pronto continuaremos.
Entonces lo observo: solo sus ojos azules brillaban limpidos, expectantes; el resto de el, sus cabellos, sus ropas, sus zapatos ya rotos, ofrecian un aspecto tan desastrado como el de cualquiera de los chiquillos que recorrian las calles de Cordoba mendigando una limosna. Sin embargo aquellos ojos... ?seria fundada la confianza que Hernando depositaba en esa criatura?
—Ya hemos descansado muchas veces —se quejo Muqla.
—Lo se. —Rafaela abrio los brazos para que su hijo se refugiase en ellos—. Lo se, mi vida —sollozo a su oido cuando consiguio abrazarle.
Sin embargo, el descanso no hizo que se recuperase. El frio del invierno se colo en su cuerpo y sus musculos, en lugar de relajarse, se contrajeron en dolorosos aguijonazos hasta llegar a agarrotarse. Los pequenos jugueteaban distraidos entre las hierbas del campo. Muqla los vigilaba con un ojo siempre puesto en la espalda de su madre, presto a reemprender la marcha tan pronto la viera levantarse del tocon en el que continuaba sentada.
No lo conseguirian, sollozo Rafaela. Solo las lagrimas parecian estar dispuestas a romper la quietud de su cuerpo y se deslizaban libres por sus mejillas. Hernando y los ninos embarcarian en alguna nave rumbo a Berberia y los perderia para siempre.
La angustia fue superior al dolor fisico y los sollozos se convirtieron en convulsiones. ?Que seria de ellos? Empezaba a sentir un tremendo mareo cuando un sordo alboroto se escucho en la distancia. Muqla aparecio a su lado, como salido de la nada, con la mirada puesta en el camino.
—Nos ayudaran, madre —la animo el pequeno buscando el contacto de su mano.
Una larga columna de personas y caballerias aparecio a lo lejos. Se trataba de los moriscos de Castro del Rio, Villafranca, Canete y otros muchos pueblos que tambien se dirigian a Sevilla. Rafaela se enjugo las lagrimas, vencio el dolor de su cuerpo y se levanto. Se escondio con sus hijos a unos pasos del camino, y cuando la columna paso por delante de ellos y comprobo que ningun soldado le observaba, agarro a los pequenos y se confundio con las gentes. Algunos moriscos los miraron con extraneza, pero ninguno de ellos les concedio importancia; todos ellos se dirigian al destierro, ?que mas daba que alguien se sumase a la columna? Ella no se lo penso dos veces: extrajo la bolsa con los dineros y pago con generosidad a uno de los arrieros para que permitiese a Salma y a Musa encaramarse sobre un monton de fardos que transportaba una de las mulas. ?Podian llegar a Sevilla a tiempo! La sola idea le proporciono fuerzas para mover las piernas. Muqla camino sonriente junto a ella, los dos cogidos de la mano.
Fatima tuvo que sobreponerse al hedor de miles de personas reunidas en las peores condiciones. Los gritos, el humo de las hogueras y de las frituras, el chapotear en el barro, los correteos de los ninos que se colaban entre sus piernas, los llantos en algunos grupos o las zambras en otros, los empujones que llego a recibir pese a la proteccion de los marineros, y el caminar de un lado al otro, a menudo pasando por el mismo lugar por el que ya lo habian hecho, la convencio de que aquella no era la manera de conseguirlo. Llevaba mucho tiempo recluida en su lujoso palacio, aislada entre sus muros dorados, y noto que empezaba a sudar. Intento controlar su nerviosismo: no queria presentarse ante Ibn Hamid sucia y desastrada despues de tanto tiempo.
Pregunto por Hernando a unos soldados que la miraron como a una idiota antes de estallar en carcajadas.