—No tienen nombre. ?Todos estos perros son iguales! —espeto uno de ellos.

Junto a la muralla, encontro un poyo en el que sentarse.

—Vosotros —ordeno dirigiendose a tres de los marineros—, buscad a un hombre llamado Hernando Ruiz, de Juviles, un lugar de las Alpujarras. Ha venido con las gentes de Cordoba. Tiene cincuenta y seis anos y ojos azules —«unos maravillosos ojos azules», anadio para si—. Le acompanan un nino y una nina. Yo esperare aqui. Os recompensare generosamente si lo encontrais, a todos —agrego para tranquilidad del que obligaba a permanecer con ella.

Los hombres se apresuraron a dividirse en varias direcciones.

Mientras en el puerto de Sevilla aquellos marineros catalanes se mezclaban entre los moriscos, escrutaban en su derredor y preguntaban a gritos entre las gentes, zarandeando a quienes no les prestaban atencion, Rafaela, en el camino, trataba de acompasar su ritmo al lento caminar de la columna de deportados. Los dolores habian cedido ante la esperanza, pero solo ella parecia tener prisa. Las gentes caminaban despacio, cabizbajas, en silencio. «?Animo! —le hubiera gustado gritar—. ?Corred!» El pequeno Muqla, cogido de su mano, alzo el rostro hacia ella, como si leyera sus pensamientos. Rafaela apreto la mano de su hijo al tiempo que con la otra acariciaba a los dos pequenos que dormitaban agarrados a los fardos que transportaba la mula.

—El hombre que buscais esta alli, senora —anuncio uno de los marineros, a la vez que senalaba en direccion a la Torre del Oro—, junto a unos caballos.

Fatima se levanto del poyo en el que habia permanecido sentada.

—?Estas seguro?

—Si. He hablado con el. Hernando Ruiz, de Juviles, me ha dicho que se llama.

La mujer noto como un escalofrio recorria su cuerpo.

—?Le has dicho...? —La voz le temblaba—. ?Le has dicho que le estan buscando?

El marinero dudo. Alguien de Cordoba le habia senalado a un hombre que estaba de espaldas con los caballos, y el marinero se habia limitado a agarrar al morisco del hombro y girarlo con brusquedad. Luego le habia preguntado su nombre y, al oir su respuesta, habia vuelto enseguida en busca del premio prometido.

—No —contesto.

—Llevame hasta el —ordeno Fatima.

El marinero se lo senalo: era aquel hombre que, de espaldas a ella, charlaba con un tullido apoyado en unas muletas. Entre ellos se interponia un constante ir y venir de gente cargada con fardos. Temblo y se detuvo un instante. Espero a que se diera la vuelta: no se atrevia a dar un paso mas. El marinero se paro a su lado. ?Que le pasaba ahora a la senora? Gesticulo y volvio a senalar al morisco. Miguel, que estaba de frente a ellos, reconocio al hombre que acababa de hablar a Hernando y llamo la atencion de este con un movimiento de cabeza.

—Me parece que alguien te busca, senor.

Hernando se volvio. Lo hizo despacio, como si presintiese algo inesperado. Entre la gente vio al marinero, en pie a pocos pasos de el. Le acompanaba una mujer... No consiguio verle la cara porque en ese momento alguien se interpuso entre ellos. Lo

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