Al amanecer del dia siguiente, Rafaela, con Salma en sus brazos y Musa y Muqla andando a su lado, cruzaba el puente romano entre la gente que acudia a trabajar los campos: su unico equipaje era una cesta con comida y los dineros que le habia entregado Miguel y que habia logrado esconder al avaricioso escribano.

—Madre, ?adonde vamos? —inquirio Muqla cuando ya llevaban un buen rato andando.

—A buscar a tu padre —contesto ella con la vista al frente, el largo camino abriendose por delante de ellos.

Maria volveria a unir a su familia, igual que pretendia Hernando con las dos religiones, decidio Rafaela.

El Arenal de Sevilla era un gran espacio de terreno situado entre el rio Guadalquivir y las magnificas murallas que encerraban la ciudad y que por uno de sus extremos llegaban hasta la Torre del Oro, en la ribera. En aquella zona se desarrollaban todos los trabajos necesarios para el mantenimiento del importante puerto fluvial hispalense, destino obligado de las flotas de Indias, que transportaban al reino de Castilla las riquezas obtenidas por los conquistadores de las Indias. Calafates, carpinteros de ribera, estibadores, barqueros, soldados..., centenares de hombres acostumbraban a trabajar atendiendo al trafico portuario y a la reparacion y mantenimiento de las naves, pero en febrero de 1610, el Arenal de Sevilla, fuertemente vigilado por soldados en aquel de sus extremos que no estaba cerrado y en las puertas que daban acceso a la ciudad, se convirtio en carcel de miles de familias moriscas cargadas con sus enseres a la espera de ser deportadas a Berberia. Las habia ricas, puesto que ni Cordoba ni Sevilla hicieron excepciones a la hora de cumplir el bando real, familias cuyos miembros vestian con lujo y que buscaban un lugar donde apartarse de aquellos otros miles de moriscos humildes. Centenares de ninos menores de seis anos habian quedado atras, en manos de una Iglesia obcecada en conseguir con ellos lo que no habian logrado con sus padres: evangelizarlos. Entre la muchedumbre, hacinada y sometida, entregada a su suerte, alguaciles y soldados buscaban el oro y las monedas que se decia escondian los deportados. Cacheaban a hombres, mujeres y ninos, ancianos o enfermos; rebuscaban entre sus ropas y propiedades y hasta deshacian las cuerdas que portaban por si bajo sus hilos habian ocultado collares o joyas.

Galeras, carabelas, galeones, carracas y todo tipo de naves de menor calado permanecian atracadas en el rio para embarcar a los cerca de veinte mil moriscos que debian salir por Sevilla; algunas formaban parte de la armada real, pero la mayoria de ellas eran naves expresamente fletadas para aquel viaje sin retorno. A diferencia de lo sucedido con los moriscos valencianos, los andaluces debian pagar el coste de sus pasajes, y los armadores olieron el negocio de un macabro transporte por el que cobraban mas del doble de lo habitual.

En una de aquellas naves, una carabela redonda catalana atracada a cierta distancia de la ribera del rio, apoyada en la borda, Fatima observaba el gentio reunido en el Arenal. ?Como encontrar a Hernando entre todos ellos? Tenia noticia de que las gentes de Cordoba ya habian llegado y se habian mezclado con las de Sevilla; la noche anterior vio como la inacabable columna rodeaba las murallas para llegar al Arenal. Desde el amanecer, las barcazas transportaban gente, mercaderias y equipajes desde la ribera hasta los barcos. Fatima escrutaba los rostros demudados de los moriscos que viajaban en ellas; algunos de aquellos rostros aparecian llorosos. Mujeres a las que les habian robado sus hijos; hombres que dejaban atras ilusiones y anos de esfuerzos por sacar adelante hogares y familias; ancianos enfermos a los que habia que ayudar a subir a la barca e izar hasta la nave. Sin embargo otros se percibian felices, como si estuvieran alcanzando la liberacion. No reconocio a su esposo en ninguna de las barcazas, aunque, de todas formas, era demasiado pronto para que los cordobeses embarcasen. Durante el viaje, ella habia dado rienda suelta a sus mas peregrinos suenos. Imaginaba a Ibn

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