, les he dicho que no recordaba nada.
—?Y? —inquirio Hernando.
—Han enloquecido. Me han repetido todo cuanto explique. ?Que poca imaginacion tienen estos sacerdotes! Ni siquiera habiendo escuchado la historia son capaces de reproducirla. ?Una espada de oro!, sostenian. He estado a punto de corregirles, decirles que era de fuego y descubrirme. ?Solo piensan en el oro! Pero me han dado buen vino para reanimarme y ver si recordaba algo.
—Gracias, Miguel. —Hernando fue a decirle que la proxima vez no se lo contase a Rafaela, pero se detuvo. ?Que otra vez?, se lamento para si—. Gracias —repitio.
Como si Dios hubiera querido premiar aquella obra, una noche Miguel aparecio en la casa con medio cabrito, verduras frescas, aceite, unos pellizcos de especias, hierbas, sal, pimienta y pan blanco.