camion y los miembros del destacamento descendieron del vehiculo. Montoya silbaba. En el hombro llevaba echado el traje de torero con el que se habia vestido el dia anterior. Delante del porton del edificio estaba el hombre del pelo rizado. Corrons, dijo mi padre senalandoselo a Sintora, que a pesar de lo borroso de su vision observo como el hombre aquel tenia los ojos medio descolgados y apenas lo saludaba. Labios de carne, era una cara de tortuga o de muerto, de bicho disecado al que solo se le adivinaba la vida en el borde aquel de sangre y agua que tenia debajo de la mirada y que en cualquier momento se le iba a derramar cara abajo en una lagrima de color naranja. Corrons. El Muerto.

Corrons hablo en voz baja con el cabo, y despues este hizo un gesto a los soldados de su destacamento y empezo a andar hacia el porton. Tras el, ademas de Sintora, avanzaron Doblas y Montoya, que ahora cantaba en voz baja y que interrumpio su cante para decir, Sintorita, atiende, explicasion importante, aqui es donde les echan sursidos a los trajes de los toreros y hasen uniformes o lo que sea para la tropa, remiendan trajes de muertos y de artistas, de noche seguro que tambien les ponen pespuntes a los propios muertos para sacarlos por la manana al frente, cosas de comunistas, la canalla, ya sabes, Stalin. Entraron en el edificio.

Era una nave amplia y en penumbra que tenia bombillas colgando del techo con un cable muy largo. Una bombilla encendida sobre cada maquina de coser y cada costurera. Las maquinas tenian un ruido de trenes pasando por encima o por debajo del edificio, estremeciendolo dulcemente, y mezclado con ese temblor habia un rumor de voces, y ecos. Dejando todas las filas de maquinas a su izquierda, el cabo Sole Vera andaba el primero y algunas mujeres levantaban la vista y saludaban a la gente de mi destacamento cuando pasaban por su lado, con una palabra, con una mueca, con sonrisas.

Llegaron hasta el fondo de la nave. Alli habia unas mesas grandes cubiertas de ropa enmaranada encima de la que Montoya solto con un gesto de asco el traje de torear. Y tambien habia una especie de mostrador, con unas hornacinas tras el que estaban llenas de fardos y ropa doblada. Entre las hornacinas podia verse la sombra de una cruz y solo entonces, mirando a su alrededor y viendo ladrillos desnudos y algunos muros derribados, comprendio Sintora que aquel trozo ultimo de la nave eran los restos de una capilla.

De entre las ultimas filas de maquinas se levanto la sombra de una mujer que empezo a andar en direccion al grupo. Saliendo y entrando de un foco de luz en otro, Gustavo Sintora reconocio a la mujer que la noche anterior habia visto en la entrada del caseron, solo que no tenia el abrigo de color remolacha y el panuelo anudado al cuello ahora lo llevaba abierto, con las puntas colgando sobre el inicio del pecho. Los ojos y la melena, a lo lejos, si tenian un resplandor de fuego, de atardecer rojo que las bombillas alumbraban y apagaban a cada paso.

– ?Como estais mis hombres de los camiones?

Dentro de la alegria la voz tenia un peso de tristeza y los ojos, antes de que se me pusieran borrosos en mis ojos, a pesar del reflejo de la candela, tambien tenian sombras y sotanos y oscuridad y yo habria querido bajar las escaleras de aquel sotano, perderme hacia abajo, hacia adentro y vi como movia los labios, y hablaba.

– ?Donde os habeis dejado al Gitano?

– Este es Sintora. Nuevo -le dijo el cabo Sole Vera a Serena Vergara senalando al soldado de la mirada borrosa-. El Gitano esta en la puerta. Con Corrons.

Desvio la vista Serena Vergara, un viento frio le paso por la cara antes de que recobrara la sonrisa y volviese a mirar a Sintora. Tan joven, parece que dijo. Tan joven, oi que decia desde el centro de una hoguera, no se si una voz o el viento del fuego. Y en seguida dio la vuelta a aquella especie de mostrador, y desde dentro empezo a sacar bultos y fardos de ropa atada con cuerdas, uniformes de tela aspera como los que habia en las hornacinas. Doblas agarro varios fardos por las cuerdas y se los cargo a la espalda. Resoplando con mas ruido del habitual y sin decir nada empezo a andar hacia la puerta. Vamos a practicar el castigo biblico, las ordenansas, le dijo Enrique Montoya a Sintora a la par que se agachaba delante del mostrador para cargar sobre los hombros un par de bultos. Lo imito Sintora, y tambaleandose miro por ultima vez a la mujer del panuelo abierto, que le dedico una sonrisa y luego, con una mueca de pena, dijo, ahora si con la voz clara, Que crimen, tan joven. Si es un nino.

Fueron caminando hacia la salida. Dale duro, Montoya, grito una voz infantil desde las filas de las maquinas de coser. Era el enano vestido de negro que la noche anterior intentaba serenar al faquir mientras se metia la cuchara por la nariz y que ahora, mientras cosia de pie ante una de aquellas maquinas, los miraba pasar con una sonrisa abierta, palido y vestido con la misma ropa oscura. Visente, respondio Montoya a modo de saludo. A sus ordenes mi cabo, dijo el enano al cabo Sole Vera, llevandose el brazo corto y doblado a un lado de la frente, abultada y llena de huesos.

En la puerta no estaban Ansaura ni Corrons. Doblas, que ya habia bajado la puerta trasera del camion, fue echando dentro los fardos de ropa, y ya estaba a punto de volver a levantar la portezuela cuando el cabo le ordeno que la dejara abierta:

– Me parece que es un viejo -anadio el cabo mirando hacia un lateral del edificio.

Y por alli aparecieron Ansaura y Corrons. En medio de ellos venia un hombre mayor y muy delgado. El celeste de los ojos casi blanco y una calva huesuda sobre la que le bailaban unas cuantas canas largas y lacias. Iba vestido con un mono azul.

– Venga para arriba -dijo Corrons a la vez que agarraba por un brazo al viejo y, a la par que Ansaura lo cogia por el otro, lo alzaban hasta la caja del camion.

Nos vamos de viaje, reverendo, dijo Enrique Montoya subiendo de un salto al lado del hombre tembloroso que nada mas hacia mirar para arriba, el cielo, deslumbrado por la luz. Yo supe lo que era. Yo supe que era un cura antes de que Montoya le dijese reverendo. Era un cura y lo tenia escrito en la forma de andar, en el temblor que tenia en el cuerpo y en el olor que echaba a cura. Y pense que iban a querer que yo lo matara, para que dejase de ser un nino, como ellos me decian y como me habia dicho la mujer con los ojos y la melena de fuego. Y mire la pistola que el cabo Sole Vera tenia colgando de la cintura, por debajo del chaqueton de cuero. Mire la pistola con la empunadura negra y el cabo miro como yo la miraba. Y no me tuvo que hacer ninguna senal para ordenarme que subiera al camion, a la cabina.

Atras, en la caja, con Montoya y el viejo, subio Ansaura. Corrons se quedo en la puerta del edificio, andando muy despacio detras de la estela del camion, mirando como el vehiculo se alejaba lento y cabeceando por la grava. Gustavo Sintora lo vio hacerse pequeno en el temblor del espejo.

Madrid era un pueblo gris y desbaratado, unas calles en las que rebotaban mis huesos en los adoquines del camion. Yo veia pasar otros camiones y pensaba que todos los camiones eran el camion en el que yo viajaba. En todos los camiones iban un cabo Sole Vera, un Doblas y un cura tembloroso y con olor a miedo y a cura. Madrid era una tumba que todavia no queria saber que era una tumba, era un nombre, seis letras por las que avanzaba mi cuerpo como avanza un caracol por el borde de una navaja de afeitar.

Con un bufido ronco remonto el camion una calle en cuesta. Dejaron atras unas casas con verjas y jardines y el cabo Sole Vera detuvo el vehiculo delante de una casa con las ventanas tapiadas y en cuya fachada, encima del portal, tenia el relieve de un leon con la boca abierta en un rugido de marmol.

– No para de temblar, lleva el terromoto de San Fransisco en el esqueleto -oyo Sintora la voz de Montoya mientras bajaban del camion-. Miralo. Si no nos damos prisa nos va echar una cacota, el amable parroco.

Enrique Montoya y Ansaura, el Gitano, estaban bajando al viejo, que sacudia la cabeza de un lado para otro y tiritaba mas que antes. Parecia que quisiera salirse de su cuerpo con los temblores.

– Se nos va a morir y no va a valer nada -protesto Ansaura, los ojos destilando negrura. Y traqueteando al viejo, le dijo-: Te juro que te metia una bala dum-dum por la boca, pero no te voy a matar. Tira para adelante, viejo, y no te mueras.

– No te mueras que te mato, amenasa, Ansaura, el Gitano -sentenciaba Montoya.

– Arriba -ordeno mi padre mirando la casa del leon.

La del leon era la casa del Marques. Sintora dejo escrito en sus papeles de la guerra y en los cuadernos que anos despues escribio como era la casa aquella, con un ascensor que entre las tripas de una red metalica subia con un crujido de cadenas y un traqueteo que siempre parecia anunciar su desplome. Es por lo de las estatuas que al principio de la guerra sacaron de la casa, pesaban toneladas y ahora son del pueblo o de algun hijo del pueblo que se las quedo para venderlas, le dijo Montoya a Sintora mientras subian y el joven soldado miraba a su alrededor, apercibiendose de lo que meses o anos despues escribiria: Escombros y suciedad por las escaleras. Habia dos hombres con cananas de cartuchos y balas que jugaban a las cartas en el descansillo de la planta principal. Tosian y fumaban delante de una puerta de madera oscura, labrada. Detras de ella, pasillos y salones con suelo de arlequin. En la pared, cuadros y senales de cuadros que ya no estaban, y todo olia como

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