—?Abrid al rey!
Unicamente el pequeno Muqla mantenia una extrana serenidad; sus ojos azules estaban fijos en los de su padre; los dos pequenos se sumaron entonces a los llantos. Rafaela se rindio por fin, y lloro abrazada a sus hijos.
—Debemos marcharnos —dijo Hernando despues de carraspear, sin poder resistir la intensa mirada de Muqla. Nadie le hizo caso—. Vamos —insistio, al tiempo que trataba de separar a los mayores de su madre.
Solo lo consiguio cuando Rafaela se sumo a su empeno. Hernando cargo a sus espaldas el pequeno baul y uno de los hatillos, Amin y Laila cogieron los que restaban. La estrecha callejuela a la que daba la casa les presento un espectaculo desolador: las milicias cordobesas se habian repartido por parroquias al mando de los jurados de cada una de ellas y recorrian las calles de vivienda en vivienda en busca de los moriscos censados. Mas alla de Gil Ulloa y los soldados que esperaban frente a la puerta, una larga fila de deportados cargados con sus pertenencias se arracimaba en la calle, todos esperando a que Hernando y sus hijos se sumasen a la columna antes de acudir a la siguiente vivienda de la lista.
—Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, y sus hijos Juan y Rosa, mayores de seis anos.
Las palabras surgieron de boca de un escribano que, provisto del censo de la parroquia, acompanaba a Gil y sus soldados. A su lado se hallaba el parroco de Santa Maria.
Hernando asintio mientras comprobaba que sus hijos no volvieran a abalanzarse sobre su madre, que se habia quedado parada bajo el quicio de la puerta, pero Amin y Laila no podian desviar la mirada de la columna de deportados que permanecian en silencio, sometidos y humillados, tras los soldados.
—?Id con los demas moros! —les ordeno Gil.
Hernando se volvio hacia Rafaela. Ya no les quedaba nada que decirse, despues de aquella ultima noche. Abrazo a los tres pequenos que quedaban con ella. «?Mis ninos!», penso con el corazon oprimido mientras los llenaba de besos.
—?Id! —insistio el jurado.
Con los ojos enrojecidos, Hernando apreto los labios; no existian palabras con las que despedirse de una familia. Iba a obedecer la orden cuando Rafaela salto hacia el, le echo las manos alrededor del cuello y le beso en la boca. El baul y el hatillo que portaba su esposo cayeron al suelo al acoger su abrazo. Fue un beso apasionado que enfurecio a su hermano Gil. Los soldados que iban con el observaban la escena. Algunos negaron con la cabeza, compadeciendo a su capitan: su hermana, cristiana vieja, besando avidamente a un moro. ?Y en publico!
Gil Ulloa se acerco a la pareja y trato de separarlos con violencia, pero nada consiguio. Al instante, varios soldados acudieron en ayuda de su capitan y empezaron a golpear a Hernando. Este hizo ademan de revolverse, pero los golpes le llovieron con mas fuerza. Rafaela cayo al suelo con un gemido; Amin acudio en defensa de su padre y pateo a uno de los soldados.
El ultimo punetazo lo propino Gil Ulloa a un Hernando que, vencido y sangrando por la nariz, fue puesto ante el, inmovilizado por sus hombres. Amin tambien sangraba por el labio.
—?Perro moro! —mascullo Gil despues de golpearle con furia en el rostro.
Rafaela, ya en pie, se acerco en defensa de su esposo, pero Gil la aparto de un manotazo.
—?Requisad esta casa en nombre del rey! —ordeno entonces