su patron imaginando su respuesta, pero arrostro las dos holandesas sin que le doliesen prendas. La novela quedaria terminada. Era un escritor. O eso se repetia a menudo, pesara a quien pesara. A Dora en primer lugar. Se lo habia dicho muchas veces: tienes que entenderlo, amor mio los escritores tenemos estas cosas, estos inconvenientes, como si dijeramos. «?Me estas diciendo que todos los escritores se lian con una furcia?», fue lo que Dora le pregunto, furiosa. Y Paco contesto entonces, con absoluta seriedad: «Casi todos. Al menos alguna vez. Lo da el arte».

– ?Terminas, Paco? -pregunto Ortega en voz baja, detras de el. Su amigo no le oyo.

Se empleaba con frenesi en las ultimas frases: Delley, vivo; Olson, vivo; Evans, Emerson y el resto de sus ayudantes, vivos. Pero al senor Austin no le libraria nadie: un villano como el tenia que morir de un balazo entre ceja y ceja. Haria que una bala le besase el craneo. Se le pegaba el estilo de los clasicos. Fue Olson quien se lo quito de en medio. Con la misma pistola con la que habia matado a Dora. Luego simulo el suicidio. Le cargarian la muerte de la muchacha. A Olson ya le arreglaremos las cuentas, penso Cortes. En la proxima novela. Seria por novelas. Aquellas ultimas frases sonaron en la cabeza de su creador como los acordes de una apoteosica sinfonia que va a dar paso a una cerrada salva de aplausos.

Pero no se oyo nada. La casa estaba en silencio. Era una casa triste, con mas habitaciones de las que precisaban el y su gato, con poca luz, sin otros muebles que los que la duena de la casa le habia alquilado, pasados todos de moda, maltratados por el uso de anteriores inquilinos, lamparas como para ahorcarse de ellas, armarios de luna entera para ponerse cada manana el fracaso diario, y mirarselo uno bien, el fracaso con forro de aburrimiento, y el sofa en el que estaba tumbado su amigo Modesto, mirando un televisor todavia en blanco y negro que parecian haber encontrado en la basura. Modesto Ortega debia de haberse quedado dormido otra vez. Lo hacia siempre. En cuanto se descuidaba, se le cerraban los parpados y descabezaba un suenecito, incluso de pie. El decia, pidiendo un poco de comprension: es la medicacion que tomo. No se sabia para que tenia tanta prisa por ir a la tertulia, cuando se pasaba la mitad de ella dormitando.

– ?Que tiene que ver eso de dormirse con cometer un Crimen Perfecto? -dijo Ortega como si le leyese el pensamiento a su amigo.

– ?Tu serias capaz de cometer un crimen, Modesto?

– Todos cometeriamos un crimen alguna vez, si nos garantizaran el anonimato y la impunidad. Yo mismo…

– No presumas, Modesto. Tu eres incapaz de matar un mosquito…Ademas, con ese nombre. ?Y ayudarias a un asesino? ?Lo encubririas?

– Soy abogado, Paco. La duda ofende: si, si fuese mi cliente, y no, si no lo fuese. Creo muy poco en la justicia, pero mucho menos en los asesinos.

Ortega se quedo traspuesto de nuevo, de modo que no hubiera podido asegurar si el dialogo anterior habia tenido lugar o lo habia sonado, pero lo cierto es que, lo creyera o no Cortes, el seria capaz de cometer un crimen, como el resto de los mortales, si le asistiese un movil razonable y contase con la victima adecuada en el lugar preciso, con la adecuada coartada y la discrecion atenta de la policia.

Lo habia pensado muchas veces. Moralmente razonable, si. ?Moralmente? Si, eso dijo Modesto Ortega. No habia mas que esperar. Empieza a pensarlo. Sonaba.

– ?Modesto?

Le respondieron por el desde el cuarto de la television unos profundos, serenos y liricos ronquidos.

FIN. A Francisco Cortes le gustaba rematar con esa rotundidad sus novelas, por si quedaba alguna duda, aunque no era esa la ultima pagina que escribia, sino la penultima, ya que reservaba ese privilegio a la primera. Manias de novelista. Nombre y titulo de la obra. Metio en la Underwood una holandesa impecable. Le gustaba aquel trozo de papel inmaculado. Era la pagina que menos le costaba escribir y en cambio cobraba por ella lo mismo que por el resto. Los negocios sucios del Gobernador. Subio cuatro espacios en el carro, centro a ojo esa linea con los tabuladores respecto de la que acababa de escribir, y reflexiono un momento. Puso Samuel Speed. Con dos dedos. Siempre escribia con dos dedos, a una velocidad endiablada, como si disparase a dos manos una ametralladora. Una M32 sovietica de tambor basculante.

Tenia muchos otros seudonimos donde elegir: Fred Madisson, Thomas S. Callway, Edward Ferguson, Peter O’Connor, Mathew Al Jefferson, Ed Marvin Jr. y una docena mas que utilizaba caprichosamente.

Nunca habia firmado nada con su nombre. ?Quien iba a comprar una novela policiaca escrita por alguien que se llamara Francisco Cortes, separado, que llevaba una vida patetica y vecino de Madrid en una casa sita en la calle Espartinas? Espeja el muerto habia sido de la misma opinion, lo era Espeja el viejo y lo seria Espeja hijo, andando el tiempo y si la suerte no le mejoraba. Y si aun hubiera tenido la audacia de cargar con tal nombre, ?quien iba a creer que alguien al que seguramente llamarian Paco iba a tener conocimientos sobrados para hablar de Chicago, de Detroit, de Londres, de Nueva York o de cualquiera de esas oscuras provincias francesas, en las que, a la manera de Simenon, habia desplegado sus tramas? Cierto que podria trasladar los argumentos a Madrid. Pero era una cuestion de credito, lo mas importante en el arte de novelar. Porque tambien eso estaba mas que excusado: ?Quien iba a creerse que en un lugar como Lavapies sucedieran crimenes como los de Nueva York, Londres, Chicago o Marsella? No. Hammett y Chandler, esos si que sabian matar a conciencia. Ocho, diez, doce muertos por novela. Sin ningun problema, esperando la logica, el teson, la agudeza que resolviera el caso. Y que ojo. Ellos si tenian ojo para todo. Ahi estaba el detective de Bay City Blues, capaz de ver por la noche como los buhos. Estaba buscando un revolver caido entre la pinaza de un bosque. Noche cerrada. Ni una luz. Ni una linterna. Ni la brasa de un cigarrillo. Al fin lo descubrio medio enterrado, antes de agacharse y recogerlo, vio que «una hormiga se arrastraba a lo largo del tambor». Los clasicos son geniales. Paco Cortes queria ser un clasico. En ese momento nadie espera que el lector se vaya a fijar en una hormiga, ni siquiera se para a pensar que las hormigas se recogen temprano como las gallinas, y que no andan por ahi de picos pardos, ni mucho menos metiendose en el tambor de un colt 45, pero a los clasicos se les perdona todo. Para Paco Cortes el crimen era una cosa muy seria. Crimenes como Dios manda, bala o cuchillo, nada de amaneramientos, como el decia. Consideraba, igual que De Quincey, que todos los casos de envenamiento, comparados con el estilo legitimo, o sea, la muerte con sangre de por medio, lo mismo que las figuras de cera respecto de una estatua de marmol, o un cromo en comparacion con un verdadero cuadro de museo, eran una estafa. Al diablo todos los traficantes de veneno que no se atienen a la honesta costumbre de cortar cuellos sin recurrir a esas abominables innovaciones para lucimiento de la policia cientifica, decia. Cuando se es un clasico, hay que apechar con ello. Por eso el lector habia de creerse desde el primer momento que eso que le contaban podia o no ser verdad, pero tenia que ser real, o podia haberlo sido, y todo lo que ocurria demasiado cerca de el, en Madrid, viniendo al caso, acababa siendo mediocre y vulgar, y nadie se lo creia. ?Que pensaria un lector de un asesino que se llamara Casimiro Palomo, natural de Torrijos, provincia de Toledo? Eso estaba bien para El Caso, nada mas. Con un nombre como ese no se escalan las rampas del arte. ?No resultaba mas convincente que un negro se llamara Newton Milles y fuese el quien se cargaba al dueno de una casa de empenos? ?Las cosas que sucedian en la Down Street de Los Angeles, frente a la bahia, junto a las darsenas del puerto podian ser tan creibles como las que sucedieran en la Costanilla de los Angeles? No, desde luego. Cortes seguia con atencion la seccion local de los periodicos y sobre todo El Caso, en busca de argumentos servidos en bandeja por Lolita Chamizo, redactora de ese periodico y amiga suya, pero nunca le aprovechaban: unas veces, demasiada sangre y demasiado notoria, y otras, demasiado escasa y poco conmovedora. Y el arte, y las novelas policiacas eran la expresion sublime de ello, busca el equilibrio aristotelico: en medio esta la virtud, o dicho de otro modo: ni tanto ni tan calvo. Aqui los asesinatos se cometian de uno en uno, cada mucho tiempo. Pero ?y esa maravilla de hecatombes en las que perecian quince o veinte hombres a balazo limpio, con su escenario, su movil, sus sospechosos, tal y como sabia hacer el maestro de maestros, Raymond Chandler? Veinte muertos en un poblacho de cinco mil habitantes, que maravilla. Aqui uno tenia que bregar con las palizas de la Guardia Civil en un despacho con un crucifijo flanqueado por una foto del Caudillo y otra del Ausente…Eso era sencillamente apestoso. Podria servirles a los directores del nuevo cine espanol que empezaba a descollar, pero no era para el. Espeja el viejo tenia razon, y aunque le repatease harto, habia que darsela en eso: nada de novela social. Lo que el perseguia era siempre sutil.

Sam Speed. Bastaron tres disparos de la equis para que Samuel quedara convertido en Sam. Sam Speed. Asi le parecio mas sonoro, rotundo y convincente. Ademas recordaba bastante a Sam Spade.

Empezo a canturrear. Solia sobrevenirle la euforia en cuanto terminaba. Pero la euforia no tardaba en devolverle a su propio descredito.

Modesto, al que despertaron las primeras notas de ese himno de la alegria, oyo los preparativos. Iban con

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