dejase un rastro de alquitran en la boca. Era Ansaura, el Gitano, que no se sabia si era o no gitano pero al que todos llamaban Ansaura, el Gitano, y que, primero en un camion, luego a lomos de un mulo y al final cargada sobre sus propios hombros, habria de llevar por todos los frentes, por tierras empantanadas, por trincheras y pueblos devastados, una maquina de coser al lado de la cual acabarian fusilandolo mientras el pensaba en su mujer y murmuraba su nombre, Amalia, Amalia, Amalia Monedero. Pero eso fue mucho tiempo despues, cuando Sintora ya habia conocido a Serena Vergara y le habia perdido el miedo a aquel hombre que entonces hablaba de las debilidades del teniente Villegas y de como todo lo que no valia para otra cosa era enviado a ese destacamento, el cono de la Charito.

Mi padre se puso el cigarro en la boca, prendio un encendedor que tenia una llama medio verde y, despues de echar el primer humo despacio, mirando al suelo empezo a andar hacia un camion destartalado y de morro chato a la par que hablaba, tranquilo, con la voz baja de quienes tienen una autoridad que esta mas alla de los galones:

– Venga, nino, que te vamos a ensenar la guerra. Guardate el papel y sube al camion. Tu, Montoya, quitate el traje, que se lo tiene que poner uno al que manana va a coger el toro. Doblas. Ansaura, el camion de la Doce.

Y todos, despues de quedarse un instante mirando como andaba mi padre, mirando sus propias sombras alargadas entre los camiones y las lonas que cubrian los vehiculos, se pusieron en marcha. Doblas, al que mi padre le habia dado una palmada en el hombro y que era el de la cara congestionada, fue el primero en moverse, sombra lenta de mi padre, respirando, sin ser viejo, como respira un perro o un oso viejo o quiza un elefante marino viejo y de color morado.

– Y tu, Ansaura, ya tendrias que saberlo.

– ?Lo que? -miro indignado Ansaura, el Gitano, al cabo.

– ?Lo que? Que la guerra entera es el cono de la Charito.

Y aquellos hombres, uno negro, otro vestido de torero y cojeando por la angostura del traje, uno que resoplaba con el ruido de un elefante marino y mi padre, que era cabo y se llamaba Sole Vera, subieron a aquellos camiones que tenian unas letras, UHP, pintadas en las puertas. Y los motores de los camiones y los camiones enteros empezaron a temblar, y sus ruedas, que no estaban llenas de dientes ni eran ojos de lobo, comenzaron a dar vueltas. Y Gustavo Sintora iba con ellos.

La guerra, la guerra era un laberinto de mujeres vestidas de negro, de perros perdidos y ninos que jugaban a la guerra, de ninos que jugaban a los muertos, a ser muertos como su vecino al que le habia caido un cascote de metralla mientras tomaba una sopa con restos de patatas y anguila o pagel o rodaballo, un pez que asomaba su raspa entre el caldo naranja, un estanque tintado de pimenton o sangre. Un pez que no nadaba, que miraba con su ojo muerto los ojos muertos del vecino, el trozo gris de metralla del que goteaba una sangre espesa y oscura, lenta, vaga, aburrida la sangre de tanta guerra, de tanto fluir por cabezas, pechos y espaldas, cansada de salpicar paredes, mesas, arboles, adoquines y tapias. La guerra era una soledad con bombas, voces y banderas, una soledad de ninos y de muertos. De ojos, de peces sin vida. Un relampago que estallaba dentro de mi cabeza. La guerra era yo.

Gustavo Sintora, quiza vislumbrando en su mente aquello que tiempo despues escribiria, viajaba en el camion que conducia mi padre, apretado entre Doblas y la puerta contra la que lo exprimia su respiracion recia y profunda. De reojo, miraba Sintora los ojos de huevo del ayudante de mi padre y los terrenos destruidos que iban atravesando, tapias con carteles y troneras, descampados, paisajes sin arboles. Nadie hablaba y a nadie parecia importarle Gustavo Sintora ni de que modo habia llegado a Madrid. No era mas que una brizna de paja flotando en el torrente alocado de la guerra. Asi se habia visto en la carretera de Almeria, su familia llevada por el rio de la gente y las tropas que se batian en retirada, huyendo de Malaga. Muebles, lebrillos, un piano, animales, colchones, ninos y soldados viajando a paso lento en las cajas abarrotadas de los camiones. Baules destripados, sillas y muertos por la carretera.

Sintora se perdio de su familia en medio de un bombardeo. Los proyectiles venian del mar, de un barco diminuto y gris que apuntaba sus canones hacia la costa mientras que del cielo bajaban los aviones acariciando las copas de los arboles, rozandolos para ametrallar soldados, lamparas, mulos, muertos y camiones. Todo ardia o parecia que iba a arder, todo me decia que al instante siguiente ya no iba a estar alli, nada iba a estar, ni el fuego, ni el tiempo, ni yo, ni siquiera mi esqueleto. Yo era una bocanada de viento que corria entre las rocas, por entre las ramas de los matorrales que me aranaban las piernas sin dolor. Yo era el viento y yo vi la cara de un hombre que me miraba con los ojos muy abiertos y oi que un arbol me hablaba y me dijo soy la muerte, y todo era una lamina, la vida era un papel que alguien estaba a punto de echar en medio de una hoguera, escribio Sintora.

Cuando dejaron de pasar los aviones fue caminando por entre los grupos que se arremolinaban alrededor de la carretera. Buscaba a su familia, a la hermana pequena que al empezar el ataque llevaba de la mano. Decia el nombre de la nina como si estuviera dentro de un sueno, lo murmuraba y luego lo gritaba y lo volvia a susurrar. Y asi fue carretera adelante. Camino no se sabe cuantos dias, semanas, hasta que un amanecer, quiza en la provincia de Murcia, llego a un campamento ruso en el que unos soldados le dieron de comer y entre palabras y risas que Gustavo Sintora no entendia acabaron adoptandolo como corneta. Estuvo mas de dos meses Sintora con aquellos hombres. Pasaba el dia por los campos, viendo despegar aviones, ensayando con su trompeta pobre el modo de despertar por las mananas a aquellos aviadores que venian de Rusia y que en verdad parecia que tuviesen los ojos llenos de nieve, con el celeste de las pupilas desvaido por unos copos que constantemente debian de caer por el interior de sus cabezas.

Y ademas de esos rusos habia otros que decian que tambien eran rusos pero que mayormente tenian cara de esquimales y comian una cosa que olia a pescado crudo, una masa que echaba peste y que siempre me la querian dar de comer, y se reian al ver mi asco y me daban licor. Hacian fuego y te. Me ensenaban algunas palabras. Me hablaban mucho rato, sabiendo que yo no los entendia, pero me seguian hablando y me abrazaban, borrachos, me daban palmadas en la cara y me decian mi nombre mal dicho, Guesteva. Leian cartas con unas letras que yo ni siquiera sabia que eran letras. Cantaban y siempre se reian con voces muy altas, como si quisieran que los escuchasen en Rusia. Y una manana, cuando me levante para tocar la trompeta, vi que ya todo el mundo estaba de pie y los barracones vacios y todos, con los interpretes corriendo de un lado para otro y hablando todas las lenguas, iban por la pista de aterrizaje, arrastrando macutos y armas y levantando un polvo que en el amanecer parecia blanco, nieve que con el ajetreo y las carreras se les derramaba de los ojos. Ya nadie se reia, y por primera vez parecian soldados. Hacian el ruido que hacen los soldados, un sonido de metal y cuero. Detras de un barracon vi a dos muertos, uno al que le decian Vania y otro Masloboyev y que al morirse se habia quedado con una sonrisa muy dulce en la cara, como si acabase de recibir una de aquellas cartas que venian de la Siberia y tenian el perfume de una de las mujeres de las que ellos hablaban y a las que yo imaginaba con la piel tambien nevada y el color de un rio palido en los ojos. Cereza en los labios. Pero no era una carta, sino una bala lo que habia recibido, o dos. Y de las cabezas de los muertos Vania y Masloboyev salia un rio que no era el rio que las mujeres rusas debian de tener en los ojos, sino un pequeno surco rojo que serpeaba en la tierra y que todavia avanzaba lento, arrastrando tierra y briznas de paja, la sangre. Y un oficial al que yo habia visto por las noches beber y cantar con ellos, con Vania y Masloboyev, se alejaba del barracon, enfundando la pistola con la que los acababa de matar y dando ordenes a unos soldados que plegaban una lona con miradas de miedo. La traicion, le dijo a Sintora uno de los interpretes, la patria.

Y cuando la luz del dia ya despuntaba empezaron a despegar los aeroplanos y a desaparecer con su zumbido ronco de aviones averiados por entre unas nubes que, al igual que los ojos de los rusos, tambien amenazaban con descargar nieve, solo que esta, de haber caido, habria sido una nieve sucia, manchados de barro los copos antes de tocar el suelo. Gustavo Sintora se quedo en la orilla de la pista, mirando los barracones vacios en los que nunca parecia haber vivido nadie. Y cuando ya ni siquiera se oia el eco de los aviones, se puso a tocar la trompeta al lado del ruso que se llamaba Vania y del ruso que se llamaba Masloboyev por ver si al oir la trompeta se levantaban como habian hecho dias atras. O quiza tocaba para despertarse el mismo del sueno de la guerra.

Pero nadie desperto. Solo las ramas de los arboles se estremecieron, desnudas. Dejo atras el campamento abandonado por los rusos, llego a un pueblo en cuya entrada habia un espantapajaros con sotana y un muerto desnudo que debia de ser el cura dueno de la sotana, colgando ambos del arco de una muralla, enganchado cada cual por un garfio que al espantapajaros le entraba por la joroba de paja y al cura por la boca de sangre. Habia revuelo de militares. Metieron a Sintora en un camion con vacas y soldados y lo llevaron a Madrid, al destacamento del teniente Villegas.

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