Antonio Soler

El Nombre que Ahora Digo

©Antonio Soler, 1999

Maria Eugenia,

el nombre que ahora digo

He perdido mi patria, dejo escrito Gustavo Sintora en el inicio de uno de sus cuadernos. Pero cuando escribio esas palabras, Sintora no hablaba de ningun pais, de ningun ejercito ni territorio, de ninguna bandera. Su patria fue una mujer, una mujer que tenia nombre y ojos de atardeceres. Lo dejo dicho, escrito en esos cuadernos de letra menuda y fragmentos sin orden que Sintora entrego a mi padre y que finalmente acabaron por llegar a mis manos. Ahora los voy leyendo despacio, recomponiendo aquella historia que sucedio muchos anos antes de que yo naciera, y a traves de ellos voy conociendo a esos personajes que tantas veces vi a lo largo de mi infancia. Entonces no eran mas que nombres, rostros. Ahora se verdaderamente quienes fueron aquellos hombres que combatieron en una guerra lejana.

Mi padre estaba entre ellos, formo parte de aquel extrano destacamento que cruzo la guerra llevando de un lado a otro artistas y saltimbanquis. Ahora se cuales fueron los anhelos y los miedos de esa gente, pero sobre todo conozco lo que se ocultaba detras de la mirada de Gustavo Sintora, aquel tipo insignificante y con gafas destartaladas que paso por mi infancia sin que yo apenas reparase en el.

Quiza en aquel tiempo en el que yo lo veia, callado y sereno, todavia estuviese escribiendo algunos fragmentos de estos cuadernos que ahora empiezo a ordenar con mi propia letra, quiza cuando estaba con la mirada perdida por los arriates del patio recordaba a Serena Vergara, y a la par que veia los petalos de las margaritas tambien veia los arboles de otro tiempo bajo los que se refugiaba con Serena, los tallos de las flores, la oscuridad de la tierra y a Corrons, su pecho puesto en el punto de mira de su fusil, el coche del Textil volando por los cielos, Montoya herido en la escalera del Marques. Los dias de la furia pasando en torbellino por la trastienda de aquellos ojos que a todas horas debian de andar rebobinando aquella historia que empezo una tarde remota, cuando, despues de atravesar medio pais huyendo de la guerra, Gustavo Sintora llego a un hangar en el que habia camiones, coches a medio desguazar y unos vehiculos cubiertos de lonas y de los que solo se veian las ruedas. En el primero de los cuadernos dice que llevaba el nombre de mi padre escrito en un papel de estraza, y que era un papel viejo, con dos dobleces y una mancha de aceite en una esquina, un arrebol que hacia de luna o de sol sobre el horizonte corto y estremecido que formaban las letras con el nombre de mi padre: cabo Sole Vera.

El hangar estaba en penumbra y Sintora, delgado como habria de ser siempre pero sin las gafas que yo le conoci y que le aumentaban los ojos como si viviera inmerso en un asombro permanente, caminaba sin apenas atreverse a pisar el suelo, viendo como los objetos y los camiones se le hacian borrosos a medida que se iba acercando a ellos. Tambien el fantasma de si mismo, espectro del adolescente que hacia poco habia dejado de ser y anticipo del hombre en el que estaba a punto de convertirse. Yo tenia miedo de las telas, dice su letra pequena y apretada, yo tenia miedo de los camiones y de aquellas ruedas que asomaban debajo de los trapos, algunas con dientes negros, de lobo negro. Y los dientes me miraban como si en vez de dientes fueran ojos. Tenia muchos miedos, miedo de los pasos que dejaba a mi espalda y de los que quedaban ante mi, miedo del silencio y miedo del aire, que podia ser un veneno, o una voz, una voz que dijera mi nombre como quien nombra a un muerto. Miedo del nombre que llevaba escrito en el papel de estraza y que era el nombre de alguien que tendria voz y dientes, y unos ojos, quiza de lobo, que pronto iban a mirarme. Sin saber como.

– ?Y dices tu que no? ?Arte? Cosa de maricones. Gitano. Mira, mira que forma de bailar.

La voz llegaba de detras de un camion, amortiguada por los trapos y proveniente de una zona iluminada.

– Mira tu.

Era la misma voz, y nadie le respondia.

– Por muchos toros que maten, estos tios van a ser siempre unos mariconasos.

Sintora, al rodear el camion, en medio de la zona iluminada por los faros de otro vehiculo, vio a un hombre alto, vestido de modo estrafalario con chaqueta y calzon de torero y dando un capotazo, toreando el aire muy despacio.

– Mira, mira. Y luego se mueven asi, como si tuvieran un palo metido por el culo -dijo el tipo aquel mientras acababa de dar su pase al viento.

Avanzo dos pasos mas y vio a los dos hombres a los que les estaba hablando el que iba vestido de torero. Uno gordo y con la cara congestionada, como si estuviera haciendo un esfuerzo que nadie sabia cual era, y el otro delgado, con una gorra de plato torcida en la cabeza y con los labios estirados por una sonrisa que no acababa de asomarle a la boca, recostado contra el guardabarros de un camion. Era mi padre, el cabo Sole Vera, que llevaba un chaqueton de cuero desabrochado y entre los dedos jugueteaba con un cigarro sin encender. El cabo, mi padre, paso la vista por Sintora, pero fue como si no la hubiera pasado, porque lo que hizo a continuacion fue mirar el cigarro que tenia entre los dedos, por ver si el cigarro le decia algo, como preguntandole, como se mira a un amigo o a un complice que esta a punto de confesarnos un secreto. Y luego levanto los ojos y le dijo al que toreaba el aire que ya era tarde y tenian que irse, como si el cigarro en vez de un cigarro o un amigo hubiera sido un reloj que acabase de decirle la hora.

– Y luego se colocan esto en la cabesa -seguia hablando el del capote, poniendose una montera-. Se les pone cara de hospital, mira, con la cosa esta. Mira tu -y se ponia de perfil, como si posara para un fotografo o el mismo fuese ya una fotografia, una fotografia antigua y despintada que llevaba muchos anos colgada en la pared de una casa en la que ya nadie sabia quien era el hombre de la foto. Eso le dijo mi padre: Montoya, le dijo, tienes cara de retrato antiguo, de esos que hay en casa del Marques y que ni el mismo sabe quienes son. Y tu, que buscas, nino, siguio diciendo mi padre con el mismo tono, pero no dirigiendose ya al que iba vestido de torero y que se llamaba Montoya, sino a Gustavo Sintora, que dudo, miro para atras y no supo si mi padre le hablaba a el.

Y entonces fue cuando Sintora entro en la luz y, quitandole los dobleces al papel de estraza, sin leerlo, dijo que buscaba al cabo Sole Vera y que lo mandaba el teniente Villegas. Y se quedo con el papel colgando de su mano estirada, viendo como el tipo vestido de torero lo miraba con extraneza, como mi padre no lo miraba y como una nueva figura, un hombre con el pelo negro y un flequillo lacio y en forma de hacha, un tajo negro partiendole la frente, salia de la sombra y lo miraba con la negrura de sus ojos, manchandolo de hollin, de betun, con la mirada.

– ?A ti no te paresen maricones los toreros, nino? Maricones o monas, sarasas. Cagalis o como los menteis en tu pueblo. ?Ponerse esto no es de maricones? Mira.

Se senalaba Enrique Montoya, el torero del viento, la entrepierna, el apretamiento que alli tenia. Pero a Sintora poco le importaba aquel traje sucio, rosa y oro, en el que apenas cabia medio cuerpo del furtivo matador, ni las botas medio reventadas en las que llevaba metidos los pies o la camisa militar que tenia puesta bajo la chaquetilla de los bordados, abierta y a punto de estallar.

– Di, nino, ?que te parese?

– Yo busco al cabo Sole Vera -miraba dudoso Sintora el papel y el galon raquitico de mi padre, que el veia borroso y que tenia un color demasiado oscuro, casi marron.

– Lo que nos hacia falta era un nino de panales. Se piensan que el destacamento de Villegas es el cono de la Charito. La ultima mierda.

El que hablaba era el hombre que venia de la oscuridad, el que tenia el flequillo cortandole la frente como un hacha de color negro. Tambien tenia los ojos negros, y las manos, y las puntas de las unas. Y los labios tambien tenian un tinte de carbon, oscuros y muy perfilados, y parecia que fuese la voz, que tambien era negra, la que le

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