frescas en el mejor cuarto de huespedes, el mismo donde anos atras improvisaron sus primeras lecciones voluptuosas. Al terminar la cena familiar, Rolf y yo nos retiramos a la habitacion que nos habian preparado. Entramos en un cuarto amplio, con una chimenea encendida con lenos de espino y un lecho alto, cubierto por el edredon mas aireado del mundo y por un mosquitero que colgaba del techo, blanco como un velo de novia. Aquella noche y todas las noches siguientes retozamos con un ardor interminable hasta que las maderas de la casa adquirieron el brillo refulgente del oro.
Y despues nos amamos simplemente por un tiempo prudente, hasta que el amor se fue desgastando y se deshizo en hilachas.
O tal vez las cosas no ocurrieron asi. Tal vez tuvimos la suerte de tropezar con un amor excepcional y yo no tuve necesidad de inventarlo, sino solo vestirlo de gala para que perdurara en la memoria, de acuerdo al principio de que es posible construir la realidad a la medida de las propias apetencias. Exagere un poco, diciendo por ejemplo, que nuestra luna de miel fue excesiva, que se altero el animo de ese pueblo de opereta y el orden de la naturaleza, las callejuelas se turbaron de suspiros, las palomas anidaron en los relojes cucu, florecieron en una noche los almendros del cementerio y las perras del tio Rupert entraron en celo fuera de temporada. Escribi que durante esas semanas benditas, el tiempo se estiro, se enrosco en si mismo, se dio vuelta como un panuelo de mago y alcanzo para que Rolf Carle -con la solemnidad hecha polvo y la vanidad por las nubes- conjurara sus pesadillas y volviera a cantar las canciones de su adolescencia y para que yo bailara la danza del vientre aprendida en la cocina de Riad Halabi y narrara, entre risas y sorbos de vino, muchos cuentos, incluyendo algunos con final feliz.
Isabel Allende