– Pues mira: antes, fuera bromas, te juro que anduve hasta tentado de coger la bici y largarme, por buenas composturas, y volverme a Madrid. Como lo oyes. Y, desde luego, si no lo he hecho ha sido por vosotros: por ti y por Alicia y por dos o tres mas.

– Hubieras hecho una tonteria muy grande. No es para tanto la cosa.

– Y Fernando es un buen amigo, pero ya ves las cosas que tiene. Di tu que porque era el; que si llega a tratarse de otro cualquiera, en seguida lo aguanto yo, conforme se puso alli en el agua conmigo. Y todo eso por la Mely, que la culpable fue solo ella.

– ?Que?, ?es que te gusta Mely a ti tambien?

– ?A mi? ?Bueno! Me tiene absolutamente sin cuidado. Y desde hoy mas, fijate. Lo que es desde hoy ya, cruz y raya. Se ha terminado la Mely para mi: «Hola que tal». «Adios buenas tardes», eso va a ser toda la Mely para mi, de aqui en adelante. Textual.

– Chico, pues vaya unas determinaciones que tomas tu tambien. Te pones tajante.

– Pues asi. Tiempo tendras de verlo. Hombre, es que ya es mucha tonteria la que tiene. Donde ella este, no hay masque lios a diestro y siniestro. Una lianta y una escandalosa, lo unico que es.

Sonreia Miguel mientras se ataba el cinturon.

– Chico, vaya un encono que has cogido. Yo ya estoy; cuando quieras.

– Vamos. Echaban a andar.

– ?Ya quien decias que le gustaba Mely? – decia Tito.

– ?Yo? A nadie. No se nada, – Hace un momento no se que decias.

– Pues no, no dije nada. Ni lo se. Es una chica, desde luego, que esta la mar de buena. Supongo yo que a mas de uno le tiene que gustar.

Subian ahora el terraplen por la tortuosa escalerilla excavada en la tierra.

– Pero de nadie en concreto lo se.

Callaron en la fatiga de subir, y llegando a lo alto se detuvieron, jadeantes, y se volvian a mirar. Aun rebasaban, por cima de sus cabezas, las copas de los arboles. Se veia la azuda y el ensanche que formaban las aguas detenidas contra el dique. En la otra orilla, solo grandes matas de mimbres y de acebos, y aun alli algunos grupos acampados, apurando la sombra. Mas atras, un rebano de ovejas pululaba en el llano, como un pequeno mar errante, y el pastor con su gorra blanquecina se habia acercado curioso a la ribera, y miraba, enigmatico, a la gente, apuntalado el cuerpo sobre la garrota.

– ?Y tu que crees?, ?que Fernando va detras de Mely? – preguntaba Tito.

– Pudiera.

La via del tren corria elevada, cortando en linea recta todo el llano, sobre un terraplen artificial. Los matorrales ascendian los taludes, hasta aranar las mismas ruedas de los trenes; y al fondo, donde las lomas comenzaban, tampoco se interrumpia la recta del ferrocarril; se adentraba partiendo la tierra en un angosto socavon. Desde aqui descubrian la caida del dique a la parte de abajo. Ahora centenares de personas en traje de bano se tostaban al sol sobre el plano inclinado de cemento. Hacinadas, hirvientes, sobre la plancha recalentada, las pequenas figuras componian una multicolor y descompuesta aglomeracion de piezas humanas, brazos, piernas, cabezas, torsos, banadores, en una inextricable y relajada anarquia.

– Vamonos, Tito; nos estan esperando. Si saben que todavia estamos aqui…

El agua recobraba su prisa a la parte de abajo del embalse, adonde las compuertas desaguaban. Alli en los rapidos discurria somera entre cantos rodados y vetas de tierra roja con verdes mechones de grama. Aqui cerca habia varios merenderos, uno tras otro, sobre la linea del agua; casetas de un solo piso. Elevadas, las mas cercanas, en el ribazo que habia formado la erosion, y a nivel con el agua las de junto al dique, de modo que se veian los techos desde lo alto y se entreveia a la gente almorzando y bullendo en los emparrados. Llegaban netas las voces y las carcajadas y el golpear de los punos y de las lozas sobre las mesas de madera y el humo y el olor de las fritangas, con el ir y venir de las bandejas en manos de las mozas o de algun camarero improvisado, con lazo y chaqueta blanca, por entremedias de las ramas y de las hojas de una inmensa morera. Los dos merenderos de arriba, junto a los cuales pasaban ahora Tito y Miguel, estaban llenos de gente mas pacifica que comia entre discretas conversaciones. Volvian por el camino hacia la carretera, flanqueados a la derecha por una tela metalica que guardaba una vina. Pero la vina de la izquierda estaba al descubierto, asaltada incesante y publicamente por oleadas de chiquillos que le entraban por sus cuatro costados. El guarda viejo se desesperaba, impotente, lanzando piedras y blasfemias.

– Ese si que se tira un dominguito de aupa – dijo Tito. Llegando a la carretera habia otras fincas cerradas sobre la misma por tapias coronadas con cristalitos de botella.

– ?Cuidado que lo veo yo eso mal! – dijo Miguel, senalando a las tapias -; se necesita tener mala sangre para discurrir semejante cosa.

– Algunos le temen mas al robo que a la muerte chiquita.

– A nadie le hace gracia, ya se sabe. Pero esas no son maneras de evitarlo. No es tanto por lo que pueda ser en si, como por lo que eso representa. ?Que se creeran que tienen ahi metido? No te revelan mas que el egoismo y el ansia que tienen por lo suyo.

– Desde luego. Una cosa bien fea.

– ?Hombre! Se tuvo que quedar bien descansado quienquiera que fuese el que discurrio el invento este de los cristalitos. Tuvo que ser el hombre de mas malas entranas y mas avaricioso de este mundo. El perfecto hijoputa.

– Pues tu diras.

Llegaban a la venta de Mauricio.

– Buenas.

– ?Que hay, muchachos? ?Que tal ese banito?

– Vaya.

– ?Van a comer aqui por fin?

– No; comeremos abajo. Venimos a por los bartulos.

– Me parece muy bien. Quieren mas vino, ?eh? Ya veo que han andado listos con el que se les puso esta manana.

Mauricio recogia las botellas de encima del mostrador. Lucio dijo:

– Anda, ponles un vaso por mi cuenta y llenanos aqui a los demas.

Miguel se volvio.

– Muchas gracias.

– No las merece.

Ahora se adelantaba el alguacil y le dijo a Mauricio, senalando a Miguel:

– ?Este senor es el que tu decias que cantaba? Mauricio le puso cara de reproche.

– Si, ?que le quieres? – se dirigio a los otros-. Veras ahora; veras tu como tiene que no dejar a nadie quieto.

El alguacil no atendio a lo que el otro le decia; se habia dirigido a Miguel, con entusiasmo:

– Perdone, me va usted a permitir que lo salude. Carmelo Gil Garcia me llamo yo, soy acerrimo del cante. Le hablaba como a una celebridad de la cancion.

– Mucho gusto.

– El mio. Y sobre todo y en particular de lo que es el flamenco – continuo el alguacil -. Mire, este invierno pasado no, el otro invierno anterior, tuve que hacer el sacrificio: me compre el aparato. O sea que me eche los Reyes, eso es. Y todo por el cante; no se crea usted que no me tuve que privar de poco. Y por bien empleado lo doy. Si, hombre, y Pepe Pinto y Juanito Valderrama, los ases de la cancion, todos esos nombres me los conozco, ya lo creo, ya lo creo…

Le seguia estrechando la mano, y Miguel lo miraba sonriente.

– Eh, pero a mi no vaya usted a tomarme por ningun profesional – le decia -. Canto un poquito, nada mas. Para los amigos.

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