esa manana. Se veian restos de un bocadillo de tortilla de patata en el suelo, en un platito, en el que mordisqueaba el gato
Cuando trabajaba se metia tanto en los personajes y en la accion que no era capaz de distinguir lo que sucedia en la realidad, y lo que se formaba en los formidables y apoteosicos trasiegos de su cabeza parecia ir tomando cuerpo de realidad a medida que escribia.
Al derramarse el whisky habia manchado unas cuantas cuartillas, pero la mayor parte de liquido habia ido a parar a la alfombra y al tillado. Pero ?que era un whisky cuando dos hombres estaban a punto de matarse de una manera tan sanguinaria?
– Paco, ?estas ahi?
– Ya voy -grito Paco desde el fondo de la casa.
Se levanto y aun continuo un rato, de pechos, sobre la maquina de escribir, leyendo en el papel que asomaba en el carro.
Una vieja Underwood, alta, pesada, negra. Un verdadero catafalco a prueba de terremotos y de argumentos. Para el la vieja Underwood era lo mismo que para Delley Wilson su viejo Smith & Wesson de calibre especial. Paco en cambio no habia visto un Smith & Wesson en su vida, solo en lamina, en un libro. Tenia varios sobre armas de fuego. ?Cuantos cientos de hombres habian muerto entre aquellas teclas, picados por el golpe certero de las matrices, cuantas cabezas habian rodado bajo aquellas cuchillas implacables, cuantas coartadas habian quedado desvanecidas en el fuego cruzado de la q y la m, cuantos asesinos, malhechores, barbianes, belitres, malsines, rufianes, bergantes, granujas, truhanes, bribones y bellacos habian dado cuenta a aquel cilindro encauchutado de todas sus fechorias, cuantas mujeres se habian evaporado igualmente en los brazos de quienes no habrian tenido otra recompensa en su lucha contra el crimen que ese efimero, pasajero y subyugante minuto de amor? ?Cuantos caballeros andantes del crimen no habian salido de aquella inamovible montana de los suenos?
– ?Abres, Paco?
– Ya.
Seguia leyendo las ultimas frases que acababa de escribir. Se hubiera dicho que temia que aquellos Delley y Olson actuaran por su cuenta mientras iba a abrir la puerta, y cometieran cualquier desaguisado que echase por tierra el trabajo de las dos ultimas semanas.
Le quedaban unicamente un par de cuartillas para acabar esa novela y aun no sabia si Delley mataria a Olson o si Olson vendimiaria a Delley Ambos desenlaces los encontraba sugerentes y posibles. Ambos le convenian.
Delley era un tipo romantico y resuelto. En el fondo se parecia a el mismo. Olson habia matado a Dora y el queria a Dora. Pero Dora le habia traicionado y su doble juego le habia llevado por un camino peligroso que naturalmente acabo cierta noche en un sucio y tenebroso callejon de Detroit, a la salida de un tugurio, donde los hombres de Olson la habian mandado al otro barrio. Una mujer ambiciosa, sin escrupulos, y bellisima. Era la clase de heroinas que le atraian, de las que se habia enamorado siempre y que siempre le habian hecho desgraciado. Las chicas malas. ?Por que a los hombres nos gustan las chicas malas?, solia preguntarse en sus novelas cuando no se atrevia a responderselo a si mismo. Y a menudo habia alguien por alli, pagina antes, pagina despues, que lo hacia por el con cualquier frase de repertorio. En cuanto a Olson…
– ?Que ha pasado? Aqui dentro apesta a whisky
– Hola, Modesto. Esta manana Poirot tiro la botella cuando queria comerse la tortilla -respondio Paco, sentandose de nuevo frente a su inseparable e idolatrada Underwood, con la cabeza puesta mas en su novela que en lo que acababa de preguntarle a su amigo.
Muchos lunes Modesto Ortega se abstenia de comer con la familia. Dejaba su despacho a las tres o tres y media, tomaba cualquier cosa y se llegaba a casa de su amigo Francisco Cortes, escritor de novelas policiacas, de detectives y de intriga en general. A continuacion salian, tomaban cafe en algun bar y se dirigian, andando, a la reunion semanal de los ACP, que empezaba en el cafe Comercial, de la Glorieta de Bilbao, a las cuatro y media, y que solia alargarse hasta las seis y media o las siete.
– ?Como se titula esta?
Modesto Ortega echo un vistazo somero a la hoja, mientras leia por encima del hombro de Paco Cortes.
– Es solo un momento, Modesto. Diez minutos. Sientate. Tengo que acabarla hoy mismo. La estan esperando. Necesito el dinero. Debo dos meses de alquiler y tengo que llevarle lo suyo a Dora.
Desde hacia dos anos la mayor parte de las mujeres de sus novelas se llamaban Dora, como su ex mujer. O Dorothea o Dorothy o Dory o Dorita o Devora. A algunas les cambiaba el nombre luego, en pruebas. Pero el arranque era ese. Trataba de conmoverla, de seducirla de nuevo, de pedirle perdon por lo que le habia hecho, de convencerla de que las cosas ya no volverian a ser como antes. A veces, como ahora, hacia que alguien la matase. Era una manera de decirle que estaba desesperado y que por amor era capaz de todo. Otras, la mandaba a la penitenciaria, pero por lo comun la protagonista de sus novelas acababa perdiendose sola, entre poeticas sombras, al encuentro de su propio destino, desilusionada por el trato que le daban los hombres, ninguno de los cuales estaba a la altura ni de su juventud ni de su belleza irresistible, a la espera del hombre de su vida, o sea, el, Francisco Cortes, que ya habia sido el hombre de su vida, lo habia dejado de ser y esperaba serlo de nuevo.
Destino era una palabra que le gustaba mucho a Cortes cuando escribia novelas, porque no habia nada que hacer cuando aparecia por medio. Habia que plegarse a ella y aceptarla, como ante el mismo destino. Paco, en cambio, no aceptaba que Dora le hubiera echado de su lado y se hubiese tenido el que ir de casa, a los dos anos de casados. Por eso le gustaba tenerla cerca cuando escribia.
– Luego la terminas; vamos a llegar tarde -recordo Modesto, pero ni su voz ni su actitud querian apremiarlo.
Francisco Cortes leia distraido las ultimas frases para retomar el hilo.
– Bien pensado -anadio Modesto al rato, en el momento en que su amigo comenzaba a aporrear el duro teclado-, lo mejor que tienen las tertulias es que a nadie le importa la puntualidad. La gente va, no va, y a veces incluso se muere y nadie se da cuenta hasta que pasan unos meses. Entonces viene uno y pregunta, donde estara Fulano, y los demas se encogen de hombros, pasan otros dos o tres meses y llega uno a la tertulia con la noticia terrible; dice, Fulano esta muy enfermo, y todos se quedan anonadados, piensan, podia ser yo, y a los otros dos o tres meses, va y se muere. Lo que yo te diga: para morir nacemos y olvidado lo tenemos.
– Por favor, Modesto, no seas cenizo. ?Puedes callarte? Me distraes.
Modesto Ortega era un gran amigo de Paco. Era «su» amigo. Le habia llevado como abogado la separacion de Dora, pero se conocian de mucho antes, de cuando se fundaron los ACP. Tenia el despacho en General Pardinas. Se ocupaba tambien de toda clase de asuntos civiles y penales. Asuntos menudos. Era una persona de aspecto serio, con un traje que parecia el mismo siempre, en invierno y en verano: no gris, no azul, no oscuro, no claro, no de lana, no de algodon, no de tergal, no de lino. O sea, un traje de abogado. Llevaba el pelo corto, a cepillo, completamente cano, y un bigote de pelos cortos, duros y tiesos que le crecian hacia adelante y le dejaban la boca como debajo de una marquesina. Las cejas, muy levantadas siempre, le daban un aspecto de asombro perpetuo. Movia el cuello a uno y otro lado igual que un mochuelo con golpes secos y precisos, muy vivos en una persona como el que estaba ya mas cerca de los sesenta anos que de los cincuenta. Para ser abogado no hablaba mucho. Escuchaba siempre como ido. Era tambien algo apocado, sin sangre.
– No entiendo como te has metido a abogado, Modesto -le decia de vez en cuando su amigo-. ?Que le dices al juez?
Definitivamente Delley estaba en un verdadero aprieto. Cercado, en una habitacion de la que no podia escapar, como no fuese volando, o a traves de las balas, y con la prueba, aquella maleta con el dinero, que culpaba al Gobernador, senor Austin, de la muerte de Dora, de la muerte de Dick Colleman, de la muerte de Samuel G. K. Neville y de la mas desmesurada estafa de la que se tenia noticia en la ciudad de Detroit.
– Dime una cosa, Olson -dijo Delley-. ?Ha muerto Ned?
– Para siempre.
Paco podia no ser un tipo duro, pero era un novelista duro, y retomaba el hilo como el cirujano su bisturi, despues de haber almorzado opiparamente.
El amigo Ortega fue a sentarse a un angosto salon. No le escocio que Paco Cortes le hubiese mandado callar. Comprendia que ciertas cumbres solo podian coronarse en silencio.