retraso. Habian sido mas de diez minutos. Cortes extrajo de una carpeta azul unos cuantos folios, que dejo sobre la mesa, y metio en ella la novela nueva. El ruido de los cordones elasticos, al cerrarse, le sonaron a gloria celestial.

– Ya, Modesto. Podemos irnos.

– ?Es buena?

Se dejo contagiar del buen humor de su amigo, y tambien se le ilumino el rostro, aunque al mismo tiempo se encogio de hombros.

– Ya sabes tu como son estas cosas. Podria haber sido peor.

– No. Siempre te quedan bien. Los lectores no notamos que les haga falta nada. Es increible la facilidad con la que se te ocurren las historias. No se de donde las sacas. Y en un mes. Eso no lo hace nadie en Espana.

– No exageres.

– Tu me entiendes.

– Lo importante es que dentro de media hora vamos a cobrar setentaidos mil pesetas.

Le gustaba mucho a Modesto Ortega que Paco se acordara de meterle en aquellos plurales.

Media hora mas tarde estaban llamando a la puerta de Ediciones Dulcinea, S. L., en la calle Preciados.

SE trataba de un piso destartalado y decrepito, frente a Galerias Preciados, alquilado por Espeja el muerto a su dueno en 1929, y mantenido por su heredero con la misma renta y una falta de higiene que no hacia sino ir en aumento, en pro de la solera. Doce balcones a la calle, suelos de madera gastados por los remordimientos generales, un olor difuso a lejia y a vinagre, mas de diecisiete habitaciones y aposentos ocupados en su totalidad por mesas en las que ya no se sentaba nadie y estanterias en las que dormian unos miles de ejemplares, algunos de hacia cuarenta anos, llenos de polvo, testigos cabales de la historia de la empresa familiar y de la decadencia de la raza espanola. Lo peor de lo peor para los prestigios solidos y modernos: casticismo puro.

– ?Como va a ser lo mismo tener al editor en la Cuarenta y cinco esquina con la Quinta Avenida, que en la calle Preciados? Tu me entiendes -le dijo Cortes a su amigo mientras subian a pie las escaleras-. Y sin ascensor.

– Ademas -subrayo el abogado al que el esfuerzo aceleraba el fuelle.

Una mujer, igualmente de la cosecha de 1929 y con un traje negro de cuello blanco, les abrio la puerta.

Lo hizo como si les franquease la entrada al capitulo primero de una novela gotica. Lo normal es que, con el aspecto de la recepcionista, no salieran vivos de alli. Alguien les asesinaria y venderia sus despojos al criado de un medico maniatico y sin escrupulos.

Eran las cuatro de la tarde, pero se habria dicho que la oficina contaba con todos sus efectivos: secretaria, contable, tesorero, el viejo mozo para todo y el propio senor Espeja el viejo, aferrado a su escritorio de roble como el capitan al timon del buque. Buena imagen.

– Van a tener que esperar. El senor Espeja esta en este momento ocupado con dona Carmen. Voy a avisarle de que estas aqui, Paco.

– Vaya usted, Clementina.

La vieja secretaria entro en un despacho contiguo. Era una mujer alta, caballuna, con una joroba apenas disimulada y desviada hacia el hombro derecho, y andares atentados y sigilosos. El detalle del cuello blanco, con rizos de huevo frito, y las puntillas blancas de los punos, almidonados, le daban un aspecto aun mas siniestro.

El senor Espeja el viejo, como era habitual, gritaba de una manera poco considerada. Cuando se vieron solos, el propio Paco Cortes susurro a Modesto Ortega que aquella dona Carmen era Carmen Bezoya, responsable de la linea rosa editorial casi desde los mismos origenes de la novela rosa en el mundo. Se decia, o se habia dicho, para ser mas exactos, que aquella mujer habia sido la amante de Espeja el muerto.

– Es solo un minuto.

Clementina, de vuelta, fue a sentarse en su sitio. Sobre la mesa, junto al telefono, modelo de baquelita, que tampoco habia sido sustituido desde 1929, habia en un platito una maceta de tamano yogur. Entre chinaros negros nacia un cactus como un acerico erizado de alfileres y coronado por una diminuta flor color brasil. Parecia haberse pinchado con los alfileres la yema del dedo. Modesto Ortega se quedo mirando a la vieja secretaria, que ni siquiera se tomo la molestia de sonreirle. Entre el cactus y ella se diria que habia un vago parentesco.

«Se lo tengo dicho, dona Carmen, y no me haga usted que se lo repita: nada de novela social. Lleva usted escribiendo novelas rosas desde hace sesenta anos, asi que no tengo que recordarle como se hacen. A las lectoras les gusta que las mujeres sean jovenes, guapas y pobres y los hombres canallas, guapos y ricos. Las guapas son un poco tontas y las buenas son menos guapas, pero mas decentes. Las guapas, golfas y las feas, en cambio, muy buenas madres, novias y hermanas. Lo de los hombres no tiene variacion: siempre egoistas y depredadores de su virtud. Usted me entiende. Las guapas acaban pasandose de tontas y las listas acaban siendo un poco mas guapas. ?Me sigue usted? ?Que porqueria es esa de que la protagonista se enamore ahora de un cura obrero? ?Usted cree que va a venir lo de Rusia y que estamos aqui para hacer novela socialista? ?Quiere usted arruinarme un negocio que lleva funcionando desde 1929? A escribir teologia de la liberacion a otra parte. Eso aqui no vende.»

Paco Cortes y Modesto Ortega oian en silencio, sin atreverse a moverse de sus asientos, aquella explosion de ira de Espeja el viejo que desbordaba la puerta de su despacho. La senorita Clementina trato de quitarle importancia:

– Ya sabes como se pone. Toma, acaba de llegar.

Le tendio a Paco Cortes un ejemplar de No lo hagas, muneca, por Smiles Hudges, otro de sus seudonimos. En la portada, de Manolo Prieto, como todas las de Dulcinea, se veia a un hombre con sombrero y gabardina que trataba de arrebatarle la pistola de cano corto, en principio una Colt A-1 Commander, a una rubia platino, vestida tambien con una gabardina, aunque por el escote se insinuaba que debajo de la gabardina podia no llevar nada. Miro por encima el dibujo y le paso el libro a Ortega, que se apodero de el con ansiedad.

– ?Esta es la que me contaste de las esmeraldas que pasaban de contrabando en un cargamento de cafe?

Cortes asintio con un movimiento de cabeza.

Aquel cuarto, comunicado con otros, era luminoso, pero estrecho y largo. Con tantas ventanas recordaba a un tranvia. Como dos guardianes flanqueaban el despacho del director sendos bustos de escayola, metidos en hornacinas a uno y otro lado. El polvo de mas de cuarenta anos les habia apelmazado la severidad del porte. Toda la fantasia decorativa de Espeja el muerto habia fraguado en aquella nota artistica, mantenida alli desde la fundacion del emporio como imagen de un sagrado tabernaculo.

– ?Quienes son? -pregunto Modesto Ortega que acariciaba el libro recien horneado sin atreverse a mirarlo, posponiendo con ello la voluptuosidad de leerlo y remirarlo mas tarde a solas.

– Quevedo y Lope -respondio Cortes.

Aquella respuesta humillo al abogado. Tratandose de Quevedo y Lope todo el mundo tendria que reconocerlos. Se limito a barbotear: «Claro, ?quienes iban a ser, si no?».

Cortes, sentado en un sillon forrado de terciopelo rojo, ajado y acarico, solo pensaba en llevar el dinero a Dora. ?No habria una manera de arreglar las cosas? Estaba dispuesto a perdonarselo todo. ?Que me tienes tu que perdonar? Imagino que esta era la pregunta que le lanzaba Dora, llena de rencor, asi que Cortes procuro que su pensamiento fuese aun mas silencioso, para que ni siquiera llegase un eco de el, en la imaginacion, a su ex mujer. Acostumbrado a que los personajes de las novelas le hablasen dentro de la cabeza, esa mania se habia trasladado a los seres de carne y hueso, de modo que bastaba que pensase en ellos, para que empezasen ellos a dialogarle bajo su frente.

Estaba dispuesto a perdonarla, aunque no tuviera nada que perdonarle, porque en realidad habia ocurrido por culpa de el. Pero ?que culpa tiene un escritor? Las cosas que le suceden a los escritores son muy diferentes de las que les ocurren al resto de los mortales. Ella lo tenia que saber desde el dia en que se casaron. No es que me gusten las mujeres, se habia disculpado, es que me gusta la intriga. Y ella…

– Despues de la tertulia voy a ir a llevarle a Dora el dinero. ?Me acompanas, Modesto?

Musito la frase, como si se encontraran en la sala de espera de un medico.

Modesto Ortega, distraido, observaba no sin desconfianza las facciones de Quevedo y Lope. Le costaba reaccionar. Sus pensamientos tenian algo de aceite, mas que de agua. Era viejo, pero no lo sabia. De vez en

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