olian los ricos, a madera vieja y a un perfume que yo nunca habia olido nada mas que al bajarme del tranvia por las noches y pasar por debajo de las casas de El Limonar, donde las flores de los ricos tenian un olor mas limpio que el de las macetas de mi madre, y de sus ventanas, ademas del olor de las flores, bajaba un aire tibio que era el mismo olor que dejaban a su paso aquellas mujeres con tacones, zapatos que marcaban en las aceras el eco del dinero que yo iba pisando con mis alpargatas detras de ellas, cubriendo sus huellas, haciendo yo un ruido que no era ruido, el sonido blando de los pobres.

Por la casa vio Gustavo Sintora a dos hombres y una mujer mayor, vestidos con monos como el del viejo que ellos llevaban o con ropas viejas que se veia que no eran suyas. Con ellos estaba una joven con los ojos muy negros y el pelo casi rapado, hermosa. Sintora supuso que tambien serian curas o falangistas, las mujeres quiza monjas. Tambien vio a otros dos hombres armados muy parecidos a los que habia en la entrada, uno tumbado en un sofa y el otro rascandose de las botas un barro seco y rojo con una bayoneta oxidada. Los miraron pasar. Hacian ruido las armas dentro de la casa, al rozarse contra las paredes, al crujir ellas solas, haciendo la digestion de la polvora y el fuego. Los hombres del destacamento y el cura llegaron a una habitacion con el suelo de madera y las paredes forradas de libros.

Aunque estaba de espaldas, Sintora reconocio al Textil sentado delante de una mesa larga, contando billetes. A su lado habia un hombre delgado y con nariz de aguila que, ataviado con un batin de seda roja, observaba como el otro se humedecia los dedos con saliva y amontonaba billetes. En una punta de la mesa habia una montana de libros. Tambien habia libros destrozados y formando una piramide rota en una esquina de la habitacion. Alli, un hombre menudo y con gafas los destripaba con mucho esmero.

El hombre de la nariz de aguila y el batin de sangre era el Marques y era el dueno de la casa. Estaba preso. Aquellos tipos que andaban con armas por alli y los hombres del destacamento lo tenian encerrado en su casa desde el principio de la guerra. El otro, el hombre menudo que estaba descomponiendo libros era Sebastian Hidalgo, sonreia, y era falsificador. Ahora se preocupaba en sacar laminas muy finas de oro de las pastas de aquellos libros. Le habia regalado a Doblas oro suficiente para que un dentista de Vallecas le pusiera un colmillo y un molar. Doblas se arrancaba dientes sanos y se los colocaba de metal. Oro o lo que fuese. Aparte de romper libros y de falsificar salvoconductos, Sebastian Hidalgo tambien trabajaba en un periodico de anarquistas. Les ponia las cejas corridas y arrugas de demonio a las fotografias de los generales enemigos. Hacia el trabajo con lupa y con una sonrisa de nino, y los pelos y las arrugas que pintaba parecian de verdad. Mas verdad que el resto de la cara de los generales. A m i me miro y me dijo que tenia una enfermedad en la vista, con la sonrisa.

– Un inquilino nuevo. Nos va a valer una fortuna -dijo Ansaura, el Gitano, empujando al viejo de los temblores contra la mesa en la que el Textil contaba dinero.

– Y viene sismico -anadio con mucha seriedad Enrique Montoya.

Paco Textil, todavia moviendo los labios por el recuento de dinero, se levanto de la silla y con cara de sorpresa dijo:

– Cuarenta y siete, cuarenta y ocho. Me cago. Cuarenta y nueve y cincuenta. Cincuenta. Me cago en tu nacion. La leche que mamaste. ?De donde habeis sacado a este? Si tiembla mas que un pollo. Tu, que te pasa -le pregunto al cura, inclinandose para hablarle, casi a gritos, al oido. La cicatriz le temblaba, no se sabe si de ira o por aguantar las ganas de reirse.

– No le metas mas miedo, tu -el cabo Sole Vera agarro al cura por el hombro y lo sento en la silla que habia estado ocupando Paco Textil-. Sientese, y este tranquilo.

– De la parroquia del Carmen. Amigo o companero de estudios de un obispo. Dice Corrons que la familia tiene todo el dinero que hay que tener. Se llama Anselmo -Ansaura, el Gitano, miro un papel que llevaba doblado en el bolsillo-, Anselmo Luque Quintana. Quintana o Quintero, no se que dice aqui.

– Quintana -la voz del viejo fue como un soplo, una brisa muy leve que sin embargo anunciaba firmeza, un viento fuerte-. Luque Quintana y no tengo miedo, solo temblores, por enfermedad.

– Y sabe hablar. Miralo -Montoya iba hacia el rincon donde estaba Hidalgo, el hombre que deslomaba libros, pero seguia hablando, de espaldas a los demas-. Todos los curas saben hablar, y ya mismo este andara subido por ahi, en cualquier mesa, dandonos una misa, predicando y convensiendonos de lo que quiera, el cura Quintana, Luque Quintana. Unica ventaja de los toreros, que estan callados siempre, pensando en el miedo que les dan los toros. Ven, Sintora. La guerra entera tiene justificasion nada mas que por conoser a Sebastian Hidalgo.

De modo deslabazado, cuenta Sintora que mientras el resto del destacamento se quedaba hablando con el Textil, el se acerco con Enrique Montoya a aquel hombre que los estaba esperando con una sonrisa y que sin levantarse dio un abrazo a la cintura de Montoya a la par que este se inclinaba para besarle la frente. Nada mas poner la mirada en el, Sebastian Hidalgo, le dijo, Tu debes de andar mal de la vista, se nota que se te ha quedado el fuelle de los ojos sin gas, a ver lo que se puede hacer por ti. Sebastian Hidalgo solto con mucho cuidado la herramienta que tenia en la mano, una especie de bisturi, tapo la cajita de nacar en la que habia unas hebras doradas y se quito las gafas, las doblo antes de levantarse y hacer una senal para que lo siguieran.

Los llevo Hidalgo por la casa, desandando el camino que habian hecho al entrar, hasta una puerta de doble hoja que el falsificador abrio despues de dar muchas vueltas a un cordon cargado de llaves. Por toda la habitacion habia muebles mal puestos, amontonados, cuadros, lamparas y alfombras enrolladas, baules antiguos.

– A ver, Enrique, bajame esa caja de ahi -le senalo a Montoya una caja que estaba encima de un armario.

Estiro los brazos Montoya, agarro el cajon y lo puso en el suelo. Hidalgo le soplo el polvo y levanto la tapa. La caja estaba llena de gafas, patillas y cristales revueltos como un pozo de reptiles disecados.

– Empieza con esta -le ofrecio Hidalgo, con sus dedos de nino, unas gafas a Sintora-. De aqui me he apanado yo las mias. Se ve mejor con ellas que con unos ojos buenos. Te tendrias tu que probar alguna, Montoya.

– Para el ojo anal, Hidalgo, me las voy a probar.

Con las primeras vi peor, tambien las cosas que estaban lejos se me torcian, y con las segundas fue igual. Con otras veia nada mas que borroso, con bruma, y asi fui probando, mientras Montoya abria cajones y miraba cuadros, sin dejar de hablar, y yo lo veia unas veces muy lejos, otras con la cabeza en un sitio y el cuerpo en otro, o metido bajo el agua. Y de pronto, al ponerme una de aquellas gafas y abrir los ojos, lo vi todo distinto, la cara de Montoya, el cuadro que miraba y las gafas que Hidalgo tenia en la mano, y era como si de verdad lo hubieran extraido todo de debajo del mar, y tuve miedo porque parecia que yo tambien surgia de algun sitio en el que siempre habia estado escondido y ahora me encontraba fuera de mi escondrijo, descubierto. Me dijeron que al ponerme las gafas los ojos se me abrieron, se me hicieron un poco mas grandes y las pupilas parecia que me rozaban las lentes. Eso me dijeron, y eso pense yo al verme en un espejo, que mis ojos eran unos peces pegados al cristal de su pecera mirando el mundo.

De regreso a la Casona, al final del dia viajaban en la parte trasera del camion Enrique Montoya y Gustavo Sintora, con sus gafas, redondas y de montura gruesa, quiza de carey. Montoya hablaba con aquellas eses y acento extravagante que segun el le venian de la educacion que le habian dado en Mejico y Francia:

– Si, hermanito, dura es la guerra, y nosotros, aparte de llevar artistas a cantar y toreros a matar animales por los pueblos, ayudamos a llevar uniformes a donde sea, hasta ahi cumplimos con el Sentro Mecanisado de la Industria del Transporte y con el Comite de Espectaculos, pero como en el destacamento tenemos mucho tiempo y libertad, algunas veses le hasemos otro tipo de transportes a Corrons, nuestro comite de supervivensia. Corrons siempre esta alerta, comunista infatigable, pistolero, siniestro, paga informasion y en un poso seco, en el altillo de un almasen abandonado o donde menos te lo pienses, encuentra enemigos del pueblo, y nosotros los hospedamos en casa del Marques. Corrons pide un rescate por ellos a sus hermanos, a sus mujeres, a sus obispos, a quien sea. El destacamento los lleva a la Casa de Campo o a donde nos digan y Corrons y los suyos hasen el cambio.

Tres cambios llevamos hechos. No nos vamos a haser ricos, pero cuando acabe esto tendremos algun sitio adonde ir y no nos moriremos de hambre al segundo dia -se callo Montoya mirandose la punta de las botas, sucias, cansadas-. Nadie, Sintorita, nadie nos va a querer cuando esta guerra acabe, ve metiendote eso en la cabesa, mayormente porque la guerra la van a ganar los otros, los desconsiderados que estan ahi enfrente y por las noches gritan que nos van a matar y se van a follar a nuestras senoras.

Madrid era un cielo naranja que yo veia pasar por el hueco que el toldo del camion me dejaba ver. Un cielo naranja con vetas de color verde y tambien azul claro y morado, un cielo como el que flotaba en los dias quemados de mi ninez. Parecia que habia un fuego a lo lejos y que Madrid era una ciudad a punto de arder,

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